JOSÉ MARÍA GABRIEL Y GALÁN
MAJADABLANCA
El tío Pelao nos estropeó la vida: nos interrumpió la dulce siesta espiritual que dormíamos en el regazo blando y tranquilo del mundo honrado... El maestro de escuela, el cura y yo vivíamos en Majadablanca como tres príncipes, como tres príncipes de Majadablanca, por supuesto. El lugarejo era chico y estaba escondido; por eso era nuestro; nuestro en el sentido amoroso de la palabra, por dominio natural de buena casta porque era hijo de nuestra mayor cultura, puesta con nobleza de oro al servicio del mayor bien de las gentes del lugar. Tenían estas sus roñas y sus miserias, pero eran pocas y no de las de la medula. En fin, que Majadablanca era de lo mejorcito que quedaba en este mundo, porque el mundo no la había visto. Pero al tío Pelao, que era el tío más holgazán y más malignamente curioso del pueblo, se le metió en la cabeza que un muchacho de ocho años que tenía saliera a probal del mundo, y para ello se lo llevó a la ciudad y se lo dio a un albañil. Se lo dio, así como suena; porque en el fondo lo que el tío Pelao quería era echal costo de casa, y aunque nadie le quedaba más que el chico, que vendría a costarle, a todo tirar, doscientos reales al año, mejor estaba sin él, porque a la holgazanería y al hambre les place mucho la soledad. Se fue el muchacho, y nosotros tuvimos que resignamos a que el padre no se fuese detrás de él. Por supuesto, lo teníamos a raya, porque la gente era nuestra, y el tío Pelao no tenía agallas para desmandarse solo, y menos desde que le hicimos trizas un proyecto de soez concubinato con una infeliz mendiga medio ciega y medio imbécil. El Pelinos, como llamaban en el lugar al hijo del tío Pelao, estuvo por allá cinco o seis años, y cuando ya nadie se acordaba del santo de su nombre, se presentó un día en la aldea, hecho un grosero guiñapo, sin oficio, sin pan y sin vergüenza. Lo encontramos en nuestro habitual paseo vespertino por el camino más ancho del pueblo. Me costó trabajo conocerlo. Había crecido mucho, venía flaco, venía amarillo, venía insolente, venía perdido. Al llegar junto a nosotros fumando un cigarrillo maloliente, nos miró un momento con osadía, con impertinencia, y pasó sin saludar, como diciendo que buena cosa le importaríamos nosotros a él. -¿Quién es ese? -preguntó en seguida el cura. -¿Ese? -contestó el maestro-; pues ese es el hijo del tío Pelao, como si dijéramos: el demonio, que viene a darnos que hacer. El mozalbete, en efecto, era un caso de estupenda perdición. En pocos días dio algo de todo: baile y cante de tangos desbaratados en la taberna, a cambio de unos sorbos de aguardiente que le daban cuatro viejos socarrones; raterías descaradas en huertos y gallineros; lenguaje perversamente achulado, bárbara jerga de los últimos períodos de la chulería degenerada, que no ha degenerado, ¡ay!, para morir, sino para acabar de atormentar el buen gusto de las personas decentes; blasfemias en plena calle, y mayores si pasaba cerca el cura... En fin, el mozuelo era un caso patológico, un precoz alcoholizado, dañino, un impulsivo, un frenético... El cura estaba inconsolable y aterrado; el pedagogo estaba furioso, y yo llegué a acariciar el loco proyecto de pegarle al podrido adolescente una paliza brutal en la soledad del campo. ¡Nos contaban unas cosas!... Una tarde de julio, cuando yo andaba engolfado en los trajines de la siega, pasé junto a una gran charca de las cercanías del pueblo, y mi caballo quiso ir a beber en ella. Y mientras él embaulaba desde una orilla cántaros de agua caliente, verdosa y fétida, observé lo que en la orilla opuesta ocurría. Ocho o diez chicos, sin escrúpulos de higiene, se bañaban, bajo el sol achicharrante, en las cenagosas aguas de la laguna y se divertían arrojándose unos a otros puñados de fango y limos que se adherían a la piel cobriza y reluciente de aquellos huesosos cuerpecillos escaldados. En el grupo de combatientes había uno que ya pasaba de niño. La distancia y la desnudez no me dejaron por el momento reconocer a Pelinos en aquel sátiro anguloso, con miembros de adolescente enflaquecido por las miserias más horribles de la carne y del espíritu; de acentuada inclinación dorsal hacia adelante, iniciada ya en las ingles, brazos larguísimos y flacos; blandos meneos de mico... Uno de los rapaces, en el calor de las refriega, levantó demasiado la puntería y le puso a Pelinos entre los labios una bola de fango pegajoso. El agredido lo escupió con bascas de perro hidrófobo y envuelto en una blasfemia tan espantosa, tan criminal y tan bárbara, que todos los combatientes se quedaron aterrados, inmóviles, en las diversas actitudes semitrágicas en que el grito horripilante les hirió en el oído y en el alma. Y aún le dijo al inocente agresor con voz de saña asquerosa: -¡Oye, tú voceras! ¡A ti te...! Y yo, que todo lo oí, en vista de que no es lícito reventar a un innoble bicho humano bajo las patas de un caballo, que es un animal muy noble, lancé al mío por la senda polvorosa que conducía a los trigales en siega, sin volver atrás los ojos, por no ver otra vez al desdichado canallita. Pues no pasó una semana, ¡y otra vez se me puso delante el mozalbete! Era ya una obsesión que estaba haciéndome daño. Fue una mañana a la salida del sol. Yo había pasado la noche -una noche hermosa y cálida, de espléndida luna llena- en la orilla de la sierra, esperando el paso de una pareja de jabalíes, que se daba grandes festines de trigo en las hacinas. Iba a salir el sol. Yo caminaba distraído, ya cerca del lugar, y al cruzar una calleja bordeada de zarzales y saúcos el caballo se espantó, dio un respindo de costado, y estuvo a punto de rodar por el suelo pedregoso. Una mozuela rechoncha, colorada, sanota, flor de aldea, mal peinada, mal vestida y descalza, venía huyendo, iracunda y jadeante, como loba herida, con un pedrusco en la mano, mirando hacia atrás y apostrofando con rabia. Al verme cerca cobró ánimos, suspendió la huida y, parada en firme, redobló las invectivas. El sátiro se replegó contrariado. ¡Era Pefinos! No tuvo ni el pudor de sorprenderse. Miró a la moza con ira y a mí con odio. La muchacha lo miraba desde las cumbres de la cólera triunfante... Yo tenía el alma cargada todavía de purezas exquisitas destiladas en el seno de una noche de silencio que habló cosas divinas con la sierra; una noche grande, de grandeza religiosa, que cayó sobre mi alma como bálsamo; una noche dulcemente dolorosa, de las que invitan al llanto, pero a un llanto, placentero, raudal suelto de todas juntas las ternuras de la vida sentimental, las que solamente salen de las entrañas del alma cuando saben que está sola y abierta por todas partes a las hondas confidencias eternamente secretas de la soledad augusta, que es honrada porque es muda, y del dulce silencio de los campos, que es discreto porque se deja oír pocas veces. Una noche de aquellas que regeneran, que levantan el corazón por encima de la vida de los hombres... Y entonces fue cuando tuve que ver a Pelinos, la criatura bestializada, cuya visión yo creí que me haría descender a grandes tumbos de las cumbres aquellas del mundo espiritual y caer otra vez en la vida panza abajo y ridículamente espatarrado apernear en el charco con risible gentileza de gusarapo engreído... Pues no hubo tal. Lo que sentí fue una lástima muy noble, una piedad dolorosa del mozuelo, un deseo infinito de regenerar y perdonar, como si yo fuese Dios. Y el sátiro, enconado, mientras yo pensaba tal, inició la huida; pero antes miró a la zafia Susana con ojos de sangre y le enseñó una navaja muy larga, que blandió en forma de amago; y a mí me enseñó otra cosa: me enseñó burlescamente la lengua, y con cínico ensañamiento me hizo con la mano un gesto gráfico, injurioso y groserísimo, y a trote largo de lobo flaco se hundió en seguida en la red laberíntica de las callejas sombrías de los huertos. -¡Estamos frescos! -dije a mis amigos aquella tarde en el paseo, hablándoles del suceso. -¡Lucidos estamos! -murmuró muy preocupado el maestro. -¡Estamos perdidos! -exclamaba el pobre cura, llevándose las manos a la cabeza. -Pues ahí tenemos al héroe -añadí yo, señalando un grupo de chicos que veinte pasos a la derecha del camino rodeaban y escuchaban en pie y atentamente a Pelinos, que les hablaba sentado en el suelo y fumando un cigarrillo. Había puesto allí la cátedra. Los escolares nos vieron pronto, y al pasar ya frente a ellos se inició en todos un movimiento de duda. Nosotros, que íbamos muy calladitos, oímos que Pelinos le dijo muy despacio al más pequeño: -¡Anda tú, beatiyo! Anda, mandria, a besarle a aquel tío la mano, y le dices de mi parte que él a mí... El cura se santiguó horrorizado. El grupo de los muchachos se abrió como una granada, pero ninguno tuvo el valor de arrostrar la chacota de Pelinos, y se quedaron por allí como distraídos, rompiendo el césped con los tacones de los zapatos o dando suaves golpecitos con un canto en la pared... Y entonces el maestro, que era un hombre recio, autoritario y de genio arisco, se fue en derechura a ellos bufando como un gato rencoroso; y sin previas explicaciones, rompió en una cachetina escandalosa, equitativamente repartida entre los pequeños renegados, que aguantaron la lluvia de pescozones con mal disimulados gestos de vergonzosas protestas, verdaderos asomos de rebeldía no observados por el iracundo pedagogo, que no estaba para observar menudencias. Pelinos no se dejó echar el guante. Miró al maestro como miran los lobos a los mastines, y apreciando con instinto irracional su inferioridad de fuerzas, huyó vergonzosamente a media carrera, de mala gana, como garduño que se deja atrás la presa... Reunidos al día siguiente nosotros en casa del cura llamamos al tío Pelao, que, resumiendo su perorata defensiva, llegó a decirnos así: -Y de toos mos y maneras, esas son delicaezas de ustés, y la mocedá es mocedá, y hay que ejal que ca uno jaga lo que mejol le paeza, que los tiempos son ya mu otros, y usté en la iglesia, y usté en la escuela, y yo en mi casa, y ca uno en la suya y Dios en la de toos, y punto concluido. ¿No verdá? Nos quedamos como mármoles. Acudimos en queja al alcalde, el cual nos dijo, sin menear las orejas: -Si ustés hubiesen cogío al mozo en fragante, cogiendo algo de cualisquiá hereá, santo y güeno para jechali la ley encima; pero onái no hay delito no pue habel castigo, y hoy en día no se pue jacel na sin ley porque ca uno es ca uno, y la genti ya no inora na, y es menos aguantá ca ves, y a naide le gusta que naide se meta en ca naide, y a na que te escuidies pa castigal, ya te están tirando por alto, u diciéndote en tus jocicos que si tal que si cual, y que si crúo o que si cocío, y que si pitos u que si frautas. ¿Están ustés?... ¡Ya lo creo que estuvimos! Estuvimos a punto de estrangular a la primera autoridad civil de nuestro pueblo; mejor dicho, del pueblo de Pelinos, porque suyo sería pronto, al paso que iba. Las noches de taberna, muertas antes, eran abiertamente ruidosas y alegres,
porque los tíos que tomaron aquello primeramente como sesiones
de títeres en que Pelinos era el héroe,
se aficionaron con grosería a las veladas regadas con vino agrio
y encendidas por la pimienta de chascarrillos soeces de última
fila, reídos por bocazas puercas y por barrigas repletas de guisotes
picantes de carne de cabras tísicas. Lo demás lo hizo el demonio. *** Hoy, Majadablanca es esto: Un cura que dice misa para diez o doce mujeres y para cuatro o seis hombres. Un maestro jubilado, que vive tomando el sol en el corral de su casa. Otro maestro muy joven, que enseña todo lo que hay que saber, menos los diez mandamientos. Cinco vecinos que viven, como Dios les da a entender. Noventa y tantos ciudadanos libres que piensan como escuerzos y blasfeman como demonios. Otras tantas arpías desgreñadas que beben aguardiente y hablan como carreteros. Y los ciento y pocos más vecinos del lugar defendiendo a tiro limpio los repollos de berzas de sus respectivos huertos. El tío Pelao nos interrumpió la siesta, nos estropeó la vida... Pelinos nos ha vencido.
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Colaboración de:
[Profesor Emeritus de Literatura Española]