Nº 1. noviembre 2003/Revista Electrónica
cuatrimestral.
Cuentos de Navidad:
Manuel
Mujica Láinez (1910-1984)
LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS
Relato perteneciente a "Misteriosa Buenos
Aires"
de Manuel Mujica Láinez
Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos
y su plumero entre las maderas del órgano: A sus pies, la
nave de la iglesia de San Juan Bautista yace en penumbra. La luz
del alba -el alba del día de los Reyes- titubea en 1as ventanas
y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro
de los altares.
Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con
trabajo 1os libros de coro casi tan voluminosos como él.
Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere
no mirarlo hoy.
De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna
le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes;
ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís
de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de Colonia
del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el
sacristán tira de un cordel.
El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí,
y se extiende detrás del órgano al que protege del
sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los
intersticios, muévense las altas figuras que rodean al Niño
Dios.
Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso.
Y hoy no osa mirarlas.
Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar.
Lo colgaron allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas,
cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal, el canónigo,
quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis
onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica.
Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las
embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó
como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria.
El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según
un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole
el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar
el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas
de Santa Clara.
El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal.
Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos
encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento
quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el
ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las mantillas
de les devotas. Mañana no descansarán los aguateros,
y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el
río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo
de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza
en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere
darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor
del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de
los séquitos orientales.
Ya empezó la primera misa. El capellán abre los brazos.
y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende
hacia las bóvedas la fragancia del incienso.
Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios.
Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de
oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor
levísimo, algo que podría compararse con una ondulación
ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil
hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza
sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir.
Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor
de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.
Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal
ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así,
aislado, cinco años ha. Le parece que una brisa trémula
se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y
va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.
Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra.
A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes
ante la llegada de los magos que guiaba 1a estrella divina.
Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán-
obtulerunt ei munera, aurum, thus et myrrham.
Una presión física más fuerte que su resistencia
obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con
el gran tapiz.
Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies
del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto
de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes,
el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, el Rey
negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere
la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear
de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye
detrás de la Virgen María, allí donde la mula,
el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas
de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando
esas voces delgadas que son como subterránea música.
Delante del Niño a quien los
brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero
otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde
se arremolina el polvo de las caravanas y cuando se aproximan se
ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza
remota. Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño
telar; éste lanas y sedas multicolores; aquél desenrosca
un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas
diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones.
Caen de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño
Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los magos,
mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos
de las manufacturas flamencas.
Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa
Familia.
En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.
Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que
está colmado su estupor, un personaje aparece delante del
establo. Es un hombre muy hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva
un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor
del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero
de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios.
Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal,
de orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto
a la mirra y los cofres, Rubens deja un pincel.
Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal
se esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso
vibra y espejea en torno del Niño.
Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un
imperceptible ademán, como invitándolo a sumarse a
quienes rinden culto al que nació en Belén.
Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues
el Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los
dedos aristocráticos del gran señor que fue el último
en llegar y que le ayuda a izarse para que pose los labios en 1os
pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca
su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.
Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero
de barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto
súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva
traza. Apenas ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire
lo sacude con tenue estremecimiento.
Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las
yemas y la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído,
pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su amurallada soledad
donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante
que transforma todo, para siempre.
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