Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
De Navidad
Este cuento pasa en el siglo XVI
en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla
a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.
Orso era un hombre de su época, feroz,
desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente
en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones
artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores
y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas
de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la
fórmula de destilar activos venenos.
Cuando a Orso le estorbaba un señor,
le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él -¡horrible sacrilegio!-
de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete
el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante
la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión,
con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo
de la muerte corría ya por sus venas.
Con los villanos no gastaba Orso
tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse
de hambre en un calabozo.
Orso era viudo dos veces: a su primera
mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda,
la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano
de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra
y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar,
una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la
niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.
Discurría ya su padre el príncipe
con quién desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el
velo. Orso se desesperó, porque a su manera, adoraba a aquel último
retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se
impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo,
en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien
el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Siena.
La tierna juventud, la cándida belleza
y la ilustre cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro de
su penitencia. En un siglo ya pagano renovó las duras penitencias
de edades más fervorosas.
Su alimento era un puñado de hierbas
cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo
tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba
para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de
descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos,
apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se
confundían en su boca.
Porque Lucía, hija al fin de los
Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para
agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido
del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas,
en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines,
donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y sólo
el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado
palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde
a cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.
Como Catalina de Siena, más de una
vez se vio asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras
y burlonas; pero abrazada a la cruz, resistió heroicamente; lloró,
se hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en la paz que
descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron
a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.
Llegó Navidad, aniversario de su
profesión. Vino la Nochebuena acompañada de mucha nieve; pero cuanto
más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más
calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le
mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos
de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura
tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas
del ala de los ángeles.
Sembrado de azucenas estaba todo,
y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la
celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata.
De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un precioso
Niño: una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y a quien
la monja recibió enajenada en ellos.
-Esta noche -dijo el Niño amorosamente-
he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre,
naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.
Lucía permaneció algunos instantes
fuera de sí: el favor era extraordinario y, en su humildad, no se
creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se
postró implorando al Niño.
-Si quieres que sea dichosa tu sierva,
Niño, mi Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!,
es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes realizar imposibles,
¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate
de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en
otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre,
Orso Amadei.
Halagando el Niño con sus manecitas
el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.
-¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes
que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la
piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro?
¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo
los espinos y los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo
se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas
los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso;
pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos
pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido
por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo
de Belén será el corazón de fiera de tu padre!
Al oír la promesa del Niño, Lucía
experimentó tan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte
sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas,
todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se
vio el huerto amortajado de nieve.
A aquella misma hora, Orso Amadei
celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir
orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas
hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando
a la galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había
dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas,
a que sólo asistían sus capitanes semibandidos, sus bufones y sus
familiares, gente cínica y perversa.
Si se mezclaba con ellos alguna mujer,
era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que,
después de servir de ludibrio a los convidados, aparecía al día
siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en
cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de
los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa
de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba a tales
horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a
carcajadas, ordenó que trajesen a la jovencita, que entró, empujada
por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo, y los hombres
se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa.
Orso clavó en ella sus ojos impúdicos;
tendió la mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó
atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía
el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas,
la frente, sonrojada de vergüenza.
-Soltad a esa mujer -gritó Orso-.
Que la acompañen a su casa con el mayor respeto. Que nadie le haga
daño... ¡Ay del que toque un cabello de su cabeza! Que se la trate
como a mi persona...
Los beodos, atónitos, obedecieron
sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío,
no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña,
entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo
de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse en
sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes
privaban de alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito
manjar, y cuando iba a engullirlo, sollozando y aullando de contento,
se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera
de los hachones que alumbraban la orgía.
El preso era joven, y Orso, bromeando,
le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de «Lácrima»;
mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos que le
fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir,
la boca que le daba las gracias, eran la boca y los ojos de Lucía,
su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo
cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.
-Que suelten a éste -mandó Orso-.
Antes, dadle bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos jarros
de oro, y vino a discreción... Que se le trate como a mi persona...
¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona!
Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden.
Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala
del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos.
-Piedad, gran señor -exclamaba-,
piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu
cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y unos soldados, por
orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú
no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.
Al nombre odiado de Landolfo, Orso
se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a atravesar la
garganta del pequeño...; pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa
era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su padre
la acariciaba, en los días de la niñez.
Orso, vencido, cayó de rodillas,
y golpeándose el pecho empezó a acusarse en voz alta de sus pecados;
porque Jesús, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón
más oscuro que el abismo infernal.
A la mañana siguiente, Orso recibió
la noticia de que su hija había expirado a las doce en punto de
la noche.
El tirano se ató una soga al cuello,
recorrió descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón a los
habitantes, y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca
se volvió a saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace
el Niño!
«La Época», 1896.
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