Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
Página suelta
El destacamento había marchado toda
la mañana, y, después de un breve alto, fue preciso seguir la caminata
emprendida para acampar, ya anochecido, como Dios dispusiese, en
la linde del bosque. La lluvia (rara en aquel clima durante el mes
de diciembre) no había cesado de caer en hilos oblicuos, apretados
y gruesos. Sorprendidos por el capricho de las nubes, desprovistos
de mantas y capotes, soldados y oficiales se resignaron, o, mejor
dicho, se chancearon con el agua; y era preciso todo el azogue de
la juventud, todo el ánimo del soldado, todo el estoicismo del carácter
peninsular, para no darse al mismo demonio al sentirse empapados
como esponjas. Hacía calor, y el chorreo del agua no parecía sino
que aumentaba la densidad de la temperatura pegajosa, sofocante,
y con la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo y mojarse a un tiempo,
caramba! Y no había otro remedio que seguir andando, a socorrer
al pueblecillo cercado por los insurrectos, donde hacían desesperada
y heroica defensa los moradores, capitaneados por el párroco, un
fraile dominico muy terne... La idea de salvar a españoles y españolas
de la muerte y de los ultrajes alentaba al destacamento y le ponía
alas en los pies, aunque el barro, que subía hasta las rodillas,
se los calzase de plomo.
Por necesidad, porque no se veía,
y también porque las fuerzas humanas tienen un límite, se detuvieron
a la entrada de la selva. Casi en el mismo instante cesó el aguacero,
cual si algún tifón lo hubiese barrido, y apareció un trozo de cielo
limpio de nubes. A buen presagio lo tuvieron los españoles, que
se dispusieron a acampar al pie de un copudo y añoso tamarindo,
cuyos frutos, de ácida pulpa, sabían que son seguro remedio contra
el cansancio y la fiebre. La luna, que filtraba ondas de luz gris
perla al través del espeso ramaje enredado de lianas y tupido por
los helechos colosales, fue acogida como una amiga; a su claridad
añadieron la llama de una hoguera que no quería arder, y soldados
y oficiales medio se secaron, abanicándose con hojas de cocotero,
porque aquel calor húmedo asfixiaba.
Colocados ya los centinelas, los
soldados buscaron en el sueño, o más bien en un inquieto y pesado
letargo, el descanso indispensable después de tan fatigosa jornada;
pero el capitán, alto, moreno, enjuto, apoyado en el tronco del
tamarindo, y el teniente, muy joven, aniñado, de dulce cara femenil,
se quedaron un instante en pie, abiertos los ojos, como si interrogasen
a la noche.
-Pepe -dijo de pronto el capitán-,
¿sabes que me da el corazón que cuando lleguemos se habrán rendido?
Por mi gusto..., ¡ahora mismo los hago levantar a todos y monto
a caballo, y seguimos, hombre, seguimos para adelante!
-La tropa está que no puede con su
alma -objetó el teniente, que se caía de sueño-. Dicen que tienen
los pies como carbones ardiendo y los huesos calados...
-¡Bah!, en cuanto dormiten un cuarto
de hora, los azuzo y se enderezan frescos como lechugas... ¡Si conoceré
yo a mi gente! Son de hierro..., forjados en Eibar.
-Pero ¿de dónde sacas tú que allá
se han rendido? Hay armas, municiones y, por sabido se calla, corazón;
la iglesia y su torre son fuertes; hay una buena empalizada de bambú
y otra de tapial; con menos que eso se resiste a un ejército; y
los que quieren entrar en Arringuay son cuatro gatos.
-Tienes razón -declaró el capitán-
menos en lo de los cuatro gatos, porque son centenares y no sé si
millares de gatos los que están allí; pero ¿sabes lo que más me
desespera de esta parada? ¿Tú no te acuerdas de la noche que es
hoy? Como van ocho días que no sosegamos, como aquí hace verano
cuando allá invierno..., qué, ¿no sabes que es...?
-¡Nochebuena! -exclamó con acento
penetrado el teniente, cuyos ojos garzos se velaron de nostalgia-.
¡Nochebuena! ¡Y yo que no me acordaba, chico! ¡Nochebuena! ¡Ay,
quién comiese hoy la sopita de almendra y la compota rajada de canela,
en casa de tía Dolores! ¡Con las primillas, al lado de Fanny! ¡Está
uno tan harto de ver caras amarillas y juanetudas! ¡Ole las mujeres
de nuestra España!
-España es también aquí -respondió
seriamente el capitán-. ¡Lo que es el mundo! Tú te acuerdas de las
muchachas..., y yo, de mi nene, que ha nacido hace tres meses...
No lo conozco aún...
-¡Nochebuena! -repitió el teniente
de la cara afeminada-. Mira tú: ello será tontería o chifladura...;
pero me acaba de dar por el alma no sé qué cosa rara, chico, y me
pasa como a ti...: que me gustaría hacer algo gordo esta noche.
-¡Para escribirlo allá!
-¡No, que sería para contárselo al
emperador de la China!
Las manos de los amigos se buscaron
y se estrecharon enérgicamente; la hoguera, casi extinguida por
la humedad del suelo, lanzó un reflejo rojo sobre el semblante de
los dos oficiales; y el teniente, despabilado, electrizado, dijo
en voz opaca y ardiente como un ruego:
-¡A despertarlos, chico, a despertarlos!
Tres o cuatro leguas que faltan, se andan pronto... El guía me ha
dicho a mí que sabe un atajo...
Quince minutos después, ni uno más
ni uno menos, el destacamento caminaba otra vez, mejor dicho, se
arrastraba penosamente, cortando con hachas las espesas lianas y
los bejucales, hundiéndose en charcos donde la amarillenta sanguijuela
les adhería a las piernas su ventosa y oyendo deslizarse en la maleza
la iguana y la venenosa serpiente palay. Cubierta otra vez la luna
por nubarrones, la oscuridad era casi total, y la tropa avanzaba
a tientas, riendo y renegando, pero sin quejarse, sin echar de menos
el interrumpido reposo. El que tropezaba en un tronco de árbol y
daba de bruces, juraba y se incorporaba, sin pensar siquiera en
enterarse del daño recibido. ¡Sí, para mimitos estaba el tiempo!
¡Cuando tal vez ardía Arringuay y destripaban a sus moradores los
condenados rebeldes! ¡A menear las patas! Y una calentura de voluntad,
de deseo, de abnegación, impulsaba los cuerpos exhaustos, despejaba
las cabezas cargadas de modorra y prestaba fuerzas a los más endebles,
y a los que menos podían consigo... Iban como se va en una pesadilla.
Medianoche era por filo cuando avistaron
al enemigo. Para decir verdad, lo que avistaron fue un caserío envuelto
en llamas, un grupo de chozas de donde salían clamores. El capitán
había adivinado: Arringuay se encontraba ya en poder de los asaltantes.
Parapetados en la iglesia, resistían aún algunos hombres, mandados
por el párroco fraile; hacia la plaza sonaban disparos; el pueblo,
inerme ya, encontrábase entregado al saqueo y a la matanza. Los
españoles se precipitaron en él, y se luchó confusamente entre las
sombras o a la luz del incendio, pisando muertos lívidos, acribillados
de heridas; vivos, palpitantes aún, agarrándose con los bandidos
y cruzando con sus raras armas de salvajes, sus campaniles y sus
krises ondeados como sierpes, las leales espadas y las limpias bayonetas.
La pelea, sin embargo, duró poco; la horda, con exclamaciones nasales,
con atiplados chillidos, que delataban a la vez el despecho, la
ferocidad y la cautela, se comunicó la orden de retirada, y dejando
en la plaza y en las calles otra nueva hornada de cadáveres -porque
la tropa, cansada y todo, pegada duro-, huyeron a la desbandada
los rebeldes, y los defensores de Arringuay, llorando de gozo, bajaron
de la torre, en cuyos escombros pensaron envolverse. El fraile,
empuñando todavía su rémington, corrió al encuentro del capitán,
y aquellos dos hombres que no se conocían, que no se habían visto
nunca, pero que eran, en el momento de encontrarse, una misma idea
habitando dos cuerpos diferentes, se abrazaron con esa efusión larga,
ardorosa, con que sólo se abrazan los que se quieren mucho...
La tropa, reanimada ya, ni pensaba
en comer ni en dormir. Iban de casa en casa ayudando a apagar el
incendio. Y el fraile y el capitán, comprendiendo que no era hora
de entregarse a desahogo se pusieron de acuerdo en breves palabras,
empezaron a dar órdenes y a ejecutarlas en persona. Los moradores,
como el rebaño después de la acometida del lobo, juntáronse en la
plaza: la madre buscaba al hijo, el hermano al hermano, se llamaban,
se contaban; algunos sacaban a cuestas a los heridos. Un sargento
trajo en brazos a un niño de pecho; acababa de encontrarle en una
casuca que empezaba a arder, y donde sólo había una mujer muerta,
nadando en un charco de sangre. Era la criatura un muñeco amarillo,
que se descuajaba llorando; pero al capitán la vista del muñeco
le avivó deseos y afanes, con más viveza en aquella noche, en que
especialmente son sagrados los pequeñuelos; inclinóse y besó tiernamente
al huérfano, y el teniente, con bonita sonrisa juvenil, le alzó
entre sus manos y le enseñó a la multitud, diciendo humorísticamente:
-¡Miren qué Niño Dios nos cae hoy!
-Es bien feo el condenado, mi teniente
-declaró el sargento.
-¡No tenemos otro!...
Y el niño de raza malaya, fue festejado,
y compadecido, y chillado, hasta que le tomó de su cuenta una chica
que le acercó a su seno oblongo y a la cual el capitán deslizó en
la mano todo el dinero que llevaba.
«El Liberal», 20
de diciembre de 1896.
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