ENCRUCIJADA
Un
fatídico día
bajo el hervor
de una fiebre alta
postrado me hallaba yo
delirando
en mi fría cama.
Mi padre
vino
a tentarme la cabeza
a tomarme el pulso
y a examinarme la lengua.
Yo entre
tanto
para que el termómetro
no marcara
le ofrecí a San Antonio
una deslumbrante peseta.
Pasaron
los años
y el pobre santo
todavía esperando
se quedó
sin la lustrosa moneda.
Un niño
vecino del barrio
dizque murió
de una enfermedad venérea.
Acongojado
le dije a mi padre:
"a veces uno cree
que no existe Dios".
Mi
sabio progenitor
cáustico
me respondió:
"Si
Dios no existiera,
criatura endeble,
crearlo
tú tuvieras".