Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
El Belén
De vuelta a su casa, ya anochecido,
don Julio Revenga -sentado en el tranvía del barrio de Salamanca,
metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con cuello y
maniquetas de pieles- rumiaba pensamientos ingratos. Su situación
era comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y
franco por naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar
y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de extravío! La tranquilidad
de su conciencia, la paz de su casa, la seriedad de su conducta,
todo al agua por algunos instantes en que no supo precaverse de
una tentación.
Mientras el cobrador iba cantando
las estaciones del trayecto y el coche despoblándose, Revenga daba
vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había
podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la
quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de
ponerse en frecuente contacto con la hermana, aquella Anita Dolores
-mujer ya espigada en los treinta años, y más desenvuelta que candorosa.
-Ante la desgracia de la quiebra,
Costavilla perdió la energía y la esperanza; pero Anita Dolores,
en cambio, se reveló llena de aptitudes comerciales, dispuesta,
activa, resuelta a salvar la casa de cualquier modo. Para sus gestiones
se asesoraba con Revenga, le pedía auxilio, préstamos, celebraban
conferencias que duraban horas. Al manejar los papeles, al calcular
probabilidades de liquidación, establecíase entre los dos una intimidad
chancera, que se convertía de repente, por parte de Anita, en afición
inequívoca. Al sospechar Revenga lo que iba a sobrevenir, ya estaba
interesado su amor propio, encendida su imaginación. Sin embargo,
la fiebre duró poco: el esposo leal, el hombre honrado e íntegro,
se dio cuenta de que era preciso cortar de raíz lo que no tenía
finalidad ni excusa. Sacrificó de buen grado algunos miles de duros
para sacar a flote a Costavilla, y se apartó de Anita Dolores con
propósito de no verla más.
No contaba con las fatalidades de
la Naturaleza. Ocultamente, en apartado rincón de provincia, Anita
Dolores dio al mundo una criatura. Fue el castigo providencial,
no sólo para ella, sino para Revenga, que no había tenido prole
de su matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del tranvía, que apresuraba
su marcha, el vacilar de la luz de la linterna que se proyectaba
sobre los vidrios nublados por el cielo del aire exterior, Revenga
quería dominar una tristeza inconsolable, una amargura que le inundaba
como ola de hiel. Nunca vería a su niña; nunca la estrecharía, nunca
la tendría sobre las rodillas ni la besaría riendo... Anita Dolores,
vengativa y tenaz, la había escondido, la había hecho desaparecer.
¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturas se presta este verbo!
¿Qué era de la niña?... A aquella
hora, cuando Revenga penetraba en su morada lujosa, en su comedor
que la electricidad alumbraba espléndidamente y la leña de encina
calentaba, intensa y crujidora; cuando la intimidad del hogar le
sonriese, y las golosinas de Nochebuena lisonjeasen su apetito,
¿dónde estaría la abandonada? ¿En qué casucha de aldeanos, en qué
glacial dormitorio del Hospicio? ¿Vivía siquiera? ¿Valía más que
viviese?
Estremeciéndose de frío moral, Revenga
subió el cuello del gabán y caló el sombrero. Desolación inmensa
caía sobre su alma. Precisamente acababa de saber en casa de unos
amigos de Costavilla, donde solía preguntar disimuladamente por
Anita Dolores, noticias alarmantes. ¡Anita Dolores se casaba! El
nuevo socio de Costavilla, mozo emprendedor y dispuesto, era el
novio. No mortificaban los celos a Revenga; no le quitaban el sueño
memorias de lo pasado... Pensaba en la suerte de su niña, y aquella
boda oscurecía más aún el misterio de su destino. ¡Ah! ¡Pues si
creían que iba a quedarse así, con los brazos cruzados y mucha flema
británica! ¡Desde el día siguiente -desde temprano-, que Anita Dolores
se preparase! ¡Allí iría, a reclamar la chiquilla, a escandalizar
si era preciso! El escándalo repugnaba a su carácter; el escándalo
podía herir de muerte a Isabela, su mujer, enterándola de lo que
debía ignorar siempre... No importa, escandalizaría, ¡voto a sanes!
Cantaría claro; desbarataría la boda; pondría en movimiento a la
Policía, si era preciso...; pero le darían su pequeña, y la entregaría
a personas que la cuidasen bien, y la educaría y haría que de nada
careciese..., y, sobre todo, la vería, la besuquearía, le llevaría
juguetes en la Navidad próxima... Con firme determinación cerró
los puños y apretó los dientes. ¡Amanece, día de mañana!
Entre tanto, Isabel, la esposa de
Revenga, acababa de adornarse en su tocador. La doncella abrochaba
la falda de seda rameada azul oscuro, y prendía con alfileres la
pañoleta de encaje, sujeta al pecho por una cruz de brillantes y
zafiros -el último obsequio de Revenga, traído de París-. Con inocente
coquetería se alisaba el pelo ondulado y se miraba en el espejo
de tres lunas, cerciorándose de que las señales de las lágrimas
se habían borrado del todo, después del lavatorio con colonia y
el ligero barniz de velutina. ¡El llanto no tenía para qué notarse!
Ya vestida y engalanada, pasó a un
cuartito contiguo a la alcoba, donde solía guardar baúles, pero
que ahora presentaba aspecto bien distinto del de costumbre. Tapizaban
las paredes ricas colchas y cortinas de raso y damasco; corría por
el techo un cordón de focos eléctricos, y cubría el piso blando
tapiz. En el testero, como a una vara de altura, se levantaba un
tabladillo, y sobre él un Nacimiento, el Belén clásico español,
con su musgo en las praderías, sus pedazos de vidrio y de hojalata
imitando lagos y riachuelos, sus selvas de rama de romero, sus torres
puntiagudas de cartón, sus pastorcicos de barro, sus dromedarios
amarillos y sus Magos con manto de bermellón, muy parecidos a reyes
de baraja. Dos diminutos surtidores caían con rumor argentino, bañando
las plantas enanas en que se emboscaba el Portal. Isabel se detuvo
a contemplar los hilitos del agua, a escuchar el musical ritmo,
y recordó sus propias lágrimas, y sintió nuevamente preñados de
ellas los ojos y rebosante el corazón... La injusticia, la maldad,
la mentira, lastimaban a Isabel más aún que la ofensa. ¿Por qué
la engañaban, a ella que era incapaz de engañar, enemiga de la falsedad
y el embuste? ¿Cabía salir de casa despidiéndose con una sonrisa
y una caricia para ir a pasar horas en compañía de otra mujer?
Los surtidores goteaban, gimiendo
bajito, e Isabel también gimió; el son del agua que cae se adapta
a la alegría lo mismo que a la pena; para unos es concierto divino,
para otros, queja desgarradora.
Quejábase el alma de Isabel, pidiendo
cuentas, exponiendo agravios, alegando derecho y razón. ¿No había
ella cumplido sus promesas, lo jurado al pie de aquel altar, pedestal
y morada de su Dios? ¿No había sido siempre fiel, dulce, enamorada,
dócil, casta, buena, en fin? ¿Por qué su compañero, su socio en
la familia, rompía secretamente el pacto?
La mirada de la esposa de Revenga
se fijó, nublada y húmeda, en el Belén, y la luz de la estrellita,
colgada sobre el humilde Portal, la atrajo hacia el grupo que formaban
el Niño y su Madre. Isabel lo contempló despacio, y un cuchillo
aguado de dolor se le hundió en el pecho.
«No pidas cuentas... -parecía decir
la voz del grupo-. No te quejes... Tú no has dado a tu esposo sino
la mitad del hogar; tú no le has dado el Niño...»
La esposa permaneció un cuarto de
hora sin ver el Nacimiento, viendo sólo, en las tinieblas interiores
de sus penas, lo que cada cual, durante ciertos supremos instantes
que deciden el porvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de su
existencia, el resquicio por donde la desgracia hubo de entrar fatalmente...
Suspiró muy hondo, como para echar fuera toda la pesadumbre, y poco
a poco se apaciguó; su condición era resignarse, aceptar lo dulce,
rechazando mansa y tenazmente lo amargo.
«El Niño Dios me está diciendo que
hice bien, muy bien...»
La sonrisa volvió a sus labios, aunque
sus ojos estaban anegados en un llanto que no corría. En aquel mismo
instante se oyeron pisadas fuertes en el pasillo, y apareció Julio
Revenga.
-¿Qué es esto? -preguntó con festiva
extrañeza a su mujer-. ¿Has hecho un Nacimiento para divertirte?
-Para divertirme yo, no -respondió
expresivamente Isabel, ya serena del todo-. Tengo los huesos durillos
para divertirme con Belenes... Es... ¡para divertir a una criatura...!
-¡A una criatura! -repitió maquinalmente
el esposo-. ¡No será nuestra esa criatura! -añadió de un modo irreflexivo,
que tal vez respondía a sus íntimas preocupaciones.
-¡Qué sabes tú! -murmuró Isabel con
calma.
Debió de palidecer Revenga. Bajó
la cabeza, desvió el rostro. Tales palabras despertaban eco extraño
en su espíritu. ¡Cómo había pronunciado Isabel la sencilla frase!
-No entiendo... -tartamudeó el infiel,
con raros presentimientos y peregrinas sospechas.
-Ahora entenderás... ¿No tienes hijos,
Julio? -interrogó ella derramando dulzura y compasión, y, por extraña
mezcla, despecho involuntario.
Él no contestó. Medio arrodillado,
medio doblegado, cayó sobre la banqueta de terciopelo frente al
Belén. El mundo se le venía encima: ¡lo que adivinaba era tan grande,
tan increíble! Quería pedir perdón, disculparse, explicar..., pero
la garganta se resistía. Isabel, llegándose a su marido, le echó
al cuello los brazos, sofocada su indignación, pero magnífica de
generosidad.
-No se hable más del caso... Tranquilízate...
Así como así, estábamos muy solos, muy aburridos a veces en esta
casa tan grandona. Yo tenía muchas, muchas ganas de un chiquillo,
¿sabes? No te lo decía por no afligirte. Hace catorce años que nos
hemos casado, de manera que ya las esperanzas... ¡Qué se le ha de
hacer! No es uno quien dispone estas cosas... Vamos, no te pongas
así, Julio, hijo mío... Alégrate. ¡Hoy nos ha nacido una pequeña!...
Revenga, en silencio, besó las manos,
besó a bulto la cara y el traje de su mujer. Temblaba, más de vergüenza
y de remordimiento -es justo decirlo- que de gozo. Sus labios se
abrieron por fin, y fue para repetir desatentadamente:
-¿Cómo has sabido...? Mira, yo no
veo a esa mujer..., te juro que no, que no la veo... Te juro que
no me importa, que la detesto, que...
-Estoy bien informada -contestó Isabel
un tanto desdeñosa, apacible-. Me consta que no la ves ni la oyes.
Su venganza, su desquite por tu abandono, fue enterarme de «todo»...
y, por fin de fiesta, enviarme la niña... Y ya que me la envía...,
¡caramba!, no la he soltado, ¿sabes? Está en mi poder... La reconoceremos,
arreglaremos lo legal. Que no le quede a «ésa» ningún derecho...
Al aflojarse el nuevo abrazo de los
esposos Revenga imploró:
-¡Tráemela!... No la conozco todavía...
«La Ilustración Artística»,
núm. 886, 1898.
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