Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
La tentación de sor María
Siguiendo costumbre tradicional del
convento, las monjitas de la Santísima Sangre preparan, adornan
y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a la
hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre
y gruta de Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios,
obra maravillosa de un escultor anónimo.
Más que inerte imagen de madera,
criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora desnudez
de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas
regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos,
codos y rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos
y en la cándida risa, naturalidad sorprendente en la actitud, que
se diría de tender las manos al pecho maternal..., así es el Niño,
y por eso las monjitas, cada vez que le visten y enfajan, cada vez
que le reclinan en la paja y el heno aromático de la humilde cuna,
exclaman, enternecidas y embelesadas:
-¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es
un pequeñito de veras!
Turnan rigurosamente las monjitas
en el oficio y honor de camareras del Jesusín, y aquel año correspondió
la suerte a sor María, monja profesa, la más joven y linda de todas.
Sor María ha dejado el mundo, no como suelen dejarlo otras religiosas,
por contrariados o infelices amores, por sufrimientos, desengaños
o escaseces de fortuna, sino en la flor de sus veinte abriles, con
el espíritu tan virgen como el cuerpo y el cuerpo tan hermoso como
el porvenir que, sin duda, la esperaba al lado de unos padres amantes
y opulentos, y en un mundo donde todo la halagaba y sonreía. Por
su serena frente no ha cruzado ni una nube; no ha rozado su sien
ni un aliento de hombre, y su corazón no ha palpitado sino para
Dios. Su mística vocación fue tan firme, que resistió a la oposición
decidida y enérgica de una familia que no se avenía a ver sepultarse
en el claustro tanta hermosura y juventud. Pero sor María demostró
tal júbilo al tomar el velo, que ya sus mismos padres la envidiaban,
creyéndola llegada al puerto de la paz.
Sintió un gozo inexplicable sor María
al ser encargada de la gran faena de vestir al Niño para depositarle
en el pesebre. Jugar con aquel sagrado muñeco había sido el sueño
de la joven monja en los cinco años que de profesa contaba. «¡Cuando
me toque a mí el Niño, verán que precioso le pongo!», solía decir
a menudo. Era llegado el instante: el Niño le pertenecía por algunas
horas, y ya sus manos temblaban de emoción ante la idea de poseer
la efigie del Nene celestial.
¡Con qué esmero planchó sor María
los pañales por ella misma bordados y calados! ¡Con qué diligencia
recogió en el jardín rosas tardías y frescas violetas oscuras, a
fin de esparcirlas sobre la camita de paja del Niño! ¡Con qué respeto
tocó la escultura, con qué reverencia la desnudó, con qué avidez
miró sus formas inocentes y con qué ímpetu repentino de las entrañas
se inclinó para besarla, mordiéndole casi en las mejillas, en los
hombros, en el redondo vientrezuelo!
Algunas monjas, de las más ilustradas
y benévolas, estuvieron conformes en que nunca había salido tan
mono y tan bien adornado el Jesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas
y esclavas de la rutina, murmuraron que le faltaban dijes de abalorio
y talco y cintas de colores. Y cuando sor María se recogió a su
celda y se arrodilló para rezar antes de extenderse en la pobre
tarima, donde sin regalo, casi sin abrigo, dormía el sueño de los
ángeles, sintióse de repente profundamente triste, y le pareció
que delante de ella se abría un abismo negro, muy hondo, y que le
entraban ganas vehementes de morir. No penséis mal, ¡oh escépticos!,
de sor María. ¡No la creáis una monja liviana!
No era el amor profano y su deleitosa
copa lo que el tentador hacía girar ante sus ojos preñados de lágrimas
de fuego. Tened por seguro que la pureza de sor María llegaba al
extremo de ignorar si renunciando al amor sacrificaba venturas.
En el amor sólo sospechaba fealdades, desencantos, humillaciones
y groserías indignas de un alma escogida y bien puesta. Lo que en
aquel momento hacía sollozar a la monja era el instinto maternal,
despertado con fuerza irresistible a la vista y al contacto del
monísimo Jesusín...
Y mal de su grado, ofuscada por la
insidiosa tentación (sólo el Maldito pudo infundirle tan trasnochados
y extemporáneos pensamientos), sor María no estaba a dos dedos de
renegar de los votos y de las tocas y de los deberes que al convento
la sujetaban. Nunca estrecharía contra su infecundo seno una tierna
cabecita de rizada melena; nunca besaría una frente pura y celestial;
nunca unos brazos mórbidos ceñirían su garganta. La única criatura
que le había sido dado en brazos y a la cual pudo prodigar ternezas
era un chiquillo de palo, duro, frío, que ni respondía a las caricias
ni balbucía entrecortado el nombre de madre. Y sor María, cada vez
más hondamente desesperada, acordábase, en aquella hora fatal, de
su propio hogar que había abandonado, y pensaba en el delirio con
que su padre amaría a un nietezuelo, y lloraba con llanto más amargo,
con lágrimas sangrientas, como lloraría una virgen de Israel condenada
a muerte, la esterilidad de su seno y la soledad eterna de su corazón,
sentenciado a no probar nunca el más intenso y completo de los cariños
femeniles...
Mas he aquí que al hallarse sor María
fuera ya de sentido y a punto de rebelarse impíamente contra su
destino y de romper su juramento de fidelidad al Divino Esposo,
cuentan las crónicas (no sé si protestaréis los que lleváis sobre
las pupilas la membrana del topo, la incredulidad) que la celda
se iluminó con luz blanca y suave, y que de súbito el Niño del Misterio,
no rígido e inmóvil en su invariable actitud, sino animado, hecho
carne, sonriendo, gorjeando, acariciando, salió de una nube ligera
y se vino apresuradamente a los brazos de la monja.
«Soy yo, tu Jesusín, el que nació
hoy a las doce», parecía balbucir la criatura, halagando blandamente
a sor María. Y como ésta pagase con besos los halagos, el chiquillo
rompió a llorar tiernamente, y la monja, olvidando sus propias lágrimas
y su reciente desconsuelo, comenzó a bailar para entretenerle, a
arrullarle, a cantarle, a contarle cuentos, y, al fin, le arropó
en su cama, llegándole al calor de su propio cuerpo y recostándole
sobre su pecho tibio, que henchían activas corrientes de vitalidad
y de amor. Y allí se pasó la noche el pobre nene, hasta que la blanca
aurora, que disipa las sombras y ahuyenta las tentaciones, lanzó
sus primeras claridades al través de la reja, y la campana llamó
al templo a las monjas, que se pasmaron del resplandor extático
que brillaba en el hermoso semblante de sor María...
Desde entonces sor María hace prodigios
de austeridad, mortificación y penitencia. Sus rodillas están ensangrentadas,
sus costados los desuella el cilicio, sus mejillas las empalidece
el ayuno, su boca la contrae el silencio. Pero todos los años, después
de la misa del Gallo y el Misterio del pesebre, se repite la visita
del Niño a la celda melancólica y solitaria, y por espacio de unas
cuantas horas sor María se cree madre.
«El Liberal», 25 de
diciembre de 1894.
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