Nº 1. noviembre 2003/Revista Electrónica
cuatrimestral.
Cuentos de Navidad:
RUBÉN
DARÍO (1867-1916)
CUENTO DE NOCHE BUENA
El hermano Longinos de Santa María
era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era
un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo
mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose
en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina
hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después
del tiempo de ayuno; así servía de sacristán,
como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas,
su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre
de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su
maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de
organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él
aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas
como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba,
como poseído por un celestial espíritu, las prosas
y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia
el cardenal que había visitado el convento en un día
inolvidable había bendecido al hermano, primero, abrazándole
en seguida, y por último díchole una elogiosa frase
latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el
hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable
sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba
en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como
sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con
su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso
bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de
jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus
casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!
venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..."
Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la
abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros,
la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de
picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más
bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la
próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento?
El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy
distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación
del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones
de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder
del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo
llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches
o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores
sonoros..., era el órgano de Longinos que acompañando
la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos.
Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el
buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno
de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:
¡Desgraciado de mí!
¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda
la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome
en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse,
se encaminó por la vía de su convento. Las sombras
invadieron la tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña,
negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica
fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda
que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa
que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre.
Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo,
pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió
en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa
estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando
a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía
y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla,
y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura
se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de
hombre mortal: Considérate feliz, hermano Longinos,
pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.
No bien había acabado de oír esto, cuando sintió
un ruido, y una oleada de exquisitas aromas. Y vio venir por el
mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella
que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente
ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El
delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga
se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada
de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de
oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto
en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas
y signos del zodíaco. Era el rey Gaspar, caballero en un
bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también
negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se
ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente
con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable
precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él,
con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso
y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar
y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en
un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado
y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y
miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor
los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más
soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla
de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus
majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito,
la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística
complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que tal como
en los días del cruel Herodes los tres coronados magos,
guíados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en
donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María,
el santo señor José y el Dios recién nacido.
Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su
aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió
junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y
de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más
raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles
y de diamantes...
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen
hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
Señor, yo soy un pobre
siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué
te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas
tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes?
Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es
todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los
labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba
a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas
lágrimas que se convertían en los más radiosos
diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo
esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en
la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre
el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación.
Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada
por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido,
con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban
con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá
acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto
de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en
su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y
sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su
lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene
el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda
a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose
a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos
del himno, en que el órgano debía resonar... resonó,
resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas
excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida
incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos
del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron
que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano
conventual, de aquel órgano que parecía tocado por
manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa
Cecilia...
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma
a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad.
Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro
de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.
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