Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
Sueños regios
Es de noche. Temperatura,
veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor ruido. La nevada,
cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la atmósfera, contribuye
a sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa sobre los jardines
blancos con blancura fantástica. La nieve ha perfilado primorosamente
la traza de las calles de árboles, de los macizos, de los boquetes,
de los estanques cuajados por el hielo, y cuya superficie lisa rayaron
los patines en la última sesión de patinaje que tanto divirtió a
la Corte, porque el príncipe de Circasia se dio unas costaladas
regulares.
Las estatuas parecen
temblar y lucen aderezos de carámbanos. Las coníferas son témpanos
bordados y esculpidos. En el alcázar, las cornisas, las balconadas,
las torrecillas, la monumental ornamentación de la fachada, el reloj
sostenido por Genios que representan los destinos de la casa imperial,
venciendo al Tiempo, van desapareciendo bajo la suave acolchadura
blanca.
Los centinelas, en su
garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza primero
y se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes militares,
hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde
arde la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de
tiempo en tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural.
El decorativo reloj
da las doce, pausadamente, como si la hora contada por él fuese
más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de dentro
desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien moduladas
de palaciegos.
El emperador se estremece
y se incorpora en el gran lecho incrustado de marfil, bajo las pieles
rarísimas que lo mullen. Se le figura que una mano acaba de posarse
en su hombro. Y en efecto: a la luz de la lámpara de alabastro velada
de encaje, ve una figura venerable, un viejo aureolado por larguísima
barba y melenas, donde la nieve se diría que enredó sus vellones.
La vestidura del viejo deslumbra; túnica de brocado de oro, manto
de terciopelo violeta orlado de armiño. Una especie de mitra, en
que las perlas se apiñan sobre la filigrana, rodea sus sienes y
comprime y hace bufar su gran cabellera nevada, que se extiende
caudalosa por los hombros. En la mano lleva cincelado cofrecillo
abierto, lleno de polvo aurífero impalpable:
-¿Qué me quieres y quién
eres? -pregunta el emperador al anciano.
-Como de casa. Baltasar,
Rey de los países de Oriente -contesta el patriarca en voz temblona.
-¡Bienvenido, primo
y señor! ¿Por qué viaja vuestra majestad en tan cruda noche? Conviene
a las testas coronadas no ponerse nunca en el caso de sufrir las
molestias que padecen los demás mortales. Dígnese vuestra majestad
descansar bajo mi hospitalario techo.
-No acepto sino breves
instantes, aunque vengo rendido de atravesar los dominios de vuestra
majestad, a los cuales no se les ve el fin; deben de cubrir buena
parte de la superficie del planeta.
-¡Ah! -articula el emperador,
satisfecho-. ¿Los ha recorrido vuestra majestad? ¿Se ha enterado
de su extensión y riquezas? Todos los climas, todas las producciones,
todas las razas reconocen mi soberanía. Cuando paso revista a mi
ejército, en él veo soldados blancos y rubios, de ojos azules; soldados
de morena tez; soldados de cutis amarillo y nariz achatada; ropajes
orientales y envolturas que preservan el rigor de las estaciones
en los países hiperbóreos. Mi Imperio produce el trigo y el zafiro,
los minerales, las pieles y las maderas odoríferas; es un gigante
cuya cabeza, como la de vuestra majestad, se baña en las nieves
árticas, y cuyas manos se tienden hacia el Mediodía para abarcarlo.
Y en este Imperio yo soy Dios. A mi voz las frentes se inclinan,
las muchedumbres se prosternan, la plegaria por mí hace retemblar
los iconostasios. Mientras el soplo del huracán juega con los monarcas
occidentales, nuestros necios primos, yo, como un numen, me oculto
en santuario inaccesible.
-Conozco el poderío
de vuestra majestad. Por eso sospecho si la tarea que me ha sido
encomendada resultará estéril; pero, obedeciendo, la cumplo.
-¿Qué tarea es ésa,
primo y señor?
-La que me ordenó realizar
el Niño. Vuelvo de Palestina; regreso a mi patria, después del interminable
viaje anual... ¡Es una maravilla lo lindo que está el Niño y lo
dulce y honesta que es la Madre! Nada perdió su inmortal hermosura
en los mil novecientos dos años transcurridos desde que por vez
primera les adoré. Como siempre, les he llevado mi ofrenda: polvo
de oro del Ofir. Y el Niño, después de extender sus manitas, que
besé, y bendecir el oro, me ha dicho que lo espolvoree por el suelo
allí donde vea que el hombre atenta a la libertad del hombre.
-¿Conque esas mañas
saca el Niño? -tartamudeó el emperador-. ¡Por cierto que le educan
bien mal su Madre y el Carpintero, gente baja al fin, aunque descienda
de la casta de nuestros augustos primos los reyes de Judá! Vuestra
majestad, con la experiencia que le dan los años, habrá comprendido
que no debe cumplírsele al Niño ese antojo.
-No es posible desobedecerle,
primo y señor -declaró gravemente el Mago-. He espolvoreado la enorme
porción de tierra donde reina vuestra majestad, aunque confieso
que dudo de ver germinar cosa alguna sobre la dura capa de hielo
que la reviste. Sin esperanzas voy derramando polvillo de oro; y
la verdad: hace un instante, en los jardines de este palacio, al
caer el dorado polvillo, creí que el suelo se estremecía y se agrietaba
la capa de nieve. Tembló la tierra; me pareció que un ruido cavernoso
resonaba allá dentro. ¿Está segura vuestra majestad de que no se
halla minado su palacio?
-Vuestra majestad es
quien lo mina, y será preciso impedirlo -contesta enérgicamente
el emperador, hiriendo un timbre.
Aparece la guardia.
El viejo toma una pulgarada de polvillo, lo arroja a los soldados
y pasa por entre ellos libre y majestuoso.
Otro efecto de nieve
sobre los jardines y palacio real, pero nieve ya cuajada y que empieza
a derretirse formando un barro sucio y negruzco. En el alcázar se
ven todavía luces: ha habido en el comedor de diario espléndida
cena de familia, alegres y cariñosos brindis, y el emperador, rendido
de recibir toda la tarde felicitaciones, después de bendecir a sus
hijos, que uno por uno le han besado la mano respetuosamente, y
de abrazar con afecto a la fecunda emperatriz, se tiende en su estrecha
y dura cama de campaña, única donde concilia el sueño, a causa de
la costumbre.
Apenas empieza a aletargarse,
le llaman con un ¡«Pssit»! muy bajo, y a la claridad de la lamparilla
divisa a un hombre en la fuerza de la edad, envuelta en ropón de
púrpura, bajo el cual se parece una armadura de admirable trabajo.
Rodea sus sienes una corona de picos: en su diestra alza rico pomo
de mirra de fuerte aroma, acre y embriagador.
-¿Qué desea vuestra
majestad, señor Rey Gaspar? -pregunta el emperador, que, conociendo
al viajero, salta de la cama y saluda militarmente.
-Felicitar las Pascuas
a vuestra majestad y confiarle un secreto. Es el caso que el Niño,
¿no sabe vuestra majestad?, ¡el Niño a quien todos los años voy
a visitar en su establo, para beber en sus ojos de violeta la sabiduría!,
después de jugar con esta mirra que le ofrecí y de arrojar sobre
ella su aliento celestial, me manda que gota a gota la esparza por
el suelo del país donde el hombre tenga sed de la sangre del hombre.
Y al caer gotitas de esta mirra, primo y señor, observo que la tierra,
encharcada y pegajosa, se esponja, se entreabre, y nacen, surgen
y crecen olivos, rosas, mirtos, centeno, lúpulo, viñas cargadas
de racimos. ¡Ah! Es un gran portento la tal mirra. Y a mí, señor
y primo, la armadura me asfixia, el corazón no me cabe en ella.
Permítame vuestra majestad que salpique de mirra su cabeza augusta.
-¡Qué diantre! ¡Cosas
de chiquillos! -gruñe el emperador-. Cuando el Niño crezca y se
aparte de las faldas y del regazo materno, diferentes serán sus
caprichos. No hay nada más santo que la guerra. Dios mismo guía
a los ejércitos e infunde a los caudillos arrojo y tino para asegurar
la victoria. Sobre el campo de batalla se cierne el Arcángel con
sus alas salpicadas de rubíes y su gladio flamígero. El soplo divino
hincha mi pecho apenas lo cubre la coraza rutilante. Esto no se
les alcanza a los niños ni a las mujeres; convenido. Nosotros, pastores
de pueblos, jefes de razas, sonreímos ante ciertos arranques de
debilidad graciosa.
-Debo hacer lo que me
mandan -insiste Gaspar.
Y, tomando unas gotas
de mirra, las dispara a la frente del emperador. Éste exhala un
suspiro; se deja caer en el lecho de campana, y ve en sueños una
pirámide de huesos humanos, blanca y pulida, altísima. Sobre la
cúspide, un cuervo grazna plañideramente, hambriento, erizado el
plumaje; y al pie, en las ramas de un olivo nuevo, dos palomas se
besan, juntando los picos.
En el patio del alcázar,
sobre el gran pilón del pórfido sostenido por leones, recae el agua,
melodiosa, con dulce porfía. La luna ilumina las arcadas afiligranadas,
juega en las charoladas hojas de los naranjos, descubre el reflejo
pálido de sus pomas de oro. Dos esclavos velan el sueño del emir,
que reposa vestido sobre un diván cubierto con una manta de fina
pluma de avestruz -porque la noche está algo fría y la helada ha
endurecido los caminos del desierto- y apoyando el pie en la garganta
de una mujer desnuda, que hace de cojín y presta calor más grato,
que el de la manta.
Elegante figura se desliza
por entre los esclavos, invisible. Es un negro joven, esbelto, de
robusta y acerada musculatura, de piernas nerviosas, encerradas
en calzas prietas y salpicadas de lentejuelas, como las que ostentan
los donceles en los cuadros de Carpaccio: una sobrevesta de tisú
de plata acusa sus formas; un cinturón de pedrería sostiene sobre
su vientre enjuto soberbio puñal; encima de sus cabellos crespos
se ladea un gorro de velludo carmesí, y bajo el ala luce diademas
de brillantes. El gallardo negro se inclina hacia el emir y le baña
el rostro con una bocanada de incienso, que humea en un incensario
calado, pendiente de cadenillas de perlas. Sobresaltado, el emir
despierta, echando mano a la gumía.
No temas, soy Melchor,
que, como tú, ejerce el mando en tribus del desierto y posee palacios
misteriosos que parecen labrados por los genios del aire. Vengo
a cumplir órdenes del Niño Yesuá, hijo de Leila Mariem.
-¿Y qué te ordena ese
Profeta infiel? -exclama el emir con desprecio.
-Columpiar este incensario
en todos los países donde el hombre trate a la mujer como esclava
y no como compañera.
Ríese el emir mostrando
sus blancos dientes de chacal entre la negra y sedosa barba.
-Pues vuélvete a tierra
de rumíes, Melchor. También allí necesitan el perfume de tu incensario.
Pero antes reposa. Eres mi huésped; voy a ordenar que te preparen
un baño con agua de rosas dos bellas cautivas.
Y el emir se incorpora,
dando con el pie a la mujer en cuya garganta lo tenía apoyado.
«La Ilustración Artística»,
núm. 1045, 1902
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