Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
La visión de los Reyes Magos
(Los Reyes Magos
regresan a su patria por distinto camino del que vinieron, a fin
de burlar al sanguinario Herodes. Es de noche: la estrella no los
guía ya; pero la luna, brillando con intensa y argentada luz, alumbra
espléndidamente la planicie del desierto. La sombra de los dromedarios
se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y a lo lejos resuena el
cavernoso rugir de un león.)
BALTASAR.- (Acariciándose
la nevada y luenga barba y moviendo la anciana cabeza a estilo del
que vaticina.) No sé lo que me sucede desde que me puse
de rodillas en el establo de Belén y saludé al hijo de la Doncella,
que me agita un espíritu profético, y siento descorrerse el velo
que cubre los tiempos futuros. Este tributo de oro que ofrecía al
Niño para reconocerle Rey, ¡cuántas y cuántas generaciones se lo
han de rendir! Tributos percibirá, no como nosotros, días, meses
y años, sino siglos, decenas de siglos, generación tras generación,
y los percibirá de todo el Universo, de toda raza y lengua, de nuevas
tierras que se descubrirán para aclamar su nombre. El oro que le
he presentado era poco: apenas llenaba el cofre de cedro en que
lo traje; y ahora se me figura que se ha convertido en un mar de
oro, y veo que al Niño se le erigen templos de oro, altares de oro
labrado y cincelado, tronos de oro, en torno de los cuales oscilan
blancos flabelos de plumas con mangos de oro, y que ciñe su cabeza
una triple corona de oro macizo, también, incrustada de diamantes
y gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la tierra
corren a los pies del Niño; y lo más extraño es que el Niño los
contempla con entristecida cara, y al fin esconde el rostro en el
seno de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh sabios!, en presentarle
oro? ¿No le agradará a la criatura celeste el símbolo de la autoridad
real? Temo que mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio pareciese
sacrílego.
GASPAR.- (Enderezándose
sobre su montura, requiriendo la espada, frunciendo las cejas y
echando chispas por los ojos.) Patriarca de los Magos,
bien te lo pronostiqué. El nacido Rey de los judíos no es el vil
mercader que quiere atesorar riquezas sin cuento en los subterráneos
de su morada. La codicia rebaja el alma y la hace pegajosa y grosera
como la arcilla que, despreciándola, pisamos. Mi don es el único
que pudo complacer al Primogénito de la Virgen. Tú le trajiste oro,
por monarca; yo, mirra, por hombre. Hombre ha querido nacer, y el
llamarse hombre será su mejor título. La mirra amarga como el vivir,
y como el vivir, sana y fortificante; he ahí lo que conviene a quien
ha de realizar obra viril, obra de vigor y salud. ¿Creéis que se
puede ser grande, noble y fuerte sin gustar el cáliz amargo? Aquí
me tenéis a mí, ¡oh sabios!: he combatido, he sufrido, he vencido
monstruos, he lidiado con tentaciones horribles, me he visto mil
veces en mano de mis enemigos, y el soplo del martirio ha rozado
mi sien. Pues sólo un día he llorado, y una gota de mi llanto, cayendo
en el ánfora de la mirra, le prestó su tónica y sabrosa amargura
y quizá su balsámico perfume. Yo también veo al Niño, Baltasar;
pero le veo combatiendo, arrollando, venciendo, aplastando dragones,
sometiendo a su yugo a la Humanidad, sufriendo y regando con sangre
una palma. Bien hice en traerle mirra.
MELCHOR.- (Tímidamente,
con humildad profunda.) Yo no sé si habré acertado y,
sin embargo, por la alegría que me inunda presumo que el Niño no
rechaza mi don. Tú, venerable y doctísimo Baltasar, le obsequiaste
con oro considerándole Rey. Tú, indomable y valeroso Gaspar, le
trajiste mirra, teniéndole por hombre. Yo, el último de vosotros,
el más ignorante, el etíope de negra tez, le ofrecí unos granos
de incienso, pues mi corazón le presentía Dios.
BALTASAR y GASPAR.- (Atónitos.) ¡Dios!
MELCHOR.- (Con
fe y persuasión ardiente.) Sí, Dios. Ahora mismo, en medio
de esta serena noche, sobre el limpio azul del cielo, he visto resplandecer
su divinidad. Ahí están las naciones postradas a sus pies y redimidas
por Él, y por Él igualados todos los hombres. Mi progenie, la oscura
raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet.
Las antiguas maldiciones las ha borrado el sacro dedo del Niño.
No le reconocéis así al pronto, porque es un Dios diferente de los
dioses que van a morir: no condena, ni odia, ni extermina; ama,
reconcilia, perdona y sólo con acercarme a Él noto en mi corazón
una frescura inexplicable y en mi espíritu una paz que glorifica.
Así que llegue a mi reino abriré las prisiones, licenciaré los ejércitos,
condenaré los tributos, daré libertad a mis concubinas y me pondré
desarmado en medio de la plaza pública a confesar mis yerros y a
que mis enemigos, si lo desean, tomen venganza de mí.
BALTASAR.- Me
dejas confuso, Melchor. Tu creencia se asemeja a la locura.
GASPAR.- No te
entiendo bien, Melchor. Tu creencia me parece afeminada, impropia
de un rey.
MELCHOR.- No sé
defenderla con razones. Hago lo que siento.
BALTASAR.- Mi
dádiva era preciosa.
GASPAR.- La mía
era digna y noble.
MELCHOR.- La mía
expresa mi pequeñez, y sólo significa adoración.
BALTASAR.- Reuniendo
las tres en una, quizá obtendríamos algo que hiciese sonreír al
prodigioso Niño.
GASPAR.- No puede
ser. ¿Dónde habrá un don que convenga al Rey, al Hombre y al Dios
juntamente?
(La luna brilla con claridad
más suave, más misteriosamente dulce y soñadora. El desierto parece
un lago de plata. Sobre el horizonte se destaca una figura de
mujer bizarramente engalanada y ricamente vestida, hermosa, llorosa,
con larga cabellera rubia que baja hasta la orla del traje. Lleva
en las manos un vaso mirrino lleno de ungüento de nardo, cuya
fragancia se esparce e impregna la ropa de los Magos, y sube hasta
su cerebro en delicados y penetrantes efluvios. Y los tres Reyes,
apeándose y prosternados sobre el polvo del desierto, envidian,
con envidia santa, el don de la pecadora Magdalena.)
«La Época», 6 de enero de 1895
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