Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
En Semana Santa
A la cabecera del moribundo
estaban Preciosa y Conrado, asistiéndole en sus últimos instantes,
temblorosos como el criminal que sube las escaleras del cadalso.
Y criminales eran -aunque criminales triunfantes y coronados por
el ciego Destino- Conrado y Preciosa. El que, después de largos
sufrimientos, sucumbía en el cuarto, impregnado de olores a medicinales
drogas, entristecido por la luz amarillenta de la lamparilla, que
iba extinguiéndose al par que la vida del agonizante era el esposo
de Preciosa, el protector y bienhechor de Conrado; y para los que,
de común acuerdo, le engañaron y ofendieron sus canas, no tuvo nunca
aquel honradísimo viejo, generoso y confiado como un niño, más que
palabras de dulzura y hechos de bondad y amor. Abierta siempre a
Conrado su bolsa y su casa; abiertos siempre los brazos y el corazón
para Preciosa, cuya juventud no quiso entristecer nunca con severidades
de anciano y melancolías de enfermo, el infeliz tenía derecho a
la gratitud y al respeto más tierno y grave..., ya que otros sentimientos
vehementes no pueda inspirarlos la senectud. Y ahora se moría, se
moría lentamente..., después de advertir a Preciosa que quedaba
instituida su única heredera, y que, si no sentía repugnancia por
Conrado, a quien él miraba como hijo, deseaba que ambos le prometiesen
casarse a la terminación del luto.
Cuando manifestó así
su voluntad, en voz desmayada y flaca, y apoyando sus manos ya frías,
en las manos febriles de Conrado y Preciosa, los dos se estremecieron,
y sus ojos, como delincuentes que tratan de ocultarse y no saben
dónde, vagaron por el suelo, cargados con el peso de la vergüenza.
Preciosa, sin embargo, mujer y extremada en la pasión, fue la primera
que recobró ánimos y, reaccionando violentamente, trató de atraer
la mirada de Conrado y de pagarla con una débil sonrisa. Pero Conrado,
como si sintiese picaduras de víbora, se retiró al fondo de la alcoba
y, dejándose caer en la meridiana, escondió entre las palmas el
rostro. Un silabeo apenas perceptible del moribundo le llamó otra
vez a la cabecera del lecho.
-Conrado, mira: soy
yo quien te lo ruega en este momento solemne... No dejes desamparada
a Preciosa... Que sea tu mujer, y quiérela y trátala..., como la
quise yo... Siquiera por el día en que estamos..., dame palabra.
Y Conrado, balbuciendo,
solo pudo barbotar:
-La doy, la doy...
Lució una chispa de
contento en las apagadas pupilas del moribundo; pero como si aquel
esfuerzo hubiese agotado el poco vigor que le quedaba, cayó en un
sopor, nuncio del fin. Tal fue la opinión del médico, que aconsejó
se trajese la Extremaunción sin tardanza; pero al llegar el sacerdote
con los santos óleos no había calor vital en el cuerpo; Preciosa
lloraba de rodillas, y Conrado, agitadísimo, paseaba desesperadamente
arriba y abajo por el gabinete que precedía a la estancia mortuoria...
El sacerdote, que salía, le tocó suavemente en el hombro.
-No se aflija usted
-dijo en tono afectuoso, confundiendo con un gran dolor aquel acceso
de remordimiento agudo-. Las virtudes de este señor le habrán ganado
un puesto en el cielo. Y después, la misericordia de Dios, ¡especialmente
en el día en que estamos!...
Era la segunda vez que
esta frase resonaba en los oídos de Conrado; pero ahora resonó,
más que en los oídos, en el alma. ¡La misma del moribundo!: «El
día en que estamos...» ¿Y qué día era? Conrado necesitó hacer memoria,
reflexionar... Recordó de pronto; un relámpago hirió su imaginación
fuertemente. El día era el Viernes Santo.
Pocos instantes después
de haberse retirado discretamente el sacerdote, que prometió volver
a velar el cuerpo, acercóse Preciosa a Conrado de puntillas y quedó
espantada de su actitud, del movimiento que hizo al verla tan próxima.
¡Qué desventura! Conrado ya no la quería; a Conrado le infundía
horror desde que la muerte había penetrado allí... Adivinaba el
estado de ánimo de su cómplice, y precaviendo el porvenir, aspiraba
a disipar aquella nube de tristeza, aquella alteración de la conciencia
impura. «Si esta noche vela el cadáver, se preocupará más; se grabará
doblemente en su espíritu esta impresión terrible...» Una idea acudió
a la mente de Preciosa, fértil en expedientes, atrevida, como hembra
apasionada, y resuelta a lograr su antojo.
Entró en la estancia
mortuoria, y sobre el mueble incrustado, frente a la cama buscó,
entre otros frascos, el que contenía poderoso narcótico. Una gota
calmaba y amodorraba, dos adormecían; tres o cuatro producían ya
el sueño largo, invencible, muy duradero, semiletal... Al poco rato,
Preciosa se acercó a Conrado nuevamente y le sirvió por su mano
una taza de tila.
-Bebe, estás nervioso.
Conrado bebió por máquina;
apuró la calmante infusión... Cuando empezó a notar cierta pesadez
incontrastable, le guió Preciosa a su propio cuarto, le reclinó
en el amplio diván, revestido de raso y almohadillado de encaje;
cubrióle con rico pañuelo de Manila, le abrigó con edredón ligero
los pies, le puso almohadas finas bajo la nuca. «Duerme, duerme
-pensó-, y no despiertes hasta que esté fuera de casa «el otro».»
Conrado, entretanto,
abría los ojos, sacudía el sueño de plomo que le había postrado
y se restregaba los párpados, notando que el sitio en que se encontraba
no era el elegante dormitorio de su tentadora Preciosa, sino una
calzada en cuesta, empedrada de losas rudas y anchas, sobre la cual
caía a plomo un sol ardoroso y esplendente, como de primavera en
un país cálido. Miró en derredor. A sus pies se extendía una ciudad
que le parecía conocer mucho. ¿Dónde había visto él aquellas puntiagudas
torres, aquellos extensos baluartes, aquel recinto fortificado,
aquellas casas cónicas, aquel monumental templo, aquellas puertas
angostas, sombrías, bajo las cuales cruzaban dromedarios y bueyes
guiados por hombres de atezado cutis?
La vestimenta de estos
hombres también se le figuró a Conrado, aunque extraña, «vista»
alguna vez, no en la realidad, sino en esculturas o cuadros como
que era la indumentaria hebraica de la gente humilde en tiempo de
Augusto -la «chituna» o túnica ceñida, el tallith o manto,
el «sudaz» que rodea las sienes, el ceñidor que ajusta el ropaje
y los pies descalzos, o metidos en gastadas sandalias de cuero-.
Conrado pensó oír una voz persuasiva, salida quizá de lo íntimo
de su ser que murmuraba misteriosamente:
-«Esa ciudad es Jerusalén.»
¡Jerusalén! Conrado
casi no se admiró, Jerusalén no era para él un lugar exótico. ¡En
Jerusalén había pensado tantas veces! Desde niño, por el Nacimiento
que preparaba su madre, se había familiarizado con Jerusalén. En
Jerusalén tenía hogar su espíritu, su fe tenía casa propia. Lo único
que sintió fue inmensa alegría..., imaginó volver de un largo destierro.
Un grupo de gente que
se apiñaba en la puerta fijó la atención de Conrado. Instintivamente
siguió al grupo. Por un camino que defendían a ambos lados setos
de chumberas y que orlaban palmas y vides, rosales de Jericó e higueras
ya cubiertas de hoja, dirigíase el grupo hacia áspero cerrillo,
que destacaba sus líneas duras sobre el horizonte color de violeta.
Bullía una muchedumbre en la colina; hormigueaban los de a pie,
y se mantenían inmóviles sobre sus recios corceles los legionarios,
cuyas lorigas y rodelas rebrillaban. Dominando la multitud, coronando
la escena, erizando el cerro, se erguían tres cruces negras, sobre
las cuales parecían estatuas de pórfido rosa, desde lejos, los cuerpos
de los tres ajusticiados...
Conrado entonces tampoco
se asombró; tampoco se creyó juguete de un delirio. Al contrario:
se penetró de que estaba asistiendo, no a un drama, a la representación
de la verdad misma. Aquella escena, aquella triple crucifixión y,
sobre todo, una de las cruces, la llevaba él entro desde los primeros
días de la niñez. Si había sufrido, era cuando, teniéndola en sí,
no podía verla ni contemplarla; cuando se le desvanecía, como se
desvanece el rostro de una persona querida al querer reconstruirlo
cerrando los ojos... ¡Qué felicidad poseer de nuevo la visión -clara,
concreta, firme, indubitable- de «la Cruz», no una cruz de oro,
plata ni bronce, sino la Cruz viva, el madero al punto en que lo
calienta el calor del Cuerpo divino, y lo empapa la sangre redentora!
Conrado, sin aliento, de tan aprisa como iba, seguía al grupo, subiendo
la agria cuesta, hollando el seco polvo y los abrojos espinosos
del siniestro Gólgota, salpicado de blancos huesos humanos que calcinaba
el sol... Su afán era colocarse cerca de la Cruz, ver la cara del
Salvador en la suprema hora.
Era difícil la empresa.
Bullía cada vez más compacta la muchedumbre. Como sucede en sueños,
a cada obstáculo que Conrado lograba vencer, surgían otros mayores,
insuperables. Nadie le quería abrir paso. Pastores de la sierra,
tratantes y tenderillos de la ciudad, mujeres harapientas con niños
famélicos en brazos, fariseos altaneros, esenios pálidos y compadecidos,
hijas de Jerusalén, modestas burguesas, que bajaban los ojos llenos
de lágrimas al ver las torturas del Maestro, y, por último, los
soldados a caballo, enhiesta la lanza, se atravesaban para impedir
que nadie salvase el círculo de cuerda y estacas que rodeaba los
patíbulos. Conrado suplicaba, cerraba los puños, quería infiltrarse,
llegar hasta la Cruz central, más alta que las otras, donde colgaba
Jesús; quería verle vivo, antes del momento en que, doblando la
cabeza, exclamase: «Todo se acabó.» Una angustia profunda se apoderada
de Conrado. ¿Lo conseguiría cuando ya el Salvador hubiese muerto?
Y bañado en sudor, anhelante, afanoso, corría, corría en dirección
a la cima del cerro, que siempre se le figuraba más distante.
Sus ojos divisaron entonces
a una Mujer abrazada al árbol mismo de la Cruz; y sin reparar que
la Mujer estaba casi desvanecida de congoja, fijándose sólo en que
a aquella Mujer «también la conocía», gritó con esfuerzo:
-¡María, María de Nazaret!,
alárgame la mano, que quiero llegar hasta tu Hijo.
Y María de Nazaret,
temblorosa, con los ojos inflamados, trágica la actitud, se adelantó,
alargó la mano, cubierta por un pliegue del manto, y Conrado, inmediatamente,
se halló al pie del madero, tan cerca, que el ruido del afanoso
resuello del moribundo se le figuraba un huracán. Sin embargo, pensó
con gozo: «¡Vive! ¡Vive! ¡Puede escucharme todavía!»
Y alzando la frente,
doblando las rodillas, poniendo la boca sobre el palo ensangrentado,
cerca de los sagrados pies, Conrado suspiró:
-¡Jesús, Jesús, no me
abandones!
Y, ¡oh, asombro!, una
voz dulce empapada en lágrimas, respondió, desde arriba:
-Tú eres el que me abandonaste
hace años, Conrado. ¿No te acuerdas?
Profundo sacudimiento
experimentó Conrado. Un agudo cuchillo de pena, de contrición, se
clavó en su pecho: Miró hacia lo alto con ansia: Jesús ya había
inclinado la cabeza; el sol se velaba tras negrísima nube; la tierra
se estremecía, convulsa; a las plantas de Conrado se abrió una grieta
horrible, casi un abismo..., y el pecador, atónito, cayó con la
faz contra el polvo y las rocas descarnadas...
Al despertarse Conrado
de su largo sueño artificial, Preciosa estaba allí, vestida de negro,
pero linda, fresca, reposada, espiando el instante de estrechar
entre sus brazos al durmiente.
Éste se incorporó, aturdido
aún, sin darse exacta cuenta de lo que le sucedía...
Preciosa, sonriendo,
quiso halagarle, ser para él la vida que renace al borde de una
sepultura. Conrado, sin aspereza, la rechazó; y a paso mesurado,
firme, sin tambalearse ya, despejada la cabeza, salió a la antecámara,
abrió la puerta, la cerró de golpe y corrió a la calle... Una brisa
suave acarició sus sienes.
Era la mañana del Domingo
de Resurrección.
«La Ilustración Artística»,
núm. 849, 1898.
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