Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
La oración de Semana Santa
El último chá de Persia,
que, según nadie ignora, murió a manos de un fanático, tuvo en su
historia una página de muy pocos conocida, y yo la ignoraría también
a no referírmela una viajera inglesa, de esas mujeres intrépidas
e infatigables que registran con emoción y curiosidad los más apartados
confines del planeta. Cómo se las arregló miss Ada Sharpthorn (que
así se llamaba la inglesita) para obtener la confianza y casi la
privanza del sha y penetrar en la cerrada magnificencia de su palacio
y conocer íntimamente a sus allegados áulicos, cortesanos y generales,
es punto de difícil investigación; pero seguramente, al aspirar
a este resultado, no se valió miss Ada de ningún medio reprobable,
pues compiten en esta valiente exploradora la decencia y pulcritud
de las costumbres con la austeridad del criterio moral y la delicadeza
de la conducta. Si miss Ada gozó privilegios desconocidos en Persia,
debe atribuirse a la tenacidad que sabe desplegar la raza anglosajona
para conseguir sus propósitos, tenacidad que va haciendo a esa raza
dueña del mundo.
Contóme miss Ada el
episodio que voy a narrar la tarde del Jueves Santo, mientras recorríamos
las calles de Ávila visitando Estaciones. En aquellas calles, que
todavía recuerdan por varios estilos la Edad Media española, el
nombre de Persia sonaba como el de un país fantástico, de juglaresca
leyenda o de romance tradicional; costaba trabajo admitir que existiese.
Quizá la misma «irrealidad» de Persia en la pacífica atmósfera de
la ciudad teresiana, acrecentó el interés de los extraños recuerdos
de viaje que evocaba miss Ada, y que intentaré trasladar al papel
sin alterarlos.
-Nasaredino -empezó
la inglesa- era un monarca absoluto, a quien sus vasallos llamaban
sombra de Dios, y que disponía de haciendas y vidas, con dominio
incondicional. No sé si ahora se habrá modificado el régimen interior
de Persia; entonces -y son épocas bien recientes- no había allí
más ley que la omnímoda voluntad de Nasaredino. Para mayor desventura
de sus súbditos, el sha no conocía el cristianismo, o, por mejor
decir, no quería conocerlo ni permitía que se propagase en sus estados
opinión alguna que se apartase del código de Mahoma. Quizá comprendía
que Cristo Nuestro Señor es el verdadero enemigo de los déspotas,
y que la libertad y la dignidad humanas tuvieron su cuna en el humilde
establo de Belén.
Esa misma intransigencia
del sha con nuestra santa religión me incitó a probar si le atraía
el terreno de la controversia, a fin de combatir sus errores. Aprovechando
la rara amabilidad con que me acogía, me dediqué a catequizar a
Nasaredino, y buscando el flaco de su orgullo, comencé por pintarle
la gloria y prosperidad de naciones cristianas como Francia y la
Gran Bretaña, superiores en las mismas artes de la guerra a las
naciones sujetas al fanatismo musulmán. Mis argumentos parecían
hacer mella en el monarca; a veces le vi quedarse pensativo, acariciando
la negrísima y puntiaguda barba, con los rasgados ojos de pestañas
de azabache fijos en el punto imaginario de la meditación. No era
un necio; ciertas ideas le movían a reflexionar; ciertos problemas
se le imponían a pesar suyo, al través de su oriental indolencia
y su soberbia de dueño absoluto de muchos millones de seres racionales.
Despaciosamente, en correcto inglés solía, transcurrido un rato,
contestarme, no sin alguna inflexión de desprecio en su voz grave
y bien timbrada.
-Jamás me convenceré
de que sean heroicas y viriles naciones que se postran ante un Dios
humilde, muerto en un suplicio afrentoso. El gran atributo de Dios
es «el poder» y «la fuerza». La única explicación que encuentro
a ese enigma es que vuestras naciones se llaman cristianas sin serio
realmente, y cuando funden cañones y botan al agua barcos blindados
niegan a su Dios con los hechos, aunque le reconozcan con la palabra.
Y porque le niegan han logrado el predominio que ejercen. Si se
atuviesen a la letra de su fe, como nos atenemos nosotros a la nuestra,
nosotros les pondríamos la planta del pie sobre la garganta.
Al hablarme así Nasaredino,
dejábame confusa. Pertenezco a las «Ligas» de desarme y de la paz
universal, y confío más en la energía del amor y de la fraternidad
que en todos los ejércitos de Europa reunidos. Mas, ¿cómo hacer
entender la verdad a un bárbaro, y a un bárbaro que se cree un semidiós?
Sin embargo, lo intenté. A mi manera, empleando los razonamientos
que me sugirió la convicción, le di a entender que la misma fuerza
material necesita fundarse en la moral, y que sin base de derecho
y razón se derrumba toda soberanía. Y pasando a tratar de nuestro
Dios, le afirmé que precisamente el haber sufrido y muerto como
murió fue esplendorosa muestra de su ser divino. El sha, moviendo
la cabeza me contestó entonces esta atrocidad:
-De esa misma manera
que pereció tu Profeta sucumbe todos los días alguno o muchos de
mis vasallos. Y ni aun así conseguimos acabar con la perniciosa
secta de los «babistas», cuyas doctrinas se asemejan a las de vuestros
Evangelios.
-Lo confieso -exclamó
miss Ada al llegar a este punto-: tan horrible declaración me trastornó,
y estuve a pique de prorrumpir en invectivas contra el tirano. Me
reprimí trabajosamente, y Nasaredino, de pronto, como si se hubiese
olvidado del giro de la conversación, me anunció que al día siguiente
se verificaría una representación teatral en los jardines de palacio,
y que me convidaba a ella.
Son estas funciones
dramáticas espectáculo favorito de los persas, y todos los viajeros
las describen: se celebran de noche, a la luz de los farolillos
y linternas y de las hachas encendidas, y el telón de fondo lo da
hecho la Naturaleza: una cortina de árboles, un macizo de flores,
una fuente, un ligero quiosco, constituyen la decoración. Habituada
a asistir a tales funciones, me sorprendió, sin embargo, el aspecto
del escenario y el golpe de vista del concurso. En primer término,
sillones para el sha y los altos dignatarios: detrás la servidumbre,
la multitud de funcionarios y parásitos que pululan en el palacio,
infestando sus galerías, claustros, patios y salones. A la izquierda,
una especie de tribuna o palco cerrado por rejas de madera dorada
y pintada de colorines, desde el cual presenciaban la función, ocultas
a los ojos de todos, las esposas de Nasaredino. Con extrañeza noté
que no se había invitado a ningún diplomático; la única extranjera,
yo. Mi sillón, colocado muy cerca, aunque un poco atrás del soberano,
era un puesto altamente honorífico.
Al empezar la representación,
desde las primeras escenas, percibí un estremecimiento. Yo no podía
entender el idioma en que se expresaban los actores, y que es una
especie de dialecto persa muy literario y arcaico (el habla misma
bella y sonora, que empleó el poeta Firdusi); pero aun sin inteligencia
de las palabras, me parecía darme cuenta del sentido, y hasta creí
que era familiar para mí, como algo que hubiese escuchado mil veces
y otras tantas llevado en mi corazón. Las escenas del drama me recordaban
cosas íntimas, vistas, por decirlo así, al través de un vidrio turbio
y roto que desfiguraba los objetos, alternando sus colores y rasgos,
sin ocultarlos enteramente. Al final del primer acto (llamémoslo
así; la transición consistía en extender un riquísimo paño por delante
del escenario y dejarlo caer a los cinco minutos), y mientras nos
presentaban amplias bandejas cargadas de golosinas, refrescos y
sorbetes, de súbito vi claro: el asunto del drama no era sino la
vida de Jesucristo, interpretada a estilo persa.
Se apoderó de mí una
tristeza involuntaria. Temía una profanación, una burla, cualquier
desmán que hiriese mis sentimientos, y hasta que pudiese obligarme
a faltar al respeto al monarca levantándome y retirándome. En voz
baja le pregunté si creía que me sería posible permanecer allí;
y el sha, con lenta inclinación de cabeza, me tranquilizó; después,
volviéndose hacia mí, murmuró seriamente, con toda su oriental majestad:
-No temas ofensa alguna
para tu fe ni para tu gran profeta.
En efecto, las páginas
principales de la sagrada Vida iban desarrollándose más o menos
ingenua y peregrinamente interpretadas, pero con profundo sentido
de veneración y de simpatía hacia el Salvador de los hombres. Jesús
aparecía Niño, jugando en el atrio del templo; después le veíamos
predicar a las multitudes; presenciábamos la tentación de la Montaña,
el diálogo con Eblis, genio del mal, y por último, en el tercer
acto, penetrábamos de lleno en el drama de la Pasión al ser preso
Jesús en el huerto, no sin que trabase ruda y encarnizada batalla
entre los discípulos y los sayones, que todos iban armados hasta
los dientes, con «kanjiares», puñales, pistolas inglesas y espingardas,
y dispararon hasta agotar la pólvora, siendo esta parte de la función,
gracioso anacronismo, lo que más parecía entusiasmar al auditorio.
Era indudable que el papel de traidores lo desempeñaban los enemigos
de Jesús, lo cual se traslucía hasta en el modo de vestirse y de
caracterizarse los actores, siniestros y feroces, antipáticos de
veras.
Al principiar el acto
cuarto, que debía ser el último, el actor que desempeñaba el papel
de Jesús apareció atado a una columna de jaspe; empezó la escena
de la flagelación, que desde el primer instante me crispó los nervios.
Supuse que se trataba de un juego escénico; pero así y todo, salté
en el asiento y me tapé los ojos con el pañuelo disimuladamente.
Era el actor un hombre joven, como de unos veintiocho años, de noble
tipo semítico; llevaba los negros cabellos crecidos y partidos en
bucles, y en la escena de la tentación, dialogando con Eblis, había
tenido acentos llenos de dignidad, de desdén y de dulzura conmovedores
hasta para los que no entendíamos los conceptos. Ahora, amarrado
a la roja estela, con el torso desnudo y el rostro respirando un
entusiasmo misterioso, una sed de sufrir, revelábase, sin duda,
como trágico genial: tanta era la verdad de su ficción, la expresiva
fuerza de su actividad. Por lo mismo no quería verle; me conmovía
demasiado. El silbido de las cuerdas y de los látigos rasgó el aire;
escuché cómo sonaban al herir la carne viva, y hasta oí un sofocado
gemido, que semejaba involuntario... Y la voz del sha, su acento
de mando grave y, sin embargo, cortés, me obligó a atender, a pesar
mío, diciéndome en inglés, con irónica entonación:
-No te niegues a mirar.
Lo que sucede ahí no es farsa, sino la realidad misma. Persuádete
de lo fácil que es padecer resignadamente y hasta con gozo. El papel
de tu Profeta lo está desempeñando a lo vivo y sin protestar un
«babista» condenado a muerte... Ya le verás crucificar después.
El grito que exhalé
debió ser terrible; como que se detuvieron los verdugos, y Nasaredino
me fulminó una ojeada severa, tétrica, imponente. Otra mujer se
hubiera acobardado; pero una inglesa, en caso tal, saca de su orgullo
de raza y de su cristianismo fuerza bastante para no arredrarse,
aun cuando se le viniese encima el mundo.
No sé lo que dije al
sha: primero creo que le anuncié una cruzada de las naciones civilizadas
contra sus reinos y su poder, y le vaticiné venganzas humanas y
cóleras del Cielo; mas como el tirano permaneciese impasible y aun
firme y aferrado a su crueldad, una inspiración me sugirió que la
causa de Jesús ha de sostenerse por medio de la piedad y de las
lágrimas, y arrojándome de súbito a los pies de Nasaredino, cogiendo
sus manos llenas de anillos magníficos, las besé, las mojé con llanto,
las sujeté, las apreté, hasta que una voz, a mi parecer descendida
del cielo, murmuró casi en mis oídos:
-Levántate, extranjera.
Serás complacida. Te regalo la vida de ese perro.
No sé lo que respondí.
Debieron de ser extremos de júbilo tales, que el grave y pálido
rostro del sha se iluminó con una fugitiva sonrisa, y su mano derecha,
salpicada de mi lloro, que resplandecía sobre las sortijas de piedras,
se extendió en imperativo ademán, comprendido instantáneamente por
los que torturaban al desdichado ya cubierto de sangre. No era sólo
la vida, era la libertad lo que le otorgaba aquel gesto mudo, y
en el exceso de mi alegría echéme a llorar otra vez...
Al llegar aquí guardó
silencio la inglesa, y yo sólo acerté a preguntar:
-¿Y qué fue del hombre
a quien usted salvó?
-Ese hombre -balbució
miss Ada-, dos años después..., asesinó a Nasaredino... ¡Sí, el
mismo perdonado!... Ya ve usted cómo no hay en el mundo sino una
verdad, que es la verdad de Jesús... Para un cristiano, sería sagrado
el hombre que supo perdonar siquiera una vez. Y yo, desde entonces,
particularmente estos días de Semana Santa, rezo siempre por el
que me regaló una vida; imploro a Dios como imploré al rey absoluto,
que al fin me escuchó y se ablandó... Tal vez sea una ilusión rezar
por Nasaredino, pero ilusión que me consuela.
-Y por el matador, ¿no
reza usted? -interrogué cuando nos detuvimos ante el bello pórtico
de la catedral.
-¡También debo hacerlo!
-exclamó miss Ada, después de vacilar un instante.
«La Ilustración Artística»,
núm. 900, 1899.
Para cualquier comentario, consulta o sugerencia, pueden dirigirse
a la Redacción de la revista enviando un e-mail a nuestra
dirección electrónica:
Revista
literaria Katharsis.com
|