Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Navidad de lobos
Había cerrado la noche, glacial y
tranquila. Las estrellas titilaban aún, palpitantes, como corazones
asustados. No nevaba ya: una película de cristal se tendía sobre
la nieve compacta que cubría la tierra. El cielo parecía más alto
y distante, y la sombra siniestra de los abetos, más trágica.
En el fondo del bosque, los lobos,
guiados por sus propios famélicos aullidos, iban reuniéndose. Salían
de todas partes, semejantes a manchas obscuras, movedizas, que iluminaban
dos encendidos carbones. Era el hambre la que los agrupaba, haciendo
lúgubres sus gañidos quejumbrosos. Flacos, escuálidos, fosforescente
la pupila, parecían preguntarse unos a los otros cómo harían para
conquistar algo que comer. Era preciso que lo lograsen a toda costa,
porque ya sentían el hálito febril de la rabia, que contraía su
garganta y crispaba sus nervios hasta la locura.
Uno de los lobos, viejo ya, hasta
canoso, desde el primer momento fue consultado por la multitud.
Gravemente sentado sobre su cuarto trasero, el patriarca dio su
dictamen.
-Lo primero es salir de este bosque
y juntarnos, en el mayor número posible, para caer sobre alguna
aldea o poblado en que haya hombres. Nos rechazarán, si pueden;
pero si podemos más, les arrebataremos sus ganados, y quién sabe
si algún niño o hasta algún mozo. Tendremos carne viva y sangre
caliente y roja en que hundir el hocico.
-La población más próxima es Ostrow
-advirtió un lobo de desmedida corpulencia-. Ya he cazado yo allí
una criatura de un año. Sus padres se dejaron la puerta abierta...
-Hoy -continuó el Lobo Cano- es una
noche solemne, en que festejan el nacimiento de su Redentor. Como,
además, se consideran nuevamente redimidos, y creen haber triunfado
de sus opresores, estarán contentos y descuidados, y con la comilona
y el aguardiente no habrán pensado tanto en echar el cerrojo a los
establos y cuadras. Aprovechemos esta circunstancia favorable. Ánimo,
hermanos hambrientos. Aullad de firme, para que nos oigan en los
bosques vecinos y nos presten ayuda.
La bandada se puso en camino, abiertas
las sanguinosas fauces, sacada la seca lengua. De tiempo en tiempo
se paraba a lanzar su furioso llamamiento. Y de todos los puntos
del horizonte, otros aullidos contestaban, y centenares de manchas
negras caían sobre la nieve, engrosando la bandada, que iba haciéndose
formidable. El negro ejército cortaba, con la rapidez de la flecha,
la estepa desierta y resbaladiza, que, bajo la claridad estelar,
se extendía leguas y leguas. Ya no era bandada, sino hormiguero
infinito, y el calor de los alientos abrasadores y el martilleo
de las patas ágiles rompía la costra del hielo y fundía su helada
superficie. Avanzaban, impulsados por su desesperación, y todavía
no se divisaba habitación humana alguna. Al cabo, distinguieron
una claridad rojiza y algo densa, como una niebla. Según se aproximaron,
vieron que era Ostrow, que, envuelta en humo caliginoso, ardía por
uno de sus extremos.
Con la rapidez propia de aquel país
de construcciones de madera resinosa, el incendio iba propagándose.
Oíanse los chasquidos de la llama, y una multitud, entre la cual
había heridos y moribundos, alzando al cielo las manos, presenciaba
el espectáculo terrible, sin hacer otra cosa que lamentarse. Un
grupo menos numeroso, armado, de gente de rostro patibulario y encendido
de borrachera, atizaba el incendio y aplicaba antorchas a las construcciones
intactas aún.
-¿Veis esto? -preguntó el Lobo Cano
a los demás-. Son los hombres, que queman las mansiones de los hombres.
Nosotros no cometeríamos tal insensatez. No nos mordemos los unos
a los otros.
-Tampoco -respondió el lobo gigantesco-
nos dejaríamos tratar así. Éstos de Ostrow merecen lo que les pasa.
¿Por qué no toman sus hachas de leñadores?
-Lo esencial -gañó una loba joven
que quería dar pitanza a sus cachorros- es ver si entre la hoguera
hay algo. Yo me arrojo a ella sin miedo; más vale morir abrasado
que de hambre.
Persuadida de esta verdad, y animada
por su fuerza y número, la bandada se precipitó dentro de la incendiada
población. Se arrojaron contra todos, contra los incendiarios y
contra las víctimas, mordiendo calcañares, destrozando ropas, saltando
al cuello de unos y de otros. Los incendiarios, que estaban armados,
dispararon sus fusiles, a la ventura, sobre las fieras, y algunos
lobos cayeron; pero los restantes se abalanzaron con mayor empuje.
Huyendo de la llama que cundía y les chamuscaba la piel, los lobos
arrastraban fuera del círculo del incendio a las víctimas que podían
sorprender; y, sobre la enrojecida nieve, remataban a su presa y
la despedazaban con dientes agudos, se oía el crujir de las mandíbulas,
el roer de huesos y los gruñidos de placer al devorar. Y se dijera
que la bandada, al caer heridos muchos lobos, aumentaba en vez de
disminuir. Era que los animales se habían envalentonado y, desafiando
el incendio, registraban todas las casas, atacaban a todas las personas,
con frenesí de destrucción. Donde venteaban un animal doméstico,
sorprendido por el fuego en su cobijo, y les daba el olor de la
socarrada carne, se lanzaban, sin miedo a tostarse las patas, saltando
por cima de las abrasadas maderas hasta llegar hasta el plato sabroso,
caliente en demasía. Había un edificio donde potros y cerdos, encerrados
en el establo, se asaban lentamente, y su grasa chirriaba, y su
olor convidaba. Un racimo apretado de lobos se precipitó allí. Sacaron
el manjar de entre la brasa y empezaron a regodearse. Festín como
aquél no lo recordaban. Estaba exquisita la pieza dorada y chascada
por la lumbre, y los mismos lobos estiman un asado en punto.
Y los incendiarios, diezmados y aterrados,
buscaban sus monturas; muchas habían sido ya arrebatadas por los
lobos. Los que pudieron conseguir montar desgarraron con la espuela
los ijares de los jacos peludos y recios, que temblaban con todos
sus miembros y enderezaban las orejas resoplando. Salieron en loco
galope, con la esperanza de dejar atrás al ejército de salvajinas,
de ponerse fuera de su alcance. Uno de los incendiarios tenía sujeta
por las trenzas a una moza rubia, su parte de botín. La muchacha
gemía, se retorcía las manos, porque acababa, no hacía una hora,
de ver arder su casa y caer bajo los golpes de los feroces asesinos
a su padre, viejecito, y a un hermanillo de doce años. Y en su cabeza
danzaba una confusión de horrores, entre los cuales sobresalía el
horror de no comprender. ¿Por qué los mataban, por qué hacían ceniza
sus viviendas? No era el extranjero quien así procedía: eran sus
propios hermanos, los que se decían salvadores del pueblo, y a quienes
en nada habían ofendido. ¡Y cometían el pecado en la misma noche
en que nacía Cristo Nuestro Señor! ¿Por qué los hombres habían sufrido
sin lucha aquellos atentados? ¿Por qué no habían resistido al mal?
Ella era una mujer, sus fuerzas escasas, pero sentía en su alma
el ardor de la indignación, porque aquellas cosas no podían agradar
a Cristo, nuestro Redentor: aquellas cosas eran obra de las potencias
infernales, eran la sombría acción de los demonios, que acaso se
habían metido en el cuerpo de los lobos aulladores, para castigar
a los malvados y hartarse de sangre de cristianos ortodoxos. Y la
muchacha, al observar que su opresor iba a alzarla por la cintura
para sentarla delante de su caballo y huir con ella, rápidamente,
sin meditarlo, echó mano al revólver que él llevaba pendiente de
su cinturón, y disparó casi a boca de jarro, sin contar los tiros,
hiriendo a bulto, y saltando después sobre el caballo, que salió
espantado, a trancos de terror.
El Lobo Cano, entre tanto, aconsejaba
a sus hermanos, los dirigía:
-Echaos sobre los que llevan fusiles.
Inutilizad primero a ésos, que los otros no tienen coraje. No os
entretengáis con los asados; también la carne fresca y cruda es
buena y sabrosa. No me dejéis alma viviente. Somos más, somos el
número. Para todos habrá festín. ¡Ánimo, que ya apenas resisten!
Y era cierto. Los incendiarios, espantados
del fin que preveían, se habían arrodillado, y renaciendo en ellos
ante la horrenda muerte el misticismo y la devoción, imploraban
a todos los santos nacionales: San Cirilo, San Alejo, San Sergio,
la Virgen de Kazán... Y murmuraban:
-¡Qué triste noche!
El Cano les contestó con un aullido:
-¡Triste para vosotros! ¡Para los
lobos, alegre!
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