Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
La Navidad del pavo
El mayor mal que puede sobrevenir
a un ser naturalmente estúpido, es adquirir de pronto los dones
de la inteligencia. Si lo dudáis, os referiré la aventura de un
pavo, del cual, si se descuida, no quedarían ni huesos, porque los
huesos de pavo son muy gratos a los canes.
En este pavo de mi cuento existía,
por lo menos, el instinto de conocerse y saber que, inteligencia,
no la tenía. Y es cosa poco común, pues la inmensa mayoría de los
pavos se juzga muy avisada, y se hincha y robumba de orgullo, por
tan ventajosa opinión de sí propia.
Nuestro héroe, al contrario, conocía,
como conoció la abutarda el pesado volar de sus hijos, que no le
unía a Salomón lazo alguno; que era tonto perdido desde el día de
nacer. Y como la humildad es el reducto en que se abroquelan los
tontos, o mejor dicho, en que debieran abroquelarse, nuestro pavo,
humildemente, determinó pedir a quien fuese más que él y que todos,
que le hiciese, de la noche a la mañana, brotar talento. Su ruego
se dirigió al Niño Jesús, que se veneraba en la casa cuyo corral
habitaba el pavo. Sabía que el Niño puede proteger al que le implora,
y que a la tía Carmela, guardiana del corral, en más de una ocasión
el Niño la sacó de graves apuros. Era, además, tan lindo y gentil
el divino Infante, que atraía y convidaba a pedirle favores. Caía,
pues, la cresta; entornando los ojos bajo la azul membrana que los
protegía, el pavo se acercó a la urna en que el Niño vestido de
rancia seda blanca, alzando en la diestra su mundillo de plata que
tiene por remate una cruz, derramaba la gracia de su faz riente
y la bondad de sus ojos de vidrio sobre la pobre casa y sus moradores.
Y el Niño, recordando que Francisco, el de Asís, miró como a hermanos
inferiores a los irracionales, sintió un movimiento de simpatía
hacia la gallinácea destinada a saciar la glotonería de los humanos,
y quiso atender a su súplica.
Mas cuando supo lo que pedía el pavo,
la manezuela regordeta que ya iba a bajarse concediendo, se alzó
otra vez, y en el lenguaje del misterio, el Niño dijo al pavo:
-Pero ¿tú has pensado bien lo que
solicitas?
Como el pavo insistiese en su demanda,
el Nene porfió. La inteligencia, para un pavo, era igual que la
hermosura para una almeja: ¡don inútil, y tal vez hasta funesto!
Mas el peticionario insistió: ¡quería a toda costa aquella cualidad
que tanto se alaba en el hombre! Y entonces, Jesusín otorgó...
Sintió el pavo como si dentro de
su cabeza se encendiese viva luz. Todo lo vio claro y con realce.
Él era un volátil torpe a quien mantenían en un corral, echándole
todos los días el sustento, sin que se le impusiese otra obligación
ni otro trabajo sino ir engordando y descansar. Sus congéneres,
los demás pavos, estaban en igual caso, y, sin meterse en más averiguaciones,
picaban el grano, devoraban el cocimiento de salvado, glugluteaban
satisfechos, hacían la rueda, cortejaban a las pavas y dormían sueños
largos, en la tibieza del cobijadero que les abrigaba de noche.
Nuestro héroe, dotado ya de la facultad de comprender, comprendió
que los demás pavos eran felices. En cuanto a él..., variaba: vivía
inquieto, en continua ansiedad, en incesante sobresalto, cavilando
en lo que podría sucederle, después de aquella regalona existencia,
y si duraría. Poco tardó en adquirir noticias respecto a este extremo.
Palabras sueltas de la guardiana, conversaciones con las vecinas,
le ilustraron. La señá Carmela solía gruñir entre dientes:
-Híspete, pavo, que mañana te pelan...
Tú veras, cuando la Navidá llegue...
Y si bien nuestro héroe, con entendimiento
y todo, no podía hablar, ni preguntar qué pasaría cuando la Navidad
llegase, bien se le alcanzaba que cosa buena no podía ser. No; tenía
que ser muy mala, muy cruel, muy terrible. Esta convicción se fortaleció
cuando, al acercarse la anunciada época de Navidad, notó el pavo
que a él y a sus compañeros les imponían un régimen extraordinario,
inexplicable. ¿A qué venía, me quieren ustedes decir, tanto atracarles
de bolitas de pan, y después, tanto introducirles bárbaramente en
el gañote nueces enteras con su cáscara, duras como guijarros, y
progresando en el número hasta llegar a veinte diarias? Nuestro
protagonista creía sentir que se le rajaba el buche. «Jamás las
digeriré», pensaba, sofocándose. Y al cabo las digería, pero pasaba
el día entero presa de entorpecimiento y modorra, cual los hombres
que sufren dilatación gástrica...
Una mañana, cuando acababan de administrarle
la vigésima nuez, entró una vecina, la cacharrera de al lado, y
dijo a la señá Carmela:
-¿Tié usté un pavo listo ya? ¿Bien
cebadito? Me ha encargao de buscarlo el cocinero del señor marqués...
Es pa la cena de Navidá. Ha de ser cosa de satisfacción.
-Aquí hay uno que paece un tocino...
Mírelo usté, y tómelo al peso...
Y cogiendo a nuestro héroe por las
patas, a pesar de una desesperada resistencia, sopló la mujer sobre
el plumaje de los zancos, para hacer ver la piel estallante de grasa.
-No paece malo -declaró la cacharrera-.
Le pediremos cuatro pesos, y usté me da a mí un par de pesetillas...
-Y el cocinero le pone seis duros
al señor marqués... y arza -repuso la señá Carmela.
A nuestro pavo se le había cubierto
de lividez la cresta, el moco y las carúnculas; al dejarlo en tierra
la señá Carmela, apenas podía tenerse en las patas. Había comprendido
perfectamente, puesto, que tenía la facultad de comprender. Iban
a venderle para degollarle y devorar sus restos. ¡Horrible destino!
Nada podía hacer para evitarlo. ¿Huir
del corral? ¿Esconderse? ¿Y adónde iba? Por todas partes le acompañaría
como una sentencia de muerte su gordura, su fatal grasa fina, de
ave de lujo. El primero que le atrapase, le retorcería el pescuezo
y le pondría a asar. No había escape. Su suerte sería la misma de
sus compañeros..., sólo que éstos ignoraban el triste sino, y la
víspera de su degollación comerían con el mismo apetito la ración
de salvado, y tragarían las duras nueces, sin protesta.
Entonces conoció nuestro pavo por
qué le decía Jesús, con su risa de hoyuelos:
-Pero, ¿tú sabes lo que pides?
Y revistiéndose nuevamente de humildad,
logró entrar en la salita donde se alzaba la urna, y su muda plegaria
se elevó hasta la dulce imagen. El Niño ya sabía de lo que se trataba.
Comprendía la tragedia interior de la desventurada ave, que, a diferencia
de las demás de su especie, sabía, sabía de la ceba, del agudo cuchillo,
e iba a saber del impío rellenamiento, del horno ardiente, del nuevo
despedazamiento en una mesa donde se ríe y se bebe champán, masticando
la pechuga blanca del ave mísera. Piadoso, Jesús bajó de nuevo la
mano, y murmuró:
-Ve en paz. No temas.
Se fue el pavo, consolado, tranquilo,
porque en él había surgido una fuerza admirable, un resorte desconocido,
¡la fe! ¡Y la fe es buena hasta para los pavos, y es más fuerte
que el cuchillo y que el horno! El pavo no temía, puesto que el
Niño le ordenaba que no temiese.
Eran, sin embargo, para dar pavor
las circunstancias. Le habían cogido en el corral y trasladado a
las cocinas del marqués. Y allí, su futuro verdugo, el pinche, se
dedicaba a hacerle absorber tragos de aguardiente, alternando con
él en la tarea. Poco a poco, la embriaguez se apoderaba de nuestro
pavo. Sus pasos eran vacilantes, su cresta despedía fuego. Un vértigo
le confundía.
En medio de este vértigo, parecíale
sufrir una transformación. Sus miembros perdían la elasticidad.
Poco a poco, en vez de pavo de carne, se convertía en pavo de cartón
iluminado, muy bien modelado, sostenido en dos patitas de alambre.
Y oía exclamaciones de furor en la cocina. El jefe reñía colérico
al pinche.
-A ver qué has hecho del pavo. So
curda. ¡Lo has tomado y lo dejaste escapar!
Y casi al mismo tiempo, la doncella
gritaba:
-¡Habrase visto! ¡Pues no se han
traído aquí el pavito de Belén! ¡Vente, monín, que voy a llevarte
a tu sitio!
Momentos después nuestro pavo, acartonado
completamente, inmóvil, reposaba al pie del Niño Dios, que, entre
sus pañales, bendecía a los pastores, y aceptaba los dones de los
Reyes Magos. Salvado del suplicio, salvado de que triturasen sus
carnes dientes glotones, el pavo miraba con infinito reconocimiento
al Infante divino. Encontraba que estar allí, a sus piececillos,
bajo el hálito pacífico del buey y de la mula; ser uno más en el
sacro bestiario, era una suerte mejor que la de antes, una suerte
feliz. ¡Aleluya!
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