Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
El ciego
La tarde del 24 de diciembre
le sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta.
Era la hora en que, en invierno, de repente se apaga la claridad
del día, como si fuese de lámpara y alguien diese vuelta a la llave
sin transición; las tinieblas descendieron borrando los términos
del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel momento tétrico
y desolado.
Hallábase en la hoz
de uno de esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos
escarpes; a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa,
casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba
más que una cinta negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín,
un reflejo roto del poniente; arriba, densas masas erguidas, formas
extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun pudiera decirse que
amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo, le impresionó
el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al
pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con
la voz y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.
Arreció el viento y
le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno,
lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron
la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra!
¡Justamente empezaba a llover a la mitad del camino! Al punto mismo,
el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: entre la maleza
había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que llevaba
en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:
-¡Una limosnita! ¡Por
amor de Dios, que va a nacer...; una limosnita señor!
Mauricio, tranquilizándose,
miró enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad
de pedir limosna.
Era un hombrachón alto,
descalzo de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas y
se apoyaba en recio garrote. La oscuridad no permitía distinguir
cómo tenía el rostro; la ancianidad se adivinaba en lo cascado de
la voz y en el vago reflejo plateado de las greñas blancas.
-Apártese -murmuró impaciente
el señorito-. ¿No ve que el caballo se asusta? Si me descuido, al
río de cabeza... ¡Vaya unas horas de pedir y un sitio a propósito
para saltar delante de la montura! ¡Brutos!
El pordiosero se había
quedado como hecho de piedra.
-¿Dónde está el río?
-gritó con hondo terror-. ¿No es aquí el camino de la iglesia de
Cimáis? Señor: no me desampare... ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora
le conserve la vista! ¡Pobre del que no ve!
Mauricio comprendió.
El viejo sin ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba,
y para no despeñarse necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba
un guía... ¿Y quién iba a ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde Orense
regresaba a su casa en tarde de Navidad, a cenar, a pasar alegremente
la velada, jugando al julepe o al «golfo» con sus hermanos y primos,
fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento andar
de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de Cimáis, distante
buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la sala
del pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía
menos de sacrificar algunos minutos a colocar al ciego en la dirección
de Cimáis y dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese
a entender. Sólo que era internarse en la «carballeda», exponerse
a tropezar en los cepos y en los pedruscos, y, sobre todo, era condescender
a los ruegos del mendigo, que no soltaría a dos por tres a su lazarillo
improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo segundo...
¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale escurrirse»,
decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano temblona
que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó
al caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.
Sí; como un criminal.
Así definió su conducta él mismo, luego, en el punto de refrenar
a Maceo, su negro andaluz cruzado, y darse cuenta de que
había caído enteramente la noche.
Velada por sombríos
nubarrones, la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de
un cadáver amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba
suspendida sobre el río que, a pavorosa profundidad, dormitaba mudo
y siniestro. El viento combatía, haciéndolos crujir, los troncos
robustos de los árboles; un relámpago alumbró la superficie del
agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y Mauricio se estremeció.
Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la tormenta.
¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda,
creía escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un
palo, como hacen los ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada
que Maceo había pegado ya quedaría el mendigo atrás un cuarto
de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría que le seguía «alguien»;
alguien que respiraba trabajosamente, que tropezaba, que gemía,
que imploraba compasión. Invencible desasosiego le impulsó a apurar
nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que la
carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una
desgracia. ¿Se habrá caído?... Lo que a Mauricio le acongojaba era
la idea de haber abandonado a un ciego en tal noche. «Pero ¿cómo
fue capaz...? ¡Si parece mentira! Me lo contarían después y no lo
creería... Hoy no debía dejar solo a un infeliz», cavilaba, hincando
la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo más sucio, lo más
vil de mi acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas flota
en el Sil su cuerpo..., el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que
el dinero lo arregla todo... ¡Miserable yo! Estoy por volverme.
¿No viene nadie detrás?...»
Maceo volaba;
un sudor de angustia humedecía las sienes del jinete. El zumbido
de sus oídos y el remolino del viento, profundo como una tromba,
no le impedían oír, cada vez más próximas, las pisadas del que le
seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma respiración entrecortada,
el mismo doliente gemido; y el caso es que no se atrevía a volverse,
porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego mendigo,
alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado
en la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas
greñas...
«¿Estaré loco? -pensó-.
¡Ea!, ánimo... Debo volverme...» Y no se volvía; su garganta apretada,
su corazón palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso,
sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró
el tendido galope, sacando chispas de los guijarros del camino.
La tempestad estaba ya encima: el relámpago brilló; un trueno formidable
rimbombó sobre la misma cabeza del señorito, aturdiéndole. Alborotóse
Maceo; giró bruscamente sobre sus patas traseras y se arrojó
hacia el talud que dominaba el Sil. Vio Mauricio el tremendo peligro
cuando otro relámpago le mostró el abismo y la superficie del agua;
cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia..., y el caballo,
en su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero,
tronchando en su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe,
cuyo ruido fragoroso, al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados
pasos del ciego que tropezaba y gemía.
Para cualquier comentario, consulta o sugerencia, pueden dirigirse
a la Redacción de la revista enviando un e-mail a nuestra
dirección electrónica:
Revista
literaria Katharsis.com
|