JOSÉ MARÍA GABRIEL Y GALÁN
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ES UN CUENTO

 

 

Lucio Castro, el poeta enamorado de las aguas, había dado la vuelta al mundo, cantándolas en estrofas resonantes y purísimas.

Era su patria una florida aldehuela ribereña, dulcemente ensordecida por un río caudaloso que bajaba iracundo y zumbador entre horrendos peñascales, destrozándose en desgarrones espumantes. Era su musa una virgen transparente, del coro de las ondinas con cabellera de algas, dientes perlinos y azulosas pupilas abismáticas.

En su alma, exquisita y clásica, como en gota de purísimo rocío, se espejaban los cuadros del mundo bello en divinas miniaturas...

Y eso hacía él cuando cantaba la bella Naturaleza: poéticas miniaturas delicadas, de finísimos contornos, de ternura irreprochable, de ritmo clásico; pero algo frías, hijas de un arte sin alma...

Mas cuando aquel hijo humano de las náyades, el eterno enamorado de la linfa, la cantaba soñolienta en el remanso, rezadora en la regadera del prado, besando flores o rugiente en la costa brava, abofeteando rocas, el alma idólatra del artista enamorado se erguía loca, se erguía bella, y acariciada unas veces por el beso de la ondina inspiradora y otras veces flagelada por un látigo de algas, se derramaba en estrofas como arrullos sedantes de arroyuelo rodador o estallaba en musicales hervideros espumosos de torbellinos oceánicos.

En el ritmo de sus cantatas había toda la gama de los ruidos de las aguas: suspiros y zumbidos, hervores y murmullos, chapoteos de oleaje sosegado y alaridos dilacerantes de borrascas, rumor suave de besos, agudo chascar de azotes... Y luego en tierno fondo de amor al ídolo por hermoso, por sonoro, por fecundo y alegrador, sí, porque alegraba las hieráticas quietudes del paisaje, le daba vida, le daba música grata... ¡Oh!, también era artista el ídolo.

En su heroica odisea por el mundo lo había cantado desde todas sus grandezas hasta todas sus dulzuras. Meciéndose sobre sus lomos rugosos como cresterías de espuma allá en los mares misteriosos del Oriente, le había rimado poemas de una grandeza soberanamente triste, que empapaba los espíritus en la visión de los piélagos inmensos y sombríos, hechos sin fin de unos cielos infinitos, eternamente teñidos de mansedumbre crepusculares...

¡Y qué religiosos himnos, llenos de grandeza bíblica, a lo largo de los ríos de la dulce Galilea! ¡Y cuán dulces endechas sobre el espejo azulino de los lagos de Córcega y Normandía!

¡Y qué divinas cantatas en los golfos poéticos de Grecia, bajo cuyas aguas clásicas todo un coro de Nereidas iba al costado de la nave venturosa del poeta, conjurando los peligros de las sirtes!...

Y ahora, dulcemente melancólico, y ya blanca su hermosísima cabeza, había tornado a la aldeíta natal, invadido de la nostalgia de aquel río de sus amores de niño, a cantar sobre sus aguas la postrera de sus canciones, la del cisne que se muere...

Todas las tardes, en minúscula barquilla, penetraba hasta el centro del gran río, donde las aguas turbulentas dejaban apenas ver el remate de un granítico peñasco, junto al cual espumaban jugadoras. Y arrojando, para amarrar la barquilla, un débil cable alrededor de la cabeza granítica del bloque, saltaba luego sobre ella, y sentado en aquel tronco de roca, hundía su mente en la suave contemplación abismática de los juegos de la linfa.

Una tarde moribunda de septiembre, a la hora del crepúsculo, las lluvias que derramó una tormenta en regiones de donde el río procedía aumentaron de repente su caudal alborotado, que rompió la débil amarra y se llevó la barquilla. El poeta no vio aquello, ni advirtió que su atalaya musgosa iba a desaparecer en breve bajo las sábanas de espuma. Estaba absorto, cara al crepúsculo triste, escribiendo melancólicas estancias de una canción dolorida, inconsciente visión profética de una muerte ya cercana... Era un adiós a las aguas de su río, que iba a morir en los mares, en los infinitos mares, como su alma, la del artista, que también iba a caer en lo infinito...

Y así, cantando la postura de sus fogosas cantilenas al mismo amor, al mismo ídolo que le arrancó la primera siendo niño...; estático, cuando el suave arrobamiento del divino paladeo de la belleza tocó las lindes del vértigo, amplio sudario de aguas azules, con exquisitos encajes blancos de finísimas espumas, envolvió para siempre el cuerpo del viejo cisne... Y pasaron sobre el mundo muchos inviernos lluviosos...

***

El sol radiante de un mes de junio sorbió aguas, y al descender las del río hasta su ordinario límite..., ¡oh qué embeleso de los ojos de los hombres!, el diente granítico del risco, pulido y cincelado por el agua enamorada, era una divina estatua, la estatua del poeta, que seguía contemplando el suave paso de la linfa, su amante agradecida, que ahora le lamía los pies y orlaba de rubíes y brillantes sus clásicas vestiduras...



 
 
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Colaboración de:

Justo S. Alarcón

[Profesor Emeritus de Literatura Española]