Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuento de Navidad
Érase un niño enfermizo. Su madre,
opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle salud, y el
médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía
que, principalmente, dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad,
efecto de que su sistema nervioso se encontraba como amodorrado
o dormido, y no comunicaba al organismo las reacciones vitales y
al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito, que así
le llamaba vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para
una planta, pero insuficiente para un hombre.
Trataba la madre de despertar por
todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica
de su hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le
traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento
y luego los dejaba caer, con indiferencia, a los pies del sillón
en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses. Las golosinas,
las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y
era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y como
el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería
infantil, las indigestiones ponían su vida en peligro.
El desfile de doctores consultados
trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación
de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales,
hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes
y finas, todo lo hubo de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido,
por el amor, a torturas que no inventa el odio. Se le paseó de balneario
en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de playa
en playa, de altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos,
y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el dolor despierta
y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas delgadas,
iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre,
que no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto
interior, tapándose con algodón los oídos...
Fuera no acabar nunca referir cuanto
se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría
hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica
en ideas y combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas
las fuerzas mal definidas y estudiadas que al través de ella circulan,
concurrieron a la obra de la intentada curación. El novísimo radium,
substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito,
no cabe duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se
fortalecía; pero continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo
de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta, de una conciencia
entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto
de la sabiduría humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en
estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.
Pero el amor -que era la madre- no
se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos,
fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible,
lo principal, lo demás era, cuestión que había que confiar a la
naturaleza misma, la cual se reserva, en sus santuarios, mucho que
no ha entregado aún a la investigación humana, aunque es de suponer
que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída
la sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y
juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese:
-Tú, Señor, que me has permitido
dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.
Desde el punto mismo, dedicose la
madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba
en habitaciones completamente independientes de aquéllas en que
ella y su hijo vivían. Toda clase de operarios entraban y salían
sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en pieles baratas, arrebujadas
en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las
tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba,
en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas,
el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con
el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad
de Fernandito habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría
esto en los últimos meses del año, cuando iba aproximándose la Navidad.
Y la tarde del día 24, el niño, más
amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de
la gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas
llamas regocijaban y derramaban suave calor. Su madre extendió por
los hombros de la criatura un mullido abrigo de pieles, y sonriéndole,
hablándole mimosa, le advirtió:
-¿No sabes? El Niño Dios ha venido
a verte.
Pero estas palabras no despertaban
en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente,
como en sueños:
-Niño Dios, Niño Dios...
-Y la Virgen -insistía la madre-.
Y los angelitos.
-Tengo frío -insistía el muchacho,
temblando ligeramente.
Por un instante, sintió la madre
que sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que
acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en
agua y en lodo. ¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuanto se intentase,
inútil! Y pensaba en lo que sería de ella aquella noche, después
de fracasada la tentativa suprema... Porque fracasada la creía,
y habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas
monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma,
lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados...
Era la hora de acostar a Fernandito,
y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre,
a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al
lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente
al niño en pieles tibias, descalzo y todo, lo arrebató como una
presa, mientras le repetía al oído:
-¡Ven, que ha nacido Dios y te está
llamando!
Cruzando un largo pasillo, abierta
una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y
al pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus
fulgores astrales alumbraron un paisaje sorprendente. Montañas,
valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las torres de una ciudad
magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus minaretes.
No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos
corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero
césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las
sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el
fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre
de plateada barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas.
La mujer sostenía en sus brazos un Niño, que acostó en el establo.
Al punto mismo, una música divina resonó. Eran cadencias de gozo,
la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte, entremezclada
con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron
a bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos,
cestillos de frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más
presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.
Y, parados ante la gruta, se postraron,
estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos
alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito,
que no apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión
que recibía. El muchacho se había incorporado, lentamente, y también
en su mirada, como en la de los rústicos cabreros, brillaba la chispa
de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan
humana!
Entre el silencio repentino de la
adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros
más delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala
contigua. Eran muchas voces, afinadísimas, unidas en masa coral,
elevando el himno, triunfal, glorioso: «¡Aleluya, aleluya! ¡Nos
ha nacido un niño! ¡Aleluya!».
Cogió la madre a su hijo, va con
alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de
ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría,
como si en tal momento no se pudiese perder minuto. Corría, porque
Fernando, al oír el cántico, había murmurado bajito:
-¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso!
Y, ya al pie de la gruta, haciendo
apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y
señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica
ardiente:
-¡Bésalo, Fernando!
El muchacho dudó un segundo, como
si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto
salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:
-¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene!
Y aplicó los labios a la faz de rosa
que despierta, le sonreía...
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