Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cena de Navidad
Fue la mía de aquel año una Nochebuena
original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su
nota característica.
Me encontraba yo en el pueblo de
E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés,
cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado -y no había
más remedio sino obedecer-. En mi deseo de volver a Madrid, a ver
gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron
las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá,
en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas,
pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar
esos arreglos...».
Como se hizo tanto de rogar, la carta
llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar
el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta
el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes,
y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima,
por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero
esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela
en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.
Salí del pueblo a cosa de las cinco
de la tarde -el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del
jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi
maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos
tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando
que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo,
por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas,
del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con
la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre
en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales.
La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.
Desperté como de un sueño, oyendo
dos voces rudas que me interpelaban.
-¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!
El camino hacía violenta revuelta,
y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron
encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese
sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos
dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos
de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño
revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique
puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente
y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también
el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente.
Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma,
añadiendo al expolio el reloj: más limpio me dejó que una patena.
Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con
arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los
brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura.
El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla.
Luego, imperiosamente, mandó:
-¡Hala p’alante!
Hasta este momento yo había guardado
un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote
de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:
-¡Caballeros, ya tienen en su poder
cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!
Pero el bandido, lacónico, se limitó
a repetir:
-¡Hala p’alante!
Y no hubo más remedio, porque las
bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de
la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata.
Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron
bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para
no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba
la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas
mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los
bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó
al otro:
-Ya tamo cerquiya... Aúpalo.
Me auparon, efectivamente, y dando
tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión,
la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince
años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos
negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo,
donde quedé inmóvil.
La cueva era extensa y tenía dos
salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para
dar salida al humo, ardía una hoguera.
-Espabílate, Ramonsiyo -dijo el jefe-,
que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval!
¡A ve si te luses!...
La despensa estaba bien provista.
Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas
serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de
manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero
que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible,
reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había
tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte
cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba,
y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso
Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los
mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el
amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban
hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo
un tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:
-A esatarle.
Libres ya mis manos, me dijo con
sombrío ceño:
-Ahora, cabayero, escriba una cartita
a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si
no...
Un ademán expresivo, hecho a ras
de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó
la frase.
Yo no quiero pasar por héroe. Tengo
mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría
por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa
ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia
y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso,
para su fortuna enorme? No, no era posible. Con ademán enérgico
rechacé el tintero y el papel.
-Hagan de mí lo que quieran, pero
no escribo ni escribiré tal cosa.
Carmelo me miró con siniestra frialdad.
-Güeno; pos si está cansao de viví,
ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar
corasón, paque pene poco...
Al ver tan próximo el horror del
fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz
de súplica ardiente, le imploré:
-No me mate usted ahora, señó Carmelo...
No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia.
Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe
matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y
quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de
matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está
acostando en las pajas del pesebre...
Con gran sorpresa mía, el bandido,
lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele
quisiese arrastrarme afuera, le detuvo.
-Déalo, hombre; mañana será otro
día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.
Comprendí que se aplazaba mi suplicio,
y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a
implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.
-Tengo mucha hambre, señó Carmelo,
y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que
hay?
-Güeno, por eso no reñiremos: senará
usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha
atendío.
¡Y se me atendió a fe, con abundancia!
Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón,
que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores
de confitería que también incitaban a beber. Temo haberme achispado
un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro
me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado,
una protección divina descendía sobre mí...
Desperté bruscamente al ruido de
un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias...
Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre
captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la
cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó
Carmelo, codo con codo...
-Ha sido el espolique el que me dio
la noticia sin querer... -decíame poco después mi amigo-. No pudo
negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!
En efecto, hasta recuperé el dinero,
que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no
puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese
despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...
-Adiós, señó Carmelo -le dije-. Su
cena estaba riquísima...
-¡Váyaste a jasé burla de quien lo
parió! -respondiome brutalmente.
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