Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
La Nochebuena del carpintero
José volvió a su casa
al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba
a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos
y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la
plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma
del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía
traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.
Al emprender la subida
de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado,
que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba
de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa
de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía
gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas
y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero
de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde
allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro
y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca
el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado
así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su
propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!
Altas las rodillas,
afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños,
tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y
removió el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos.
¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor! En verano,
cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y los pudientes se
marchan a bañarse y a tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque
nadie quiere meterse en obras con frío y porque todo el dinero es
poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero
no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela?
El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: «¿Qué quieres
hijo? Yo no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios
sale un encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he «soltao»
a otros tres... Pero no voy a soltar a mis sobrinos, los hijos de
mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos solos... Búscate
tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho...» ¡A ingeniarse!
¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra
quien le pida esa clase de obra?
Un mes llevaba José
sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer
Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración
y vagas promesas; de allá, con secas y duras palabras, hasta con
marcada ironía... «¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...», respondían
los maestros, coléricos, malhumorados o abatidos. De todas partes
brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera se lloraban
los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios, catástrofes,
miedo, encogimiento de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta,
mendigando trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche,
de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la interrogación
siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre idéntico,
que significaba claramente: «No, todavía no.»
La mala racha los cogía
sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica
mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso;
después de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana,
que tomaron el camino de la casa de empeños a escape; después de
haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda y
oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse
otra vez, y al primer descuido se los pondría de patitas en la calle
con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre
enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre
en una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene
la obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores,
y se ve precisado de volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas,
las alas caídas... Cada vez que José llamaba y se metía buhardilla
adentro, el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada
cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor; porque el
invierno es un terrible aliado del hambre, y con el estómago desmantelado
muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que entra por
las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos...
Cavilaba José. No, no
era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le aguardaban
dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos
propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase
sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos
estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis
del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados
por la costumbre, por la tradición. Honrado era José, y a ningún
propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba;
las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad;
pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba
y confundía a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto
natural de la hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría
jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que roban en casos análogos
al suyo, ¿son tan culpables como parece? A él no le daba la gana
de abochornarse, de arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas
de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la afrenta;
bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero
puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos
y cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener
a la mujer y a los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién
sabe si eran mejores maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos
más que necesidad y lágrimas...
Gimió, se clavó los
dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia
la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho
abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y dependientes
llevando paquetes, cartitas, bandejas; los últimos preparativos
de la cena: el turrón que viene de la turronería; el bizcochón que
remite el confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo
de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas granadas.
Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que
no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una
turba de chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos
de la señora, su único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como
bandada de pájaros en un panteón; la casa, hasta entonces muda,
se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un momento después,
la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso y
gritaba en cascada voz:
-¡Eh, señor José! ¿Está
por ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un recado...
En los momentos de desesperación,
cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo. El
que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse,
oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una
murga, el ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se
levantó y, ronco de emoción, contestó bajando a saltos:
-¡Allá voy, allá voy,
señora Baltasara!...
-Entre... -murmuró la
vieja-. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque
han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le
cae la baba pura...
-Voy por la herramienta
-contestó el carpintero, pálido de alegría.
-No hace falta... Martillo
y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como yo lo
guardo todo, bien apañaditos los guardé...
José entró en el piso
invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas
las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de
descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su
labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta, la
hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su ser, qué
bríos y qué fuerzas morales le entraban al empuñar, después de tanto
tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla
iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén
debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo,
sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés
la obra del carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban
parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste.
La señora, entre tanto, colgaba en la pared algunas agrupaciones
de bronce y vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban
y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba
de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también
aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar abrigado
y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra
rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento
que momentos antes le ponía al borde de la desesperación total...
Cuando el tablado estuvo
enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última vuelta
del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática,
le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde
le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente
en los muebles y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina,
y, sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que
campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino
cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito,
aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez
de hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según
suele, estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela
y enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo,
la suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen
le hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño
infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó
dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias,
miró primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia
muda de sus ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó
como un libro en el alma de aquel desventurado, deshecho física
y moralmente por un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña
Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe
en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa, visitando
zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante,
pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie
del laborioso patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al
carpintero:
-Ahora subirán de aquí
cena a su casa de usted, para que celebren la Navidad.
«La Ilustración Artística»,
núm. 834, 1897.
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