Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
Dos cenas
-Hoy es un día muy señalado y una
noche en que no se debe cenar solo -dijo Rosálbez, el banquero,
a su amigo el joven conde Planelles, a quien encontró «casualmente»
en su misma calle, casi frente al suntuoso palacio. Usted es soltero,
no tendrá quizá comprometida la cena... Si quiere hacernos el obsequio
de aceptar..., a las ocho en punto... Yo apenas cenaré: me siento
malucho del estómago; usted despachará mi parte...
-Mil gracias, y aceptado -respondió
cordialmente el conde-. Pensaba cenar con unos cuantos en el Nuevo
Club. Les aviso, y en paz... Aunque casi no era necesario avisarlos:
al no verme allí...
-¡Perfectamente! Hasta luego -murmuró
Rosálbez, saltando a su berlinita, que le aguardaba para llevarle,
como todos los días, a una plazuela, y de allí, a pie, a cierta
casa, hasta la cual no le convenía que llegase el coche.
Era el secreto de Polichinela, como
dicen nuestros vecinos los franceses; nadie ignoraba en Madrid que
Rosálbez protegía a aquella rasgada moza, Lucía la Cordobesa,
de tanta gracia y garabato, y que el entretenimiento le salía carísimo:
el que lo tiene lo gasta.
Ha de saberse que Rosálbez, el opulento,
había llegado a los cincuenta y seis años, y empezaba a cambiar
sensiblemente de genio y de gusto. En otro tiempo no necesitaba
la nota afectuosa en sus relaciones con mujeres: sólo exigía que
le divirtiesen un instante. Ahora, sin duda, el desgaste físico
de la edad reblandecía sus entrañas, y lo que buscaba era agrado
tranquilo, el halago suave de un mimo filial. Su hija verdadera,
Fanny, le demostraba un respeto helado, una obediencia pasiva y
mecánica, y Rosálbez aspiraba a encontrar en la Cordobesa
espontaneidad, calor amoroso, algo distinto, algo que removiese
ceniza y alzase suaves llamas. Con esta esperanza y este deseo,
llamaba a su puerta el día de Navidad.
Lucía estaba en su tocador. Vestía
una bata de franela rosa. La doncella, que le recogía con ancho
peine la magnífica mata de pelo ondulado, de un negro azabache,
al ver entrar al protector retiróse discretamente.
La Cordobesa sonrió; Rosálbez
le tomó una mano y, acariciando con reiterados pases la piel de
raso moreno y los torneados dedos, la interpeló así:
-¿Conque cenamos juntos esta noche,
nena? ¿Conque tú misma irás a la cocina y dirigirás la sopa de almendra
y la compotita con rajas, al uso de tu país?
Lucía entornó un instante los párpados
pesados y sedosos, y su boca pálida, en la cual refulgían los dientes
como trozos de cuajado vidrio frío y blanco, hizo un gesto de mal
humor.
-¡Ay hijo! Pero ¡qué caprichos gastas,
vaya por San «Rafaé»! ¿Te lo he de decir cantando o «resando»? Ya
sabes que está en Madrid mi prima la de Ecija, y quiere que la acompañe
a la misa «el» Gallo, a medianoche. Si te conformas con cenar a
las ocho y largarte a las once en punto..., santo y bueno; después...,
tengo compromiso.
Rosálbez se soliviantó; se inyectó
de sangre su cráneo calvo.
-¡Compromiso! ¡Me gusta! ¿Y qué compromiso
es más que yo para ti? A las ocho se cena en mi casa; tal noche
como hoy no he de dejar a mi hija sola, y menos teniendo convidados.
-¡Hola! ¡Convidados! ¿Quién?
-Gente que no conoces. Los Ruidencinas,
Mario Lirio, el conde de Planelles...
Lucía se echó a reír. Su carcajada
era vulgar (nada como el eco de la risa delata la extracción, la
educación y la calidad del alma).
-¿De qué te ríes? -exclamó el banquero,
impaciente.
-De ti -respondió ella con cinismo-.
¡Mira tú que «empeñate» en que no conozco a ésos! Conozco yo a «to»
el mundo.
Aquella risa insolente y mofadora,
que continuaba, le hacía daño a Rosálbez. Hubiese pagado a buen
precio una luz de melancolía en los grandes ojos árabes de la
Cordobesa, un aire de mansedumbre en su morena faz.
-¿Me das de cenar o no? -insistió
secamente, sintiendo en las manos como unas cosquillas, impulso
de tratar con brutalidad a la reidora.
-A las «dose»..., ni que te lo imagines,
criatura -declaró ella con la misma desdeñosa inflexibilidad.
-Bien, hija -exclamó Rosálbez con
laconismo, levantándose y encaminándose hacia la puerta.
A medio pasillo sintió detrás de
sí las pisadas y la voz de Lucía, que le llamaba bromeando; pero
en vez de volverse apretó el paso, tiró vivamente del resbalón de
la puerta y bajó las escaleras a escape. Al verse en la plazuela,
recordó que había despedido su coche, y echó a andar a pie, para
calmar su agitación nerviosa. Claridad repentina alumbraba su mente;
comprendía lo que estaba sucediendo. Era, sin ambages, que se encontraba
enamorado de Lucía, de la Cordobesa agitanada e indómita.
Hasta entonces la había mirado como un mueble o un objeto de lujo:
indiferencia absoluta. Pero la crisis de su madurez ablandándole
el corazón, hacía germinar en él un sentimiento desconocido. Al
acercarse la noche inmortal, consagrada al amor puro, en que se
desea reclinar la frente sobre el pecho de un ser amado, Rosálbez
soñaba que ese pecho sería el de la Cordobesa, y las proporciones
de su pena ante el desengaño le daban la medida exacta de su ilusión.
«¡Después de lo que hice por ella! -pensaba el banquero-. La he
sacado de la abyección y de la miseria; me debe hasta el aire que
respira. La he tratado mejor que a «nadie»; la he rodeado de bienestar
y de lujo; le he guardado incluso consideraciones... La quiero,
la idolatro... ¡Ingrata!»
La idea de la ingratitud de Lucía
causó a Rosálbez una especie de enternecimiento: sintió lástima
de sí mismo; se tuvo por muy desventurado. A aquella hora de su
vida, ante la vejez amenazadora, con la caja bien repleta y el alma
completamente árida y oscura, Rosálbez lo que echaba de menos para
tapar el negro agujero, era «cariño». Su mujer fue una dura vascongada,
una rígida ama de llaves, una secatona administradora, que no pensaba
sino en cooperar dentro de casa, por medio de una economía estricta,
a las brillantes especulaciones del marido. Cuando murió, Rosálbez
notó su falta en que le robaron los cocineros y subió bastante el
gasto diario. Y Fanny, la única hija, algo inclinada a la devoción,
seria y callada por naturaleza, tampoco tenía para su padre halagos.
Hasta se diría que le miraba como a un amo que manda, un superior,
con quien no existe comunicación afectiva. Actualmente, la absorbían
del todo sus amoríos con el conde de Planelles no formalizados aún.
Rosálbez lo sabía; y en el súbito acceso de bondad que le había
acometido, en el deseo de ver algún rostro que le sonriese, al volver
a casa se apresuró a entrar en el saloncito de Fanny y darle la
noticia de que estaba invitado Planelles a cenar. Equivalía a decir:
«Autorizo tus relaciones; ya tienes oficialmente novio.»
Fanny, al recibir la nueva, se puso
roja como una cereza, tembló; pero sólo respondió:
-Está bien...
Rosálbez fantaseaba otra cosa: que
le saltasen al cuello, que le abrazasen estrechamente. Acababa de
traslucir una solución para su vida: unirse a su hija, crearse un
hogar en el suyo, adorar y mimar a los nietos que enviase Dios.
Ya veía una larga serie de Navidades futuras, de gozosas cenas de
familia, con árbol cargado de juguetes, con sorpresitas retozonas
y babosas del abuelo. Creía sentir sobre sus rodillas el peso del
«mayorcito» y en las barbas la sobadura de las manos tibias de «la
pequeña». ¡Ah sí; aquello era lo bueno, lo honrado, lo digno, lo
que debía hacerse! Y conmovido se acercó a Fanny y besó su frente
marmórea, bebiendo ansioso la nitidez virginal de la fresca piel.
Espléndida fue la cena, servida a
las ocho en punto. En nada se pareció a la que pretendía Rosálbez
organizar en casa de la Cordobesa: ni hubo sopa de almendra,
ni besugo con ruedas de limón, ni compotita con rajas de canela.
Esos platos clásicos, familiares, no suelen dignarse presentarlos
los cocineros de miles de pesetas de sueldo. Esos platos son mesocráticos.
En cambio, desfilaron por la mesa del banquero los peces y mariscos
más suculentos, aderezados al genuino estilo francés, y regado con
vinos añejos, raros y preciosos. El triunfo del cocinero fue un
fingido jamón en dulce hecho de pescado prensado (no se podía infringir
el precepto de la vigilia), que engañaba, no sólo a la vista, sino
al paladar. Fanny, sentada a la derecha del que ya consideraba su
prometido, en la penumbra del centro de mesa formado de lilas blancas
forzadas en estufa y tallitos de cimbalaria alternando con camelias
rojas, le hablaba quedo. Rosálbez, que los miraba a hurtadillas,
no pudo menos de exclamar:
-Pero, Planelles, ¡qué poco come
usted!
A lo cual contestó el conde:
-Es que me siento malucho del estómago...
Tan sencilla frase hizo estremecerse
al banquero. Era exactamente la misma que él había pronunciado por
la mañana, al invitar a Planelles, cuando proyectaba reservarse
para la otra cena, íntima, en casa de Lucía, a las doce. Aquella
singular coincidencia, no descifrada todavía, heríale, sin embargo,
como chispa lumínica el pensamiento. ¿Quién averiguará por qué inmateriales
hilos es conducida la leve sospecha que precede a la entera revelación
de la verdad? No fue el protector apasionado de la Cordobesa,
sino el padre de Fanny, quien calculó, fijando los ojos en los del
futuro yerno:
«A mí con ésas. Tú ayunas para guardar
apetito. ¡Ah! Yo te vigilaré. ¿Buscas en mi hija el oro o el amor?
¡Cuidado conmigo!»
La impresión adquirió fuerza cuando,
a pesar de que Fanny anunció que a medianoche justa, al dar las
doce, serviría a los convidados una copa de champaña para celebrar
el Nacimiento, el conde manifestó que se retiraba.
Un cuarto de hora después que el
conde, bajaba el banquero la escalera de mármol blanco, y saltaba
en el primer coche de punto varado en la esquina. El simón destartalado
se paró a la puerta de la Cordobesa. No acudió el sereno
a abrir: Rosálbez le daba muy generosas propinas porque le dejase
servirse de su llavín, sin oficiosidades importunas. Cruzó el tenebroso
portal, y, girando a la izquierda y encendiendo un fósforo, encontró
la cerradura de la puerta del cuarto bajo.
Sufría una agitación honda cuando
introdujo en ella el otro extremo del llavín. ¡Aún dudaba! ¿Quién
sabe? Tal vez, como buena andaluza apegada a la tradición y creyente,
la Cordobesa no había querido pasar la noche del 24 de diciembre
sin asistir a la misa del Gallo, la más alegre y tierna de todas
las misas. ¡Qué dicha esperarla en el cuartito forrado de felpa
azul, y, cuando regresase a la una, depositar en su regazo el estuche
con las calabazas de perlas, el último capricho! Giró la llave sordamente;
el banquero sintió bajo sus pies la alfombra de la antesala. Dio
luz al tulipán, y al mismo tiempo oyó que salía del comedor algazara
y risa. De puntillas se coló en el ropero, que estaba a la derecha
del pasillo: quería saber a qué atenerse; iba a ver, a saber, a
cerciorarse de la infamia. Del ropero se pasaba a un gabinete, y
ya en éste, al través de una puerta vidriera, era fácil distinguir
cuanto en el comedor sucedía. Rosálbez se agachó, entreabrió las
cortinas... Enfrente tenía a la Cordobesa con mantón de Manila
y flores en el moño; a su lado, Planelles alzaba la copa.
El banquero retrocedió; reclinóse
en un sofá y creyó que una mano le apretaba la nuez hasta asfixiarle.
Era el desastre completo; era no solamente la burla para él, sino
el desprecio de su pobre Fanny, de su hija. Las risas, las coplas
venidas del comedor, le azotaban como látigos. Se levantó; a tientas
buscó la salida y se encontró de nuevo en la antesala. Dejó la puerta
abierta; en la calle tiró la llave al primer agujero de alcantarilla,
y subiendo a otro coche dio las señas de su palacio. Todavía estaban
iluminados los salones; Fanny, en la antesala, despedía a los convidados.
Cuando desaparecieron, Rosálbez se acercó a su hija y, cogiéndola
de la mano, tartamudeó:
-¡Valor! ¡No te sobresaltes!... Acabo
de adquirir la prueba de que el conde de Planelles no te merece;
de que es un miserable, que te engaña con la última de las mujerzuelas.
Te lo juro; tu padre te lo jura; acaba de cerciorarse de ello, positivamente...
Jamás consentiré que vuelva a poner los pies aquí.
Y Fanny sin replicar, blanca como
su traje, balbució:
-Entraré en las Reparadoras.
Rosálbez vio, mirando al porvenir,
una larga serie de Navidades frías y solitarias, inmenso agujero
tétrico en su existencia...
«La Ilustración Artística»,
núm. 1043, 1901.
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