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Epistolario de Gabriel y Galán
Gabriel y Galán, José María


Los padres de Gabriel y Galán

     Dice el biógrafo de un hombre ilustre que todos los hombres grandes fueron tales, porque tuvieron una madre digna de ellos; el que conoció a la madre de Gabriel y Galán se explica la influencia que en el ejercicio y el dolor de verla morir le inspirara «El Ama», donde su genio culmina. Era hermosa, con esa belleza extraña a las mezquinas vanidades; siempre llevaba el pañuelo de seda ceñido a la frente, llamado chichonero, como es costumbre en los pueblos de la provincia de Salamanca. Padecía dolor de cabeza como sus hijos, y su discreción era tan grande como su cultura, impropia de quien apenas había salido de Frades. Pasé una semana con ellos, recién casado Baldomero, era la época de la recolección y pude saborear, participar mejor dicho, de aquel ambiente de paz que se respiraba en aquella casa trabajadora, donde se rezaba todas las noches el rosario. Con la severidad de la madre contrastaba la viveza de su padre; era bajito, muy nervioso y listo, vestía siempre de calzón, frente ancha y despejada y muy avisado para los negocios.

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Guijo de Granadilla 6 de Julio de 1991.

     Mis buenos amigos: Ya me quedé sin madrecita. Se me murió el día treinta de Junio, a la una y media de la mañana. Dios lo ha querido así: bendita sea la voluntad de Dios.

     Me avisaron el 3 de Mayo, y llegué allá el mismo día. Tenía afección de corazón. Yo comprendí que aquello era gravísimo, que se me moría la madrecita de mi alma, y a su lado pasé treinta y ocho días horribles, que me han dejado el espíritu aplastado.

     Aquella cristiana alma no se rindió al dolor físico. Los tormentos de una asfixia de treinta días de duración no arrancaron de aquellos labios benditos más que palabras de santa, ni desviaron del Crucifijo la mirada de aquellos ojos queridos, donde había tanto amor para cuatro hijos locamente enamorados de aquella adorable madre.

     «Se muere como ha vivido», nos decía el sacerdote que la auxiliaba. Un día nos pidió que la confesaran, y al siguiente solicitó la visita del Señor, al que recibió con tal fervor, que la hizo llorar de amor, de amor al Sacramento Santísimo.

     Y después sucedió lo que yo no he visto nunca; lo que al mismo señor Cura puso lleno de entusiasmo y de alegría; lo que a cualquiera edifica... Nos dijo que iba a morir, y que antes que llegara el momento en que la agonía pudiera obscurecer su entendimiento quería recibir la Santa Extrema-Unción, y así lo hizo, contestando ella misma las palabras del sacerdote. Y más tarde nos pidió la bendición de Su Santidad, que ella misma leyó con devoción y entereza, pues Dios quiso duplicar en ella las fuerzas corporales en el último período de aquella vida ejemplar.

     Pocas horas después moría en mis brazos, como el que se entrega al sueño, la madrecita de mi corazón, aquella que bendecía al Señor porque la dejaba morir rodeada de los hijitos de su alma y del esposo querido, que había sido su más grata compañía durante cuarenta años.

     No acabaría de escribir en muchas horas, amigos míos, si yo les fuera a contar las palabras de consuelo, los consejos exquisitos, las bendiciones para el Señor que salieron de aquellos labios cuando mayores eran los sufrimientos corporales, que eran prueba del temple cristianísimo del alma de mi amante madrecita.

     Todos estos consuelos nos ha dejado para ayudarnos a resistir el dolor de su apartamiento de nosotros, que es un dolor sin palabras; que no las hay para expresar estas cosas.[1]

     Pero el ejemplo suyo nos tiene a todos resignados, después de la bondad de Dios.

     Rueguen ustedes al Señor por la madrecita que acabo de perder, y Dios se lo pagará.

     Y siempre se lo agradecerá con toda el alma su amigo,

JOSÉ MARÍA.

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     Mi querido Crotontilo [2]: También me quedé sin padre. Se me murió hace doce días casi repentinamente, cuando estaba viviendo una vida llena de energía y de salud. De los consuelos humanos, sólo he tenido uno, pero grande, como todos los que nos da nuestro Dios: el consuelo de abrazar aquellos restos queridos antes de ser sepultados; el consuelo infinito de tener entre mis manos aquella cabeza blanca; el consuelo de tener muchas lágrimas, ríos de lágrimas que cayeron sobre ella, que la empaparon... Mi padrecito ha ido a la sepultura ungido con lágrimas de hijos buenos, ungidas sus manos, sus pies, su pecho, su cabeza... Le tuvieron dos días sin enterrar, porque el padre de los cuatro hijos -dos ausentes- merecía aquel semidivino embalsamamiento, aquel baño purísimo de lágrimas con que todos nuestros amigos presentes allí sabían que nosotros habíamos de preparar aquellos restos queridos para llevarlos a la tierra bendecida, bendecida por Dios y santificada ya por aquellos otros restos venerados de nuestra madre, de nuestra santa.

     Ya quedaron allí juntos, en aquella capillita venerada, en tierra de Dios, mis padrecitos queridos, los que supieron criar hijos que han sabido llorar sobre sus cadáveres a la manera cristiana, porque abajo cayeron tantas lágrimas como oraciones subieron a los Cielos.

     ¡Qué buenos fueron, qué buenos fueron!... Si tú lo supieras bien... Yo, al dejarlos en aquella tierra santa, al salir de aquella casa, al dejar aquel pueblo de mis ya muertos amores, creí que me ahogaba de ansia. Estuve un rato olvidado de lo que tengo en el mundo -¡Dios me perdone!-, y me vi solo: sin padre, sin madre, sin patria. Y nunca podré decir todo lo que tuve el valor de padecer cuando, parando el caballo, cara a cara con toda mi vida, que se veía desde la cumbre de aquel monte que recogió mis miradas de niño y de adolescente feliz, le di a todo un adiós de aquellos que no se pueden repetir sin peligro de morirse.

     ¡Y mira tú lo que es Dios! Al dejar de verlo todo y descender la cuesta del otro lado de aquel monte, cuya subida me parecía mi calvario, su cumbre la muerte y la bajada de la opuesta pendiente un descendimiento a la sepultura, me hizo explosión a la cabeza el recuerdo de mis hijitos y de su madre, que decía: ¿Y nosotros?

     Te digo que me sentí resucitar. Y al darle las gracias a Dios, me dije: ¿Y Dios?

     Y mira tú qué misterios, porque otra cosa no es: se había acabado la cuesta, y ya iba yo por un valle que me hizo recordar lo del «valle de lágrimas» que decimos en la Salve y pensar de esta manera: Sí, un valle de lágrimas, pero en él están mis hijos con su madre, y después de él está Dios.

     Y así es de bueno Dios, que pone detrás de cada pena un consuelo humano, y luego se nos da Él mismo como supremo consuelo.

     Y aquí me tienes, rezando y llorando a mis muertos queridos y arrancándoles a mis pequeñuelos unos besos que son gotas de bálsamo milagroso...

     Mil veces más que tus cariñosas palabras de consuelo, y eso que me valen mucho, os agradezco una oración por el alma de mis padres. Dios os pagaría mejor que yo esa merced.

     Todas estas intimidades tristes, bien sé yo que no suele nadie contarlas a los demás, porque los demás llevan todos también una cruz sobre los hombros y un poema dentro del alma.

     Pero a ti quiero contártelas: me hace un bien muy grande.

     Te abraza tu amigo,

JOSÉ MARÍA.

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Día 25.

     Mi querido amigo: No puede usted calcular cuánto celebro que mis versos le hayan impresionado hondamente; le agradezco muchísimo su carta, y nada he de decirle respecto a sus elogios porque ya le he dicho antes de ahora que le tengo a usted por muy sincero, y, siendo esto así, debo aceptarlos sin las réplicas de rúbrica. Ya que de cosas mías he empezado a hablar, acabemos con ellas, por no dar luego saltos atrás.

     Esas cuartillas [3] que le envié, para usted han sido hechas, y son de usted desde que yo se las di. Se me olvidó firmarlas; pero mándeme la última de cada composición, y las firmaré con más que gusto, con muchísimo gusto. Le remito a usted ahora «Regreso», y con ésta las conoce todas, exceptuando dos, de las cuales no me quedé con copia, y no le importe: son de las más ligeras.

     A estas horas ya le supongo más sereno, menos nervioso (casi quiero decir menos artista) y más crítico. Aunque más me place el oír sentir que oír juzgar, vaya usted preparando con calma su sentencia, y caiga ella sobre mí cuando yo le avise a usted, que será a fines de mes, Dios mediante.

     Quedo preparando las cosas de modo que el primer tiro que se oiga sea el de usted, cosa que para mí ya no es nueva...

     De los retratos, que le agradezco con toda el alma, no quiero hoy hablar casi nada, porque irán, sí, a mi gabinete fotográfico, y a buen sitio; pero yo quiero que esos procedimientos se perfeccionen y que lo de hoy se repita, pues deseo ver más para conocer más. Y eso que he visto con el auxilio de una lente cosas de angelillos y... ¿no he visto un dedal de coser fuera de su sitio?

     Y usted no puede ser ese que está sentado en la butaca. Parece un burgués adinerado, lleno de una seriedad impertinente y agresiva que molesta. Y si se quiere hacer favor al retrato, es un señor que soporta con ceñida dignidad las molestias de la gota. Parece mentira que el de la boina, en el otro retrato, sea el señor de la butaca: vale cien señores de éstos. Y otros tantos vale también el que forma, rodeado de su prole, en el retrato tercero.

     Vengan esas ilustraciones que me promete, aunque no le queden como desea, porque así y todo han de gustarme mucho.

     También yo, para irnos conociendo más, le mando para allá mi estampa de hombre, que no dice nada de particular, a no ser lo que he escrito debajo de su retrato.

     Es su amigo de veras,

JOSÉ MARÍA.

     ¡Se me olvidaba! Conozco de Guerra Junqueiro dos cosas: el nombre, y una frase que dijo cuando estuvo últimamente en Salamanca. Le había oído en Madrid Salmerón, ponderárselos, los versos conceptuosos, hinchados y campanudos del gran Quintana, y contaba Guerra Junqueiro que al terminar le dijo al lector: «¡D. Nicolás, eso no, eso no es poesía; eso es abogacía!»

     Y como yo abundo en el mismo parecer, se me quedaron las frases de Guerra Junqueiro. Pero nada más, amigo mío; de sus versos, ¡ni uno solo! y siento mucho la coincidencia, que ya no puedo salvar, porque a esta hora supongo que «Presagio» está ya en el folleto del Obispo de Salamanca, que espero llegue (el folleto) de un momento a otro acá.-Vale.

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10 de Diciembre de 1905.

     Querido Mariano: Otra tremenda catástrofe ha caído sobre mí.

     Ya no tengo padre. Se me murió el 26 del pasado casi repentinamente, cuando más lleno de vida parecía.

     Reza por mi padrecito (q. e. p. d.); era bueno y te quería.

     Me llegó la horrible noticia de repente, como una horrible puñalada, porque no había tiempo que perder si le quería ver muerto.

     El pobre Baldomero estaba en Toledo, a la boda de un hermano de Ángela.

     Dios es bueno. Nos dio el grandísimo consuelo de que pudiéramos llegar a tiempo de abrazar aquellos restos queridos y venerados. Los cuatro hijos de aquel buen padre lloramos juntos sobre sus despojos, los bañamos con ríos de lágrimas, para que fueran a la sepultura empapados en llanto de hijos amantes.

     Una congestión cerebral nos lo mató. Estaba en la huerta, en aquella huerta suya que ha recogido tanto sudor de su frente.

     Luis fue allá, alarmado por su tardanza. ¡Pobre Luis! ¡Cómo no habrá muerto él!

     Acabo de regresar de aquel pueblo en que nací; el adiós de este viaje ha sido tremendo. Se me quedaba allí el alma hecha pedazos.

     Ya está en tierra bendita, en la capilla, junto a mi madrecita (q. e. p. d.), junto a mi santa. Ya dejé allí a mis dos venerados patriarcas, que fundaron aquella casa de cristiandad y de amor. Dios me los tenga premiados. Hágase la voluntad del Señor.

     Ahí tienes lo que es la vida. Ahora, cuando yo estaba recibiendo de América montones de eso que llamamos honores y laureles, vino la muerte a decirme que todo es falso, que sólo hay una verdad.

     ¡Bendito sea el Señor, que tales avisos santos se digna dar a este pobre pecador!

     Reza otra vez por mi padre, por mi madre, por mi hermana. Dios te lo pagará y te lo agradecerá tu buen amigo que te abraza,

JOSÉ MARÍA.

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Guijo de Granadilla 26 de Mayo de 1904.

          Sr. D. Germán Fernández [4].

     Querido amigo: Esta mañana llegó tu carta de pésame, que te agradezco mucho. Desde el día 17 estoy aplastado moralmente con la muerte de aquel justo. ¡Era un sabio y era un santo! Era un alma grande, privilegiada, pura como la de un niño y luminosa como un sol. Hermanadas estaban en él la sabiduría más honda con la virtud más sencilla.

     Como la de muchos, muchísimos hijos suyos, el alma estaba hondamente enamorada de la suya; así, hondamente enamorada. No recuerdo quién ha sido seguramente; otra de las muchas almas hacia la suya arrastrada ha dicho estos días que nuestro Obispo tenía algo de aquello que Jesucristo debió prestar a los Apóstoles para que ganaran almas. Y es verdad; yo así lo creo. He hablado con muchos hombres virtuosos, a Dios gracias, y con muchos de los que llamamos sabios: nadie creo que haya sabido como aquél hacer tan suyo mi espíritu, abstraerme en absoluto, perder hasta la noción de mi propia persona espiritual para contemplar la suya con deleite, con ternura, con admiración inmensa. Y está bien fuera de duda que no era la magia del talento [5] la que hacía aquel milagro. Todos sabemos, mejor o peor, cómo son y adónde llegan las sugestiones del talento.

     Flotaba allí otra cosa bien distinta, que yo nunca supe lo que era, pero que por darle un nombre, la llamaba de varios modos que venían a ser uno allí en el fondo.

     Estos días también ha dicho otro salmantino, y bien poco sospechoso, que no hay que negar los hechos del llorado P. Cámara; era una obsesión para todo el que de cerca le trató.

     Nadie como los hijos de aquella tierra ha podido conocer la grandeza de aquel alma y de sus obras [6] . Se lo llevó Santa Teresa. Murió como había vivido, santamente. Pero a todos nos ha dolido en el alma que muriese allá tan solo, sin más gentes de las suyas (que lo somos los de Salamanca) que un capellán que con él fue a aquellas aguas, y en cuyos brazos pudo acabar de celebrar la Misa el día de la Ascensión. Bien es verdad que él sólo quería hablar con Dios en sus últimos momentos, pues después de bendecir a su querida Salamanca y escribir una carta despidiéndose de ella, repetía a cada momento, entre otras santas invocaciones: «¡Señor, alejad de mí las consolaciones de los hombres!» Y expiró sin estertores, tranquilamente, y diciendo muy despacio y varias veces: «¡Qué hermosura... qué hermosura...! [7]

     Perdona que hoy no te hable de otra cosa que de ésta, que me tiene impresionado. Porque yo, además de llorar la muerte de un hombre como fue aquél, por ser tan bueno, lo he llorado porque así me lo pidió mi corazón agradecido. Bien sabes lo que le debo [8]: ahí va un relato de ello en «El Universo», y sea cualquiera el concepto que yo tengo de mis pobres versos, es lo cierto que la inmensa caridad de nuestro Obispo los elevó a la categoría de cosa grande para la difusión del bien por esos mundos de Dios, y no sería mi alma un alma bien nacida si no agradeciese con toda ella a mi bienhechor, generoso y espontáneo, la elevadísima honra que jamás pudo soñar una persona de tan modesta condición social como es al cabo la mía. Lo que dice este periódico dicen todos los demás.

     ¿A quién debo el honor de que mi nombre humildísimo esté unido a la memoria de un hombre como aquél que hemos perdido? Se lo debo a su bondad y a su caridad sin límites. Que Dios se lo pague, ya que yo no puedo hacerlo más que con pobres plegarias por su alma; a la que ruego que pida a Dios por la mía.

     En los primeros momentos [9], todos nos apresuramos a dedicarle un pensamiento siquiera en los periódicos de Salamanca, que publicaron un soneto que dice:

                                                                                                                                                                  
                     ALMAS
 
    Yo de un alma de luz estaba asido
luz de su luz para mi fe tomando;
pero el Dios que la estaba iluminando
me la veló bajo crespón tupido.
    Tanto sentí, que sollocé dormido
y dentro de mi sueño despertando
vi que el alma de un justo iba bogando
por el abismo ante el Señor tendido.
    Y, faro, bienhechor, polar estrella,
la mística Doctora del Carmelo
desde una celosía de la gloria,
-¡ven, ven -le dijo-, y la elevó hasta ella!
Entraron las dos almas en el cielo
y un nuevo sol brilló en el de la Historia.[10]
 

     El entierro y los funerales han sido, como puedes suponer, únicos en Salamanca. ¡Y eso que todavía no ha comprendido Salamanca lo que acaba de perder! Sin embargo le han llorado como yo, con lágrimas de los ojos, no con llantos oficiales.

     Ya está lanzada la idea de erigirle una gran estatua [11] por suscripción. Ya ves lo que significa el hecho, en tiempos que son los menos a propósito para levantar estatuas a los frailes. ¡Oh, hasta los malos han sentido algún respeto ante la figura del sabio agustino! No le echan en cara que era fraile... Les da miedo...

     ¡Era muy grande mi Obispo!

     Celebro que tengas la buena compañía de ta familia, aunque no sea toda, durante los días de feria. Dales memorias a todos, y que las pasen tan bien como os desea vuestro buen amigo

JOSÉ MARÍA.

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     Querido Mariano: Mi hermana Enriqueta [12] ha muerto. Puedes suponer con cuánta pena te escribiré estas líneas. Estuvo enferma pocas horas; la carta en que me dabas la triste noticia se retrasó un día en el correo, y cuando llegué a Castilla ya no tuve el consuelo de ver a la hermana querida. Dios la haya recibido en su seno.

     Mi pobre tía Antonia, única hermana que ya tenía mi madre estaba enferma por entonces (25 de Octubre), se puso grave y también falleció a los pocos días: el 14 del actual.

     Aquella pobre madre mía ya puedes tú figurarte cómo habrá estado, cómo está, cómo estará.

     Aquel pobre marido de mi muerta ¡cuánto sufre y qué desgraciado es!

     Aquellos cinco hijos sin madre...

     Todo lo que Dios dispone está siempre bien dispuesto. Yo acepto resignado lo que ha venido sobre nosotros y pido a Dios que me dé fuerzas para sufrir lo que venga después de esto. Y hágase su voluntad.

     Hace tres o cuatro días estuve en Plasencia, donde dormí. Fui con un criado a hacer unas compras, y no tuve ni tiempo ni gusto para nada. Te haré visitas cuando no sean tan tristes como ahora hubiese sido.

     Ruega a Dios por las almas de mi hermana y de mi tía, y Él te lo pagará.

     Y sabes que, como siempre, te quiere tu verdadero amigo

JOSÉ MARÍA.

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Guijo de Granadilla 25 de Julio de 1901.

     Mi buena amiga Tarsicia [13]: Acabo de recibir su carta y la contesto en el acto porque, con el fin de alejarme de las fiestas de este pueblo saldré hoy de él por unos días, que pasaré en una casa que tenemos en el campo.

     Yo agradezco mucho a usted sus sinceras y consoladoras manifestaciones, testimonio expresivo de sus buenos sentimientos y de la leal amistad que en otro tiempo me dispensó esa apreciable familia, de la cual conservo recuerdos que me son verdaderamente gratos.

     De un año a esta parte me he visto combatido por las más amargas penas con la desaparición de personas queridísimas. Pero la última de mis desgracias me ha llegado a las honduras del alma, y para sufrirla con espíritu sereno, me ha sido necesaria toda «a fe que yo tengo en Dios y todas las energías de un alma que quiere recibir con sumisión las pruebas que el Señor quiere enviarle. Al morir aquella santa en la cual tuve yo puestos durante toda mi vida los amores más exquisitos y más puros de que yo puedo ser capaz, ha caído sobre mí un mundo de sombras que sólo Dios y mis hijos y la madre de mis hijos serán capaces de disipar poco a poco.

     Pero ni la violencia del golpe, ni el dolor consiguiente a él me han hecho vacilar en mi fe, gracias a Dios. Él me la dio, mi madre (q. e. p. d.) supo infundirla en mi alma, y por Él y por ella la conservo para provecho y consuelo mío.

     Dios pagará a todos ustedes lo que yo no puedo pagarles: las oraciones que por mi madre (que en paz descanse) hayan elevado al Cielo. Yo sólo puedo agradecérselas, y crean ustedes que muy de veras lo hago.

     Lamento con ustedes la desgracia del pobre Mariano [14], para quien deseo mucha salud, a fin de que pueda ser amparo de sus pequeños huerfanitos. Cinco nos dejó mi pobre hermana Enriqueta (q. e. p. d.) ¡Todo sea por Dios!

     Desideria les devuelve sus cariñosos recuerdos y les envía otros muy afectuosos en nombre de su hermana Primitiva.

     Y de mí pueden ustedes tener la seguridad de que sinceramente soy su amigo affmo. y S. S. que a todos saluda y estima como se merecen,

JOSÉ MARÍA GALÁN.

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     Mis buenos y muy queridos amigos [15]: Se me cae de las manos el periódico que me ha traído la triste noticia y acudo a esa casa con unas líneas que no dirán lo que siento ni lo que quiero.

     Tristes vosotros y apenados vuestros amigos, pero feliz la adorada niñita y más numerosos el coro de los ángeles del Cielo.

     Para estos días no mando consolaciones humanas: sé que no valen; pero las mando divinas, grandes como el dolor de las entrañas cuando pierden un pedazo.

     Para usted primero, Leopolda, que es la madre. Para usted toda mi dolorosa simpatía, todo el pensar de mi mente, asomándose al abismo del amor de madre, que me dé la medida del abismo de su dolor inenarrable.

     Soy hombre y no puedo más que imaginar; y me espanta pensar que no llego imaginando a la hondura de la pena. Para sólo estos tragos de amarguras deberían ser cristianas como usted, todas las madres. Porque sólo la mujer cristiana es fuerte, con fortaleza serena; sólo ella sabe llorar, llorar el dolor sin las convulsiones que retuercen a los débiles; lloran amando y bendiciendo, no escupiendo locuras de almas rebeldes ni protestas iracundas de almas vencidas. Usted es la mujer cristiana, la madre cristiana que sabe más que todos los filósofos y puede más que todos los grandes héroes. Y por eso, porque son de usted las fortalezas y los consuelos de la fe, los amigos que la vemos con los ojos del espíritu apurar la mayor humana amargura, no tenemos otra cosa que hacer, sino tomar una parte de su pena y desear que el Señor se la mitigue con bálsamo de esperanza.

     Y tú, amigo que has perdido la hijita que tanto amabas, no grites a lo demente ni calles a lo filósofo. Cualquier cosa temo de tus nervios, sacudidos de modo tan doloroso por la desgracia.

     Porque soy tu buen amigo, no quiero limitarme a decirte que «te acompaño en tu sentimiento». Tengo que decirte más, aunque en momentos como éstos te parezca muy duro y seco.

     Mañana me perdonarás. Quiero que sufras, como Dios manda, no como mandan los nervios, puestos al servicio de tus instintos de padre o de tu cerebro de hombre ilustrado, lleno de las cosas de este mundo.

     Tu mujer, seguramente, sabe mucho más que tú de la ciencia del padecer, que no es cosa del mundo y de la cabeza, sino del Cielo y del corazón. Aprende de ella como yo aprendo de otra, que no sabe todo el bien que me está haciendo. Nuestro dolor, cuando perdemos un hijo, no es tan hondo como el suyo, y sin embargo, lo padecemos peor. Te doy, pues, ese modelo que tan cerca de ti está, y no creo que se te pueda dar más en estos días de prueba.

     No eres un hombre sin fe. Precisamente creo que tienes tanta en las cosas de esta vida, que al recibir esos golpes de la desgracia, que son rasgos de la Verdad, si pierdes algo de esa fe, ganarás mucho de aquella que hace levantar los ojos y buscar más alto lo que por aquí no hay.

     Pero por si así no fuera, por si tu temperamento, naturalmente, sensible, herido con la herida más dolorosa para un hombre, te hace salir del camino de tu calvario y tomar pendiente abajo, protestando del gran peso de tu cruz, quiero que oigas a ese amigo a quien has dicho que escuchas con atención y cariño, y espero que buscarás donde te ha dicho que lo busques, el único eficaz consuelo que hay para un padre sensible, que ha perdido a la hija de su alma.

     Nuestros hijos, que son de Dios, están mejor en el Cielo que con nosotros. Yo también tengo a los míos un amor, como el de todos los padres, empapado de egoísmo: los quiero siempre a mi lado: no me deja mi instinto de padre preferir su bien supremo, al relativo bien mío. Pero si Dios me los llevara, tendría para mi dolor el gran consuelo de saber que ya tenían un mejor Padre que yo y un vivir más alto que éste. Y en ello ya hay algo de amor perfecto, porque lo es el que antepone al propio bien el de los hijos queridos.

     Dios te dé resignación. Pídesela como debes y verás cómo sientes un alivio dulce y hondo.

     Y Dios te dé también mucha salud, para los hijos que te quedan. Porque eso sí que sería lo más tremendamente doloroso: que no pudieras llevarles de la mano por la vida hasta que aprendan a conocer sus caminos. Eso le pido yo a Dios, antes que nada, para mis hijos y para los hijos de los demás: que mientras sean pequeñuelos, no les falte nuestro amparo.

     Y, adiós Pepe. Como viene para muchos como tú, ya vendrá para ti un día en que tu pena, dulcificada, buscará suaves reposos en las regiones del Arte. Y entonces, cuando hagas el poema de tu Trini, para ti sólo, o cuando lo derrames para todos en rosario de palabras, yo te pido que éstas sean de fe tranquila, de esperanza luminosa y de sumisión a Dios. Recuerda siempre, siempre, que con Él está tu hija.

     Y cuéntale tus penas a tu amigo

GALÁN.

 


 [1].- Tienen para mí estas cartas toda la delicadeza y poesía de sus versos; no se pueden leer sin profunda emoción.

 [2].-  Seudónimo que emplea D. José G. Castro, redactor de El Adelanto, diario de Salamanca.

 [3].- Castellanas.

 [4].- Sacerdote muy amigo del poeta, a quien dedicó algunas composiciones, guarda cuidadosamente cartas, versos originales.

 [5].- Todo el mundo sabe que era un escritor y orador político y sagrado de primera fila; entre sus obras las más conocidas son las Contestaciones a Draper y La vida de Juan de Sahagún.

 [6].- En la ciudad mandó construir el hermoso templo de San Juan de Sahagún y el Palacio Episcopal, y en Alba de Tormes la Basílica de Santa Teresa.

 [7].- Murió en Villaharta, donde fue a tomar aguas medicinales.

 [8].- La primera tirada de los versos del poeta fue de 500 ejemplares, que, con prólogo del P. Cámara, regaló este señor Obispo a sus amigos para darle a conocer.

 [9].- Su entierro fue una de las manifestaciones de dolor y simpatía del pueblo salmantino por la popularidad que gozaba el P. Cámara.

 [10].- Este soneto figura entre las poesías religiosas.

 [11].- Esta estatua, hecha por Marinas, está cerca de la Catedral y de la Universidad, en la plazuela de Anaya.

 [12].- Estaba casada con un labrador de la Maya, pueblo inmediato a Frades de la Sierra, donde nació el poeta, provincia de Salamanca.

 [13].-  Viuda de López Melero, a cuya hija dio clase particular el poeta en Piedrahita.

 [14].- Sobrino de esta señora que enviudó entonces.

 [15].- Está dirigida a la familia de Crotontilo.

 

 


Seleccionado y editado por Mariano de Santiago Cividanes

Edición digital basada en la edición de Madrid, Fernando Fe, 1918


 

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