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Otoño, doliente y marchito,
todavía eres bonito y saudoso.
Adoro tu dulzura. Como vino
que tuviese la acidez
de un morir deseado.
Me duelen en el alma
las notas de tus cantos sin esplendores,
tus frutas y frutos, brillantes aún,
y tus árboles desnudos de hojas.
Otoño, que me permites dormir
sobre la hierba seca,
soñando con amores tardíos.
Te agradezco el poder olvidar
las agriedades del vivir;
los pensamientos amargos, el. remordimiento,
los pobres de Dios desamparados,
los inútiles mandatos,
la autoridad que nos humilla,
el ir a cualquier parte
y volver de ninguna,
las agitaciones insípidas,
las desfallecientes ilusiones,
la ira de los pueblos que hace temblar a los tiranos,
los niños hambrientos
y el porvenir sin esperanzas...
¡Otoño, caída flor
en el cristal cantarino de una fuente!
Otoño, doliente y marchito,
lloremos juntos.
Por los que mueren, por los que matan,
por las notas lejanas de un oboe infinito,
por las hojas de los árboles que el viento sacude,
por los cuerpos que bajan a la tierra,
por las almas que se van sin retorno,
y por nosotros, sombras de nada y de nadie,
que de nadie esperan nada.
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