Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
Jesús en la Tierra
Voy a contaros un cuento de la gran
Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer
todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente
de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento
es algo sombrío, atribuidlo a la fatiga y a las muchas desventuras
del que me narró esta especie de sueño.
La Noche de Navidad en uno de estos
últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona
quiso bajar a la Tierra y recorrerla, porque como nadie ignora,
si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre
los hijos de los hombres.
Dejó, pues, su trono y su asiento
a la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su
aspecto bajo forma que no deslumbrase a los ojos mortales y que
a veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso
de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La Naturaleza parece
asociarse a la solemnidad del día: en el firmamento, claro como
una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda
pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de
aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla
empaña la magnificencia de la hora nocturna.
En el polo, cuando se apoya sobre
la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente,
como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores,
purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes
témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia
del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones;
le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en
las rocas insensibles y en las heladas estepas.
Y pasa adelante.
El primer lugar donde encuentra hombres,
es una llanura árida, el fondo de un valle que altas montañas limitan
y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la mies
cuando la tumba la guadaña del regador; pero hombres inmóviles,
yertos, crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos
vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce claridad estelar,
en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de rabia o de espanto
persiste, a despecho de la muerte... Porque son cadáveres los que
cubren la llanura, y la llanura es un campo de batalla.
Jesús, pensativo, los contempla breves
instantes. En los pechos abiertos, las heridas bermejas parecen
bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de sangre
mariposas fúnebres de esa horrible especie llamada Atropos, que
lleva sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los
hombres que yacen en la llanura respiran todavía: prestando oído
se percibe su ronco estertor agónico. Una mujer anciana, deshecha
en llanto, amparando con la mano trémula lucecilla, cruza inclinándose
para ver los rostros: busca tal vez a su hijo entre los muertos.
Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y huyendo enloquecido...
Y Jesús sigue, se aleja.
Entra en una ciudad populosa. Por
las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa templanza
en una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas entonan
cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz
coplas equívocas; las panderetas repican incesantemente, y discordes
sonidos de rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se
enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado. La multitud,
desparramándose por las calles, se arremolina ante los cafés atestados,
sofocantes de calor; a veces, un grupo se cuela por la puerta de
alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara, blasfemias
y vaho de aguardiente.
Ante una de estas innobles guaridas
se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrededor de una
mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda a entrambos; los provoca,
los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja
un vaso a la cara del otro; el vaso se hace pedazos, el hombre se
incorpora chorreando heces de vino mezclado con sangre. Los demás
bebedores intervienen, amontonan al sano, aplacan al herido, le
enjugan la faz, bromean, obligan a los adversarios a reconciliarse,
les incitan a que se abracen riendo; el sano tiende los brazos con
cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el bolsillo
la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja y cae
un hombre con el pulmón partido.
Jesús se desvía, sigue andando, y
ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de rojo
mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que revisten densas
alfombras y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra
en una antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia
criados de calzón corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara
da acceso a un saloncito sin muebles, alumbrado por centenares de
globos eléctricos, y en el fondo del saloncito, bajo celajes de
tul fino batidos como espuma, aparece un encantador Belén, un Nacimiento
para niños millonarios, obra de arte más que de ingenua devoción.
Al través de los campos y de los oteros imitados con musgo y piedra
pómez, salpicados de palmeritas enanas, y de sicomoros gentiles
y diminutos, se deslizan murmurando riachuelos naturales, que sin
duda algún ingenioso mecanismo hidráulico hace correr. De los montes
de piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvo blanco remeda la
nieve, desciende el torrente Cedrón, y del césped verdadero de los
jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos surtidores.
Un lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de
Jerusalén, el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y
los apretados olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la
ladera. Los mil pintorescos detalles de los nacimientos no faltan
en éste, sólo que las figuras, perfectamente modeladas, son muñecos
primorosos, y desde el grupo de pastores que se arrodilla como en
éxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballeros en sus dromedarios,
asoman por una garganta salvaje, todo revela la mano del hábil escultor.
El prodigio es la gruta; hecha de cristales de roca menudísimos
y cristalizaciones de amatista, se irisa con múltiples cambiantes
al herirlas la luz del foco eléctrico en forma de estrella, que,
suspendido de un hilo de perlas, oscila a gran altura. Y en la gruta
deslumbradora, entre un asno y un buey de plata cincelada, la Virgen,
de oro, vela al Niño, de oro y esmalte también, con la cabecita
de madreperla. Para ostentar dignamente aquel grupo, joya de la
orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de Benvenuto Cellini
aquellas efigies en que la riqueza de la materia compite con lo
inestimable de la ejecución, se ha armado, sin género de duda, el
Belén suntuoso, y han corrido los torrentes y las cascaditas bajo
las palmeras y los olivos.
Lo extraño era que no hubiese nadie,
nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal maravilla,
nadie para acompañar al Niño Jesús de oro y piedras, a fin de que
no helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos
de amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y
sin embargo, el palacio no debía de estar desierto, sino al contrario,
lleno de gente: se notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios
tibios que solo produce el aliento de muchos hombres y mujeres reunidos
para una fiesta. Del fondo de una galería llegaba a veces prolongado
murmullo, las rotas cadencias de una música alada y sensual, el
gorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la galería,
bello jardín de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles
de remotos climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, ciccas y
pandanos de complicada estructura semejantes a pagodas y obeliscos
de porcelana verde. Esparcidas por el jardín se veían las mesas
donde cenaban alegres grupos, mujeres engalanadas, acribilladas
de pedrería, hombres que ostentaban sobre la solapa de raso de su
frac grana gardenias ya mustias por el calor. La orquesta de cuerda,
oculta en un quiosco árabe que revestían floridas enredaderas, acompañaba
suavemente el rumor de las conversaciones y de las carcajadas melodiosas,
el ticliteo de las transparentes copas que el champaña orlaba de
espuma, y el levísimo choque de los platos, que la destreza de los
criados amortiguaba lo posible. Era una lujosa cena de Navidad.
Jesús retrocedió, volvió al salón del Nacimiento, donde se vio otra
vez en el establo, niño y solo. El roce de unos pasos sobre el pavimento
de incrustaciones de madera se dejó oír, y una mujer, una jovencilla,
de ojos azules, de blanco traje apenas escotado, penetró en el saloncito,
fue derecha al Belén, y envió una tierna sonrisa al Niño, que contempló
despacio con amor. Después, como el que tiene que ocultar una escapatoria,
volvió precipitadamente a la galería, donde tal vez la echasen de
menos. Era la hija del dueño de la casa. El Niño de oro ya no sentía
tanto frío, y Jesús, extendió la mano, bendijo a la doncellita,
la única que se acordaba del Misterio...
Salió del palacio sin volver atrás
la vista, y alejóse del pueblo, de la gran ciudad corrompida y fangosa,
como se había alejado del siniestro y sangriento campo de batalla.
Un cambio repentino en la atmósfera presagiaba temporal; nubarrones
densos y oscuros como plomo corrían por el cielo; ráfagas de cierzo
glacial azotaban los árboles, y se oía el mugir pavoroso del mar
rompiéndose contra los escollos. Jesús se encontró en una aldea
de pescadores, mísero grupo de chozas, colgado a guisa de nido de
gaviota en una escotadura de la costa salvaje. A pesar de la hora,
bastante avanzada para gente que suele economizar luz, nadie duerme
en la aldea.
Ábrense de golpe las puertas de las
cabañas, y hombres y mujeres, provistos de faroles encendidos y
de largas pértigas, de bicheros, de cestos y de sacos, se dirigen
en tropel hacia la playa, despreciando el viento que les azota el
rostro y la lluvia que empieza a caer sacudida por las rachas furiosas
del huracán. Imponente aspecto el del Océano: olas gigantescas,
con cresta de espuma, se encrespan descubriendo abismos, y el sulfuroso
zigzag de un relámpago alumbra en el fondo de una sima a una embarcación
que corre sin rumbo. Los ribereños alzan las luces, las hacen brillar,
y el barco, que en ellas cree distinguir la salvación, el puerto
amigo, maniobra hacia la costa, y, precipitándose, va a chocar contra
el bajío donde se clava despedazado.
Los náufragos, que a la luz de otro
relámpago habían podido verse sobre el puente, en actitud de terror
y desesperación, se arrojan al agua, asidos a tablas, cogidos a
cuerdas, montados sobre barriles; y luchando con las monstruosas
olas, que los sacuden y zapatean contra el peñascal, nadan desesperadamente
para alcanzar la playa, en que brillan y corren las luces, en que
ven agitarse seres humanos. Y entonces se verifica algo espantoso:
los que en la playa esperan a los náufragos, al verlos llegar moribundos,
con las pértigas, con los bicheros, con remos, con palos, con cuchillos,
los rechazan hacia el agua otra vez; pero antes los despojan de
la cintura de cuero en que salvaban oro y papeles de la cartera
que se ataron bajo el sobaco al comprender el peligro, de la ropa,
de cuanto poseen; y por si las olas tardasen en hacer su oficio,
aturden a los infelices de un golpe en la cabeza, y así los arrojan
al piélago, inertes ya. Y danzando de júbilo, gruñendo como canes
por el reparto del botín, esperan la madrugada al pie de los escollos,
para recoger los despojos del buque que el mar escupiría bien pronto,
aprovecharse de la feliz albana y celebrar después con grosero y
copioso banquete el día de la Natividad del Señor...
El Redentor ha huido de la playa,
sus ojos están nublados, su alma triste hasta la muerte, según estaba
cuando sudó sangre en Getsemaní. Y su corazón, abrasado de caridad
como nunca, insaciable en amar a los hombres, siente las espinas
de la corona que se le clavan, agudas e invisibles. ¡Para esta raza
había nacido en el establo y había muerto en la cruz!
Entrando en una de las cabañas que
los pescadores dejaron desiertas al salir a su horrible pesca de
náufragos, divisa, en un rincón cerca del fuego, un niño arrodillado.
Al verse tan solo, el rapaz ha tenido miedo, se ha acercado al hogar
buscando abrigo, y reza buscando amparo y protección. Jesús le coge
en brazos, le besa, le acuesta, le pone la mano en los ojos y le
deja tranquilamente dormido, soñando con los ángeles. Y al ascender
otra vez al cielo, se lleva Jesús en el hueco de la mano cuatro
perlas: las lágrimas de una madre que buscaba a su hijo en el campo
de batalla; el orar de un hombre que pide le sea perdonado un agravio;
la sonrisa de una doncella, y la oración de un inocente.
«La Ilustración Artística»,
núm. 782, 1896.
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