Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad y Reyes
La Nochebuena del Papa
Bajo el manto de estrellas de una
noche espléndida y glacial, Roma se extiende mostrando a trechos
la mancha de sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles
seculares que tantas cosas han visto, y, en islotes más amplios,
la clara blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario,
el cadáver de la Historia.
Gente alegre y bulliciosa discurre
por la calle. Pocos coches. A pie van los ricos, mezclados con los
«contadinos», labriegos de la campiña que han acudido a la magna
ciudad trayendo cestas de mercancía o de regalos. Sus trapos pintorescos
y de vivo color les distinguen de los burgueses; sus exclamaciones
sonoras resuenan en el ambiente claro y frío como cristal. Hormiguean,
se empujan, corren: aunque no regresen a sus casas hasta el amanecer
-que es cosa segura-, quieren presenciar, en la Basílica de Trinità
dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna de Gesù Bambino.
-Sí; el Papa en persona -no como
hoy su estatua, sino él mismo, en carne y hueso, porque todavía
Roma le pertenece- es quien, en presencia de una multitud que palpita
de entusiasmo, va a arrodillarse allí, delante la cuna donde, sobre
mullida paja, descansa y sonríe el Niño. Es la noche del 24 de diciembre:
ya la grave campana de Santángelo se prepara a herir doce voces
el aire y la carroza pontifical, sin escolta, sin aparato, se detiene
al pie de la escalinata de Trinità.
El Papa desciende, ayudado por sus
camareros, apoyando con calma el pie en el estribo. Con tal arte
se ha preparado la ceremonia, que al sentar la planta Pío IX en
el primer escalón, vibra, lenta y solemne, la primera campanada
de la medianoche, en cada campanario, en cada reloj de Roma. El
clamoreo dramático de la hora sube al cielo imponente como un hosanna
y envuelve en sus magníficas tembladoras ondas de sonido al Pontífice,
que poco a poco asciende por la escalinata, bendiciendo, entre la
muchedumbre que se prosterna y murmura jaculatorias de adoración.
A la luz de las estrellas y a la mucho más viva de los millares
de cirios de la Basílica iluminada de alto abajo, hecha un ascua
de fuego, adornada como para una fiesta y con las puertas abiertas
de par en par, por donde se desliza, apretándose, el gentío ansioso
por contemplar al Pontífice, se ve, destacándose de la roja muceta
orlada de armiño que flota sobre la nívea túnica, la cabeza hermosísima
del Papa, el puro diseño de medalla de sus facciones, la forma artística
de su blanco pelo, dispuesto como el de los bustos de rancio mármol
que pueblan el Museo degli Anticchi.
Entra, por fin, en la Basílica; cruza
las naves, desciende la escalera dorada que conduce a la cripta,
y mientras a sus espaldas la guardia brega para reprimir el empuje
del torrente humano que pugna por arrimarse a la balaustrada, en
el recinto descubierto, más bajo que la multitud, el Papa queda
solo. Artista por instinto, con el andar rítmico de las grandes
solemnidades, con un sentimiento de la actitud que sólo él posee
en grado tal, Pío IX se acerca a la cuna, junta las manos de marfil,
eleva al cielo un instante los ojos, como si se invocase la presencia
de Dios; se arrodilla, se abisma y los paños de su cándida vestidura
se esparcen esculturales y clásicos cual los plegados de alabastro
de un ropaje de Canova.
El Niño, el Bambino, duerme
desnudito, color de rosa, reclinado en su rubio colchón de sedeña
paja. En toda la Basílica no se escucha más ruido que el chisporroteo
suave de los cirios y el murmullo de la oración que el Papa empieza
a elevar. A las primeras palabras anímase el Niño con vida fantástica:
la carne se hace carne. Sus ojos se entreabren, sus puñitos se tienden
hacia el Papa como si se tendieran hacia un abuelo cariñoso, haciendo
fiestas. Incorporado y sentado en la paja, llama al Pontífice, que
sigue orando, pero que cree percibir en sus rodillas la sensación
de que ya no reposan en los cojines de terciopelo carmesí; en sus
codos, algo que los sube y aparta del esculpido reclinatorio. Ligero
y como fluido, su cuerpo no le pesa; flota apaciblemente en una
atmósfera de oro y luz, hecha de las partículas de los cirios, que
se derraman ardientes y centelleantes. La cuna ha desaparecido,
el Niño está en pie, alto, crecido ya, convertido en adolescente;
y en vez de la gracia infantil, en su cara se lee la meditación,
se descubre la sombra del pensamiento. Alrededor del Jesús de quince
años van juntándose las paredes de la cripta, que parece trasudarlos,
docenas de chiquillos, otros bambinos, pero feos, encanijados,
sucios, envueltos en andrajos o desnudos mostrando la enteca anatomía.
Docenas primero; cientos después; luego millares, millones, un hervidero
tan incontable, un ejército tan infinito, que estallan las paredes
de la cripta, las de la Basílica, las de Roma, las de todo cuanto
pretendiese contener la expansión de la horda de miserables. Extiéndese
por una llanura sin límites, y su bullir de gusanera rodea al Gesù,
que ha ido insensiblemente transformándose en hombre hecho y derecho:
ya tiene barba ahorquillada y rizoso cabello castaño; ya su rostro
ha adquirido la gravedad viril. Y siguen acudiendo desharrapados
y con las carnes al aire, lisiados, enfermos, famélicos, tristes,
venidos de todos los confines de la Tierra. Lloran de hambre, tiemblan
de frío, gimen de abandono, enseñan sus lacras, se cogen a la vestidura
inconsútil de Cristo, se quieren abrigar bajo sus pies, reclinarse
en su seno, agarrarse a sus manos pálidas y luminosas. Huelen mal,
y su punzante vaho de miseria envuelve y sofoca al Papa, siempre
en oración.
La figura de Cristo se oculta un
instante; densas tinieblas suben de la tierra y caen del firmamento,
reuniendo sus crespones. El Pontífice siente miedo: la oscuridad
le ciega, y entre aquella oscuridad vibran maldiciones y palpitan
sollozos. Un relámpago brilla; erguida en una colina aparece la
Cruz, sobre la cual blanquea el desnudo cuerpo del Mártir, estriado
de verdugones por los azotes y veteado de negra sangre. Los labios
cárdenos se agitan; el Papa interrumpe la plegaria, se confunde,
se deshace en adoración, quiere salir de sí mismo para mejor escuchar
y beber la palabra divina; y el Crucificado -señalando con mirada
ya turbia hacia el océano de criaturas que bullen allá abajo, escuálidas,
transidas, gimientes, dolorosas, maltratadas, ofendidas, en el abandono-
dice el Papa, en voz que resuena urbi et orbi:
-Por ellos.
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