Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Navidad
La familia es de las que más abundan:
clase media que no se resigna a pertenecer al pueblo. Con esta sencilla
definición puede que bastase para formar exacta idea de las interioridades;
sin embargo, bosquejaré la situación de sus individuos.
El jefe nominal es un hombre de
bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre a su oficina,
y allí fuma quince o veinte cigarrillos, charlando largamente de
la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente
y de la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas
la semana anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a
relucir a las niñas, pues sospecha que entre los compañeros de oficina
alguno les hace cocos, y sueña con el yerno -para que sus vástagos
continúen la dinastía burguesa-, no vayan a tener las chiquillas
la endiablada ocurrencia de casarse con un carpintero o un maestro
de obras.
El jefe verdadero -es decir, la
mamá- es una de esas cuyas siluetas trazaron con sal y donaire Luis
Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El estado psíquico
de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos,
tiene sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación
permanente que determina el verse obligado a sacar rizos donde no
hay pelo, o sea, a gobernar casi sin guita. La conocida pareja que
tantas veces ha desfilado por el escenario, haciéndonos reír; el
marido tembloroso y calzonazos, la mujer que muerde y pega, no admite
otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el varón
que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la
hembra para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el desquite,
el desahogo de la esposa, en diarios insultos, en todo género de
malignidades, en una tiranía doméstica con refinamientos de tortura
china.
Las niñas... Como si las estuviésemos
viendo. Son tres. Una de ellas, Melita -diminutivo de Carmela-,
es de perfectísimas facciones, y la familia espera siempre al novio
millonario. Lo malo es (sigue creyendo la familia) que toda aquella
belleza de Melita está eclipsada por la falta de trajes, sombreros,
palcos, saraos y coches. De las otras dos, Bárbara y Pepa, la última
es gibosa; no se espera casarla; se desearía, a lo sumo, consultarla
con eminencias... En cambio, Barbarita, derecha como un pino, fea,
graciosa, de magníficos dientes y ojos de lumbre, tiene siempre
«coqueros» y más partido que la bella Melita. Y las tres hermanas
no viven un minuto en paz, zahiriéndose continuamente por si tú
eres pavisosa; si tú, una cabeza de viento; si tú, como naciste
así, no puedes ver a las que tenemos recto el espinazo. Sólo en
un punto andan acordes las niñas: que papá es muy bueno, convenido...;
pero que no... sirve para nada. Y el fondo del alma de las doncellas
es igual al de la dueña y jefe de familia: asfixia por falta de
medios, el fermento de las estrecheces y apuros diarios, la privación
de cuanto halaga a la juventud, la mortificación del amor propio,
de la vanidad... y hasta del estómago; porque para comprar un sombrero
hay que no comer cosa nutritiva, que vivir de patatas guisadas y
desperdicios de carne...
Falta al catálogo de la familia,
el hijo..., y pardiez, que falta lo mejor, como suele decirse cuando
lo que se omite es lo peor de todo lo imaginable. El niño de los
señores de Camarena -éste es el apellido- logra descollar entre
los infinitos ejemplares de su clásico tipo que abundan por ahí.
No lo habrá más perdido, ni más holgazán, ni más simpático. Es de
los que se hacen querer, no sólo por sus franquezas y alegrías con
todo el mundo, sino por su labia y chiste. Y el muchacho -muchacho
perpetuo, aunque va frisado en los veintisiete- ni ha terminado
sus estudios, ni quiere dedicarse a cosa alguna, ni se sabe con
qué dinero anda siempre de juerga, paga en el café, concurre a los
teatros, se presenta bien trajeado y, en suma, se conduce como si
sus padres tuviesen una bonita renta y la necedad de derrocharla
en mantener a un ocioso. El padre, desesperado, calla: le cohíbe,
en esto como en todo, el miedo doméstico. La madre, cuando el esposo
ha sacado la conversación del proceder de Ramoncito, salta a los
ojos del padre y le quiere comer por sopa. Ramoncito no es como
otros, que nacieron para pobretes; Ramoncito, hoy, «se las arregla»,
y mañana se casará con una rica, de las muchas que por él beben
los vientos; y su mujer no se verá en el caso de tener que ir con
el cesto a la compra, como le ha sucedido a toda una doña Josefa
Galíndez de Camarena esta misma mañana, por encontrarse sin servicio
-en el día, quien no puede pagar sueldos de cinco duros, no halla
criados-. ¡Ah! Si la cosa seguía así, ella se determinaría a ofrecerse
de asistenta en alguna casa; pues de barrer y encender el fogón,
siquiera que se lo pagasen. ¡Quién se lo había de decir cuando se
casó! -y lo demás de la retahíla-. Agachando la cabeza, Camarena
huye de la tormentosa alcoba conyugal, se refugia en la oficina
o en el café, en el dominó, en los cigarrillos, los rumores de crisis
y la actitud de Lerroux y de Melquíades Álvarez...
Al acercarse la Navidad, la familia
de Camarena atraviesa una crisis... Las muchachas no tienen materialmente
qué ponerse, ni traje, ni abrigo; el gabán del padre, inservible;
la madre, por decencia, ha menester botas; están sin pagar cuatro
meses el alquiler del piano de Barbarita; con el casero han ido
atrasándose sin saber cómo -le deben un trimestre-, y si del almacén
de pianos sólo puede recoger su carraca, el casero los pondrá en
el arroyo. ¡A tal punto se llega con hombres inútiles y sin disposición
para nada! Se acordó juntar para la casa: ante todo, era lo primero.
Se arañó de aquí y de allí, y reunieron los cuarenta y cinco duros
del trimestre. La madre los ocultó en un cajón de la cómoda, debajo
de un paquetito de algodón de repasar. Echó la llave y avisó al
administrador para la cobranza... Cuando éste vino, al buscar la
señora su pequeño tesoro, no estaba allí... El cajón, sin embargo,
no había sido abierto. Criada no la tenían desde hacía un mes. Hubo
consternación, drama íntimo, encerrona del papá y la mamá, conversación
horrible en que cada palabra es una herida... Y Camarena, insultado
una vez más, acusado de la sustracción -para que él no acusase a
otro, al que «se las arreglaba tan bien»-, salió hacia la oficina,
saturado de vergüenza, en uno de esos momentos que desquician el
espíritu. Sucede así que sin ruido, sin nada que parezca modificar
la situación de las personas, se colma un día la medida del sufrimiento,
y las convicciones giran sobre su eje y el corazón se curte en jugos
venenosos, el veneno mortal de la injusticia, del desamor, del menosprecio
de la mujer al hombre honrado y que no sabe acuñar moneda con su
conciencia...
***
Camarena lleva la boca más amarga
que su vivir. En toda la noche no ha dormido. No se ha desayunado.
La bilis le tiñe de amarillo el rostro. Llega a la oficina. Los
compañeros están de broma; se preparan a festejar una alegre Nochebuena,
si les cae al otro día el premio -vamos, aunque no sea el mayor
se contentarán-. La oficina, rumbosa, ha jugado dos décimos, en
los cuales Camarena no quiso participación, por economía.
Ahora lo siente... ¿Quién sabe?
Acaso... Y se instala ante su pupitre, medio idiotizado, ebrio de
pena y tronzado de impotencia. ¿De qué sirven la hombría de bien,
la rectitud? Felices los que «se arreglan...». Ellos poseerán el
dinero, y además el cariño.
Sepultado en estos pensamientos,
no repara que un caballero, grueso, apoplético, se acerca, se detiene.
Sólo cuando formula una pregunta relacionada con un expediente en
tramitación, alza el empleado la abatida cabeza, y contesta, sin
enterarse. El caballero entonces saca la cartera y extrae de ella
documentos, que examina, confronta y manipula, hasta exponer su
interrogación. A su vez, Camarena registra cajones, da noticias...
El caballero, expeditivo, a pesar de su figura de botarga, se va
apresurado: tiene que coger el tren. Camarena va a recaer en sus
vacilaciones tristes, cuando, al pie del escritorio ve un papel...
Lo recoge... Es un décimo de lotería...
Lo primero es guardarlo en el bolsillo,
por instinto, y con disimulo. Mira alrededor. Nadie se ha fijado.
La mesa de Camarena está semioculta por un biombo, que la resguarda
de las corrientes. En su alma no hay lucha ni resistencia. Si se
hubiese tratado de un billete de Banco es seguro que la habría.
Pero un décimo... es el azar: probablemente no se roba nada al robar
un décimo; y menos al recogerlo cuando lo dejan caer. Quien lo ha
dejado caer no es una persona: es la suerte, la suerte loca, la
suerte bribona, mujer liviana, que acaricia a capricho. Si el caballero
volviese... No volverá... Tiene que tomar el tren...; y al pensar
así, cierto estaba Camarena de que aun cuando volviese... Por si
acaso, se retiró temprano de la oficina. Almorzó en su café, al
fiado, y pidió cosas buenas y, sobre todo, cigarros finos. A su
alrededor oía hablar del sorteo: todo el mundo palpitaba de esperanzas.
Camarena sintió abatirse las suyas como pájaros heridos de perdigón.
Entre tanto, ¡casualidad sería!...
Como en sueños, volvió a su casa,
soportó frases fustigadoras de la esposa, vio la palidez de las
hijas, y en los ojos de la menor, de la pobre gibosa, lágrimas que
caían sobre el plato vacío... Les habían notificado el desahucio.
***
A la mañana siguiente, Camarena
oye vocear la lista grande. Salta de la cama y, medio vestido, baja
al portal. A la primera ojeada se lleva las manos a la garganta,
al corazón después... No suelta el papel: lo mira atónito... ¡«Su»
número! ¡«Su» décimo, premiado! ¡El premio mayor, en «su» décimo!
Sí, allí estaba; pero ¡si estaba allí...! Y lo que experimenta el
empleado no es alegría; se siente como estúpido: casi es dolor,
casi es puñalada una dicha semejante...
Se repone. De escrúpulos, ni rastro.
Todo aquello era obra de la suerte..., y nada más. El billete de
lotería es documento al portador... No iría, sin embargo, a cobrar
en persona. ¿Quién sabe si el caballero grueso había avisado en
la administración? Y combina un fraude, una defensa, una estratagema...
Corre a casa de un usurero; tenía
de estas relaciones. El usurero se cerciora de que el número está,
en efecto, premiado, y se presta a descontar el décimo inmediatamente.
Se embolsa unos miles de pesetas, y entrega, sin que medie contrato
escrito, los miles de duros. No hay responsabilidad para Camarena.
Si surgen dificultades, que «se las arregle» el usurero. Le ha cegado
la codicia; no ha sospechado el peligro, ni ha encontrado extraño
que Camarena, pudiendo cobrar de otro modo, le lleve el vellón de
lana a las uñas...
Al entrar en su casa con la fortuna
en el bolsillo, Camarena ha adoptado una resolución. Desde aquel
momento, él es quien manda. De aquel dinero se hará lo que él quiera.
Él lo aumentará, lo hará fructificar. Siente ya ambiciones de rico.
Melita se lucirá en un palco; Bárbara se casará a su gusto; Pepa
irá a Alemania a una clínica, a ver si le curan la deformidad...
Cuando se avista con su cónyuge,
al notificar el cambio de situación, formula el cambio de política,
el programa de gobierno... ¡Ay del que intente sustraerse a su autoridad!
Por primera vez, la señora de Camarena
se somete, y, amorosa, echa los brazos al cuello al esposo y le
moja la cara de lágrimas de ternura... En efecto, ya tiene derecho
a ejercitar el poder quien trae a su hogar, no la estrechez, sino
el bienestar, el lujo...
En la suculenta cena de la noche
entre el besugo y la ensalada de coliflor, al destaparse una botella
de espumoso, sonaron estas palabras extrañas en boca de la amansada
arpía, y respondiendo a planes e iniciativas de las muchachas:
-Niñas, ¿cómo se entiende? Se hará
lo que vuestro papá disponga...
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