Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
La Navidad de «Peludo»
Catorce años de no interrumpida laboriosidad
podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce
años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre
especialmente! ¡Qué martirio!
Sacar fuerzas de flaqueza para el
cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar
picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con
el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir
talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora
y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada
de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas
en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya
mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva
carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de
que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe
dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto,
le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando
una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como
tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares
metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era
tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba
apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses
en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente
cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa
del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu
de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado,
el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada:
soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra
su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite
arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo,
patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera;
meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas
nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse.
¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época
de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las
cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!
Cruzaban estas ráfagas de emancipación
por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia;
eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna
servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum
que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es
que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba
nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir
para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese
lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre... Arriba
con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos
ensueños...
Razón llevaba el paciente Peludo
en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras;
su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración,
a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos,
iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más
rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a
palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa
noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo
la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro,
a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una
de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda
a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel
templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera
de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla
y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente,
y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas
patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él.
De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla,
y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo
de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando
una charca bajo los cascos.
Veía el Peludo, al través
de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre,
llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban
guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los
racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado
hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad,
no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno
pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas
se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió
una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas
candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa
a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial.
¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco
y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes
la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre.
Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse
en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte.
A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada,
tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda,
prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos,
convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos
le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando
a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde
lejos podía oirse el ruido de molino que al mascar producía su vieja
dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol
y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como
globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que
sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora
sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura
lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza
empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas
del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable,
y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel
golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo
en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso,
envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces
misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño,
y se llama Emmanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo,
le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente:
«¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús
en el establo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazarena...»
A la puerta de la taberna, el amo
del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez
muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos
vidriosos, las patas rígidas.
-Rompióse la cuerda -observó el tabernero-.
No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la oreja fría;
está difunto.
Pero el amo, con la terquedad característica
de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando,
blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus
esfuerzos, soltó una opaca risotada.
-Para lo que servía... -gruñó-. Ya
ni podía conmigo...
«Blanco y Negro», núm.
399, 1898.
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