Nunca tuvo la tradición defensor más decidido en Villarino que el tío Tachuela. Todo proyecto de cosas nuevas le encontraba atravesado en el camino. "Señorito de pan plingao" llamó un día en sus propios hocicos al alcalde, porque osó proponer la instalación de un reloj en el campanario. -¡Ni reloces ni relozas!, ¿oye usté? Endi que yo soy yo, pa na lo he necesitao. El clarear del día me ha jechao siempri de la jerga pa dil a mi trabajo; el papo me avisa luego cuando llega la meyudía, y la noche me ha jechao siempri pa casa. Los reloces más seguros mos los ha dao Dios de balde, ¿oye usté? Los que se jacin con rueas no son más que sacacuartos. Así argumentó el tío Tachuela en la sesión y, como siempre, triunfó. Su dialéctica era aplastadora para los de Villarino, naturalmente propensos a dejarse llevar corriente abajo por el río de las rutinas. A Villarino fue un mediquín con la maleta atestada de proyectos de buena higiene, y pidiendo -a los ocho días de establecido en la aldea- en un informe de cuatro pliegos, llenos de citas de médicos alemanes, que a voz de pregonero fuese prohibida la cría de cerdos (dicho sea sin pedir perdón a nadie) en las casas del lugar. El tío Tachuela oyó sin pestañear la lectura del informe y en seguida lo hundió de un solo golpe en la maleta del médico, con esta frase que agarró como una tachuela en los cerebros de los oyentes: -Pues de mi sentil, don Ludivino, ¡es mejol morirse
de toas esas cosas que usté dici que de jambri! Y el tío Tachuela arguyó: -Miré usté, don Ludivino: si no jacemos vicio en toos los laos que poamos, cuantis cogeremos trigo pa casa y pa la simiente, pero no pa tapar otros bujeros, pongo por caso, pa pagali a usté la iguala. De moo y manera, que usté determinará lo que parezca, don Ludivino. A don Ludivino le hizo cosquillas el socarrón argumento, y contestó con dignidad, casi con altanería: -Tío Tachuela: como quiera que ello sea, en opinión de toda persona digna y culta, salus populi..., ya usted me entiende. -Pues no, eso sí que no entiendo... -Quiero decir, en sustancia, que lo primero es la salud, tío Tachuela. -Es la verdá pura: la salú es cosa mu buena; pero yo he aprendío ese mesmo refrán entavía más rematao, don Ludivino: "salú y pesetas, salú completa." Y los establos y las cuadras se salvaron por entonces de la proyectada ronda, y en los charcos de la calle de Villarino continuaron fermentando las hojas secas de roble. A dos kilómetros del lugar, unos señores ingenieros trazaron una vía férrea, sin pedir su opinión al tío Tachuela. Su compadre, Quico el Pegoso, le interrogó: -Di, compadri: ¿pa qué dirás que andan midiendo esos señoratos la laera de la Cogornís? -Pa dal fielis a la gente -le contestó secamente el tío Tachuela, presintiendo la próxima desazón. Y ¡zas!, ni hecho de propósito: la viñita del tío Tachuela ¡partida en dos por la vía! Le cayó la noticia como una bomba, pero la aguantó a pie firme, sin chillar, sin bufar, sin gemir. Se sintió impotente para vencer en la lucha, se replegó iracundo y mudo, como todo desengañado que ha comprendido lo desigual del combate a que le provocan y no lo quiere aceptar. Un día le llevaron a su casa treinta duros, precio de la expropiación. No los cogió, no los miró. Y su mujer le decía para consolarlo un poco: -Mira, mira Tanislao: de toos moos y maneras, cuasi nunca los que roban güelvin na de lo que roban, y estos han tenío siquiera esta miaja miramiento. Ni too recogío, ni too vertío, Tanislao. -Güeno, pues pa ti; pa que lo gastes en alfileris, y cuando no haiga vinagre, se los jechas al gaspacho. -Pa viangre dos cachujos te han dejao, pero te se ha metío en la sesera no dir a arreglalos algo y asín es como no mos darán gota, Tanislao. -Tío Tachuela -decía uno-: ¿cómo no va usté a poal las parras que le han queao en la laera la Cogornís? Se están pusiendo perdías de basura. -¿Pues quedrás creer que entavía no me ha vagao dil hogaño? Pero habrá que dil. -Tío Tachuela: jágale usté unas traviesas a aquellos cachos de viña, que se le están esmoronando ca instante con las aguas -decía otro amigo oficioso. Y el tío Tachuela, que no quería nunca dar su brazo a torcer, contestaba disimulando: -¡Calla, hombri, si estoy cocío en obra hogaño!, pero nemás que me puea desenreal del vicio de los olivos, tengo pensao dil p'allá, que estará aquello perdío.
-Ya pues dil, ya pues dil a vel aquello, Tanislao, que se ha queao como un tiesto de albehaca. Y mira, entavía mos han quedao dos cachinos bien rigulares pa lo que dicía la genti. Pasó más tiempo. El rencor del tío Tachuela iba ya muy apagado. Ya andaba el hombre con el ala del sombrero levantada. Sabía que circulaba ya el tren y que pasaba por la ladera de la Codorniz diariamente a las cinco de la mañana y a la misma hora de la tarde. Y para no ver por allí al enemigo, se fue una mañana a las ocho a ver su finca, con ánimo de regresar al mediodía a Villarino, antes que el tren de la tarde le sorprendiera en la viña. ¡El tren! ¿Y cómo sería el tren? Cien veces oyó hablar de él en el pueblo, donde tampoco lo habían conocido hasta aquella época; pero a él, cuando le hablaban del tren, se le oscurecía el cerebro de manera que jamás pudo entender lo que escuchaba. -Ello será alguna estucia del Gobierno -iba pensando-, que, como malo, es bien malo; pero tamién jaci obras del demonio. Y si no, no hay más que vel un puenti que anda jiciendo p'ahí abajo, no sé donde, que dicin que abril ojos y miral. El tío Tachuela llegó a la viña a las ocho y media. Era una mañana espléndida. -Por aquí se conoci que será por ondi roa esi demonio -dijo mirando con mucha atención los raíles de la solitaria vía-. Pues no; como corra como dicin, lo que es de aquí se escurrice, porque estos hierros no tienen asentaero bueno para aseguranza de las rueas. De repente, el tío Tachuela levantó la cabeza y se puso a escuchar, algo alarmado. Se oía un ruido lejano, continuo y sordo. No contaba el tío Tachuela con trenes extraordinarios; pero, sin embargo dijo: -Eso tie que sel el tren. Y luego icían que no venía jasta las cinco u las seis. Eja que me suba en la paré, no sea cuento que me pesqui y me jaga una tortilla esi mal bicho. Y subido en la tapia de la viña, siguió escuchando. El ruido continuaba simulando, sucesiva y lentamente, zumbar de viento en el bosque, fragor de trueno lejano, sorda amenaza de nube cargada de granizo destructor, redoble de mil tambores de guerra, rumor de río despeñado, y luego, rodar de hierro..., rodar de mucho hierro sobre más hierro..., y luego, estrépito de catástrofe que se echa encima de pronto..., y allá por la hendidura de la trinchera vecina, asomó una cosa inmensa y negra, como enorme cabezota de cetáceo, que venían resoplando, que echaba humo, que echaba chispas, que echaba ascuas...; y al salir de la trinchera dio un bufido de demonio, dos bufidos, tres bufidos y en seguida un silbido horripilante, dilacerante, de acento provocativo y audaz, como alarido salvaje de monstruo triunfador que viene pidiendo paso, pidiendo espacio...; y ante los ojos estáticos del tío de Villarino pasó el monstruo resonante, con el vientre sudoroso tendido sobre huesos y músculos de hierro resbalador, que arrastraban todo un mundo que corrió como visión de cinematógrafo por delante del labriego estupefacto: piñas de humanas cabezas, moles de negro carbón, montones inmensos de henchidos sacos de lona, más montones, todavía más montones..., y detrás, muchas cárceles de hierros, atestadas de pacíficos ganados, la piara baladora, la yeguada, los pastores... Y al tío Tachuela se le llenó el corazón de ternura mientras los veía pasar, porque eran cosas muy suyas, y las lágrimas le enturbiaron las pupilas... Y cuando todo aquel mundo estrepitoso y magnífico pasó, y en la próxima curva se iba hundiendo con marcha solemne y brava, el tío Tachuela sintió en toda su grandeza la maravilla de hierro que antes había maldecido, y la quiso saludar. Se atragantó. Buscó en vano las palabras, la fórmula vigorosa que pudiera descargarle de la emoción ahogadora del soberano espectáculo, y rompiendo por donde pudo, lleno de alientos el velludo pechazo generosote, miró hacia la curva próxima con ojos cargados de agua y gritó con infantil arrebato: -¡¡¡Viva el tren!!! Y acabó de desahogarse diciéndole al aire diáfano y a las brisas de las viñas: -¡Que jechen un tren ca y cuando por ampié de la nuestra iglesia, que allí está mi cortinal pa jaceli mucho sitio!
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Colaboración de:
[Profesor Emeritus de Literatura Española]