Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
Los Magos
En su viaje, guiados
día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin
de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria,
que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos
de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar
de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en
que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las
ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón
siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron
la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción
del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero,
del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.
Siguieron, pues, la
ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble
hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de
la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el
oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones
de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de
las rocas, quemaban los ojos.
«Ahí no encontraremos
sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi
vista» -murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el
anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que
las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del
Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago
de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.
La llanura, uniforme
y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno,
planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que
ofrecía la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de
ultramar, las nubes ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor
de la estrella, haciéndola invisible. Entonces Melchor, el Rey negro,
desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos, arrodillándose
sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado de plata
franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado de
arena y lo lleva a los labios, implorando así:
-Poder celeste, no des
otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella
brille de nuevo!
Como una lámpara cuando
recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo
tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que
se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares
de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente.
Gozosa se dirigió la
comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su refrigerante
murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se
postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello
y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así
que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los pies y
el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las palmeras,
a la claridad de la estrella, que refulgía apacible en lo alto del
cielo.
Al alba dispusiéronse
a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era
despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo,
y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían
ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta
Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la verdura
del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas silvestres,
que no había conseguido marchitar el invierno.
Baltasar y Gaspar reflexionaban,
al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban
en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les
mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes.
En aquel Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable
de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes
felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de
gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa
ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos sus vecinos
desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro
y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce,
sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques
de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de
corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que
deslumbró con su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de
los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente y las rarezas
venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y
que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono
del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban
la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando
sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes
perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo
la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta
en su larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del
sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos
abiertos para recibir en ellos a Salomón... No podían dudarlo. El
Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más
grande, más fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería
a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo su
solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del
Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel
Niño prodigioso...
Mientras rumiaban tales
ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos,
sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa
advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa
y sombría, alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado
y extraviado, de fijo. Turbados y tristes, probaron a orientarse;
pero la costumbre de seguir a la estrella y el desconocimiento completo
de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos para que
lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en
el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación
humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana
azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco.
Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico
sonrió alegremente y se ofreció a conducirlos:
-Yo le adoré la noche
en que nació -dijo transportado.
-Pues llévanos a su
palacio y te recompensaremos.
-¡A su palacio! El Niño
está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace
mal tiempo.
-Qué, ¿no tiene palacio?
¿No tiene guardias?
-Una mula y un buey
le calientan con su aliento... -respondió el pastor-. Su Madre y
su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos...
Gaspar y Baltasar trocaron
una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El pastor
debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido
así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo
a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso
firme; la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya
a gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus
compañeros:
-¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos!
El Mago de negra piel
se detuvo y clamó a su vez:
-Estoy aquí, estoy aquí...
Al juntarse por último
la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que
daba del Niño Rey.
-Este pobre zagal nos
engaña o se engaña -exclamó Gaspar enojado-. Dice que nos guiará
a un establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero
de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme
que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el terreno, y
si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos
y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella
ya no brilla y nuestro corazón desmaya.
Melchor guardó silencio.
Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario,
su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban
al establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta
en la caliza, un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven
y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla
de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora.
Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada
de luz, y que una música inefable apenas perceptible, idealmente
delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que
es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña,
se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro que
llenan la caverna y cercan al Niño.
-¿No oyes, Melchor?
Te preguntamos si debemos continuar el viaje... o volvernos a nuestra
patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.
-Y vosotros, ¿no oís
la música? -repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan
gotas de dulce llanto.
-Nada oímos, nada vemos...
-responden los dos Magos, afligidos.
-Orad, y veréis... Orad, y oiréis...
Orad, y Dios se revelará a vosotros.
Magos y séquito echan
pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta
la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco,
como una mirada de moribundo que se reanima al aproximarse al lecho
un ser querido, va encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente
el sendero, que se alarga y penetra en la montaña, en dirección
de Belén.
La niebla se disipa;
el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la
estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en
mayo, el gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila
y el cántico de los pastores, recostados bajo los terebintos y los
cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria, emprenden
el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados
a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante
y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean
las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren
el suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos.
Pero el destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su
presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada.
-Van ciegos -exclama
Melchor.
Y los Magos aprietan
el paso, mientras se aleja la cohorte.
«La Ilustración Artística»,
núm. 837, 1898.
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