Nº 1. noviembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.
Cuentos de Navidad:
JUAN
BOSCH (1909-2001)
La Nochebuena de Encarnación Mendoza
Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza
había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos,
razón por la cual pensó que la noche iba a decaer.
Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse
fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el
día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él
se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía
a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda.
Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media
más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y
calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía
bocarriba tendido sobre hojas de caña.
A las siete de la mañana los hechos parecían estar
sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie
había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la
brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los
años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían
de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron,
hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre.
En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse
tan seguro. Él conocía bien el lugar; las familias
que vivían en las hondonadas producían leña,
yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que
habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día
para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo,
estaba perdido. En leguas a la redonda no había quién
se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería
perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza: y aunque
no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían
que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto
de guardia más cercano.
Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque
tenía la seguridad de que había escogido el mejor
lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó
el destino a jugar en su contra.
Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo:
nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito
apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran
a transitar los caminos los habituales borrachos del día
de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos
que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa
y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba
al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos
podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina,
bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería
celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera
fuera comiendo frituras de bacalao.
El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros,
en el camino que dividía los cañaverales de las tierras
incultas- tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor
parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de
ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro
seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas
cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega.
El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía
sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa
y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir
solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales?
Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío
vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido
seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado
cinco, pero quedaba uno para amamantar a madre, y en
él había puesto Mundito todo el interés que
la falta de ternura había acumulado en su pequeña
alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría,
el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría
que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer
tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa
idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito,
sin pensarlo más, corrió hacia la casucha gritando:
-¡Doña Ofelia, emprésteme a Azabache, que lo
voy a llevar allí!
Oyénranle o no, ya él había pedido autorización,
y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo
en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se
perdió a lo lejos. Y así empezó el destino
a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.
Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño
Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba
escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie
de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que
es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió
en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la
voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante
un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún
grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo
él podía ver hasta. dónde se lo permitía
el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada;
no estaba el niño. Encarnación Mendoza no tena pelo
de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando
era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando
la espalda al lado por dónde sentía el ruido. Para
mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.
El negro cachorrillo correteó; jugando con las hojas de
caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando
vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos
ladridos. Llamándolo a voces y gateando para avanzar, Mundito
iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado:
había visto al hombre. Pero para él no era simplemente
un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver.
De otra manera no sé explicaba su presencia allí y
mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En
el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para
que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía
un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que
el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo
con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse
allí, el niño sentía que desfallecía.
Sin intervención de su voluntad levantó una mano,
fijó la mirada en el difunto, temblando mientras el perrillo
reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba
seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En
su miedo, pretendió adelantarse al muerto: pegó un
saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa
violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas,
cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror,
ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar
allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor,
gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:
-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!
A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:
-¿Qué tá diciendo ese muchacho?
Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central,
obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así
como los datos que solicitó del muchacho. El día de
Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para
hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar
por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año.
Pero el sargento era expeditivo; quince minutos después de
haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números
y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto
cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación
Mendoza.
El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la
Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día
y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde
las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del
Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales
y cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la región
se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares,
y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara.
No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y
de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante
la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día
de San Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida
al cabo Pomares.
Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un
impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual
no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos,
Encarnación Mendoza comprendía que con el deseos de
abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba
confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver
la casucha, la luz de lámpara iluminando la habitación
donde se reunían cuando él volvía del trabajo
y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír
con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio
camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía
que ir o se moriría de una pena tremenda.
Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba;
nunca deseaba nada malo, y se respetaba a sí mismo. Por respeto
a sí mismo sucedió lo del día de San Juan,
cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara,
a él, que por no ofender no bebía y que no tenía
más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera,
y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación
Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Solo imaginar
que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para
celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía
el alma y le hacía maldecir de dolor.
Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse
a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado.
Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación
por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba
de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse
de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin
embargo, valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía
la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta,
y le veía cruzando camino y le reconocía, era hombre
perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto,
estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir; caminar
con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a
las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba
a hacer; llamaría por la ventana de la habitación
en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él,
su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro
pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes,
la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada
era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse
a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día
era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir...
Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que
decía:
-Taba ahí, sargento.
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en
el de allá?
-En ése -aseguró el niño.
"En ése" podía
significar que el muchacho estaba señalando hacia el que
ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente.
Porque a juzgar por las voces el niño y el sargento se hallaban
en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones
de caña. Dependía de hacia donde estaba señalando
el niño cuando decía "ése". La situación
era realmente grave, porque de lo que no había duda era de
que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues,
no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión,
Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela,
cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera
con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había
que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó
la áspera voz del sargento:
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí!
¡Usté, Solito, quédese por aquí!
Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado,
con paso felino, Encarnación podía colegir que había
varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban
poniéndose feas.
Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese.
Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo
recorrieron el tablón de caña en que se habían
metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose
las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron
a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.
-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó
el sargento.
-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado
ya.
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie -terció
el número Arroyo.
El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante,
que lo llenó de pavor.
-Mire, yo venía por aquí con Azabache -empezó
a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo
que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió
y se metió ahí.
Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación
de Mundito preguntando:
-¿Cómo era el muerto?
-Yo no le vide la cara -dijo el niño, temblando de miedo-;
solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara.
Taba asina, de lao...
-¿De qué color era el pantalón? -inquirió
el sargento.
-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro
encima de la cara...
Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado,
con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto
se había ido de allí sólo para vengarse de
su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la
noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda
a vida.
De todas maneras, supiéralo o no Mundito en ese tablón
de cañas no darían con el cadáver. Encarnación
Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro
tablón, y después hacia otro más; y ya iba
atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño,
despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo
el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una
pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía
ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la
mañana.
-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó
señalando hacia el punto por donde se había perdido
el fugitivo-. ¡Dentró ahí!
Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia
su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo
por el lío en qué sé había metido. El
sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban,
se había vuelto al oír la voz del chiquillo.
-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nernesio Arroyo.
Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve!-gritó.
Y así empezó la cacería, sin qué los
cazadores supieran qué pieza perseguían.
Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos,
cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí
y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos
y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro
que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender
cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba
más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus
perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él
pensaba que el registro del cañaveral obedecía al
propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día
de San Juan.
Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el
fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar;
y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro
con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se
hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer
sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía
pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue
visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:
-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a
Encarnación Mendoza!
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó
paralizado. ¡Encarnación Mendoza!
-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y a seguidas
echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde
señalaba el peón que había visto el prófugo.
Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones
convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores
del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando
voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación
se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento,
huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al
número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden
do número! -ordenó a gritos el sargento.
Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar
hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían
de un lacia a otro dándose voces entre sí, recomendándose
prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.
Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números
y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos
y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia
se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones,
lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar
si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres
y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente,
preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si ya lo habían
cogido.
Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso
de las tres, en el camino que dividía el cañaveral
de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un
tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que
cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba en la tierra,
manando sangre, cuando recibió catorce tiros más,
pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban.
Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la
lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.
Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas
del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo
de máuser. Era día de Nochebuena y él había
salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en
el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, si bien por entonces
za. Y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver
a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo
ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de
Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría
que coger allí un tren del ingenio para ir a la Romana, y
como el tren podría tardar mucho en salir llegaría
a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse
a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan
con frecuencia vehículos, él podría detener
un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver
o subirlo sobre la carga de un camión.
-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese
vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía
más cerca.
No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro,
cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados
de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios
peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver
atravesado sobre el asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido
por dos soldados y tres curiosos a los que escogió para que
arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.
No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de
llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó
colgado bajo el vientre del asno. Éste resoplaba y hacía
esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse.
Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio,
los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas
a los árboles, o se guarecían en el cañaveral
de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre
comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del tiempo; en silencio,
la voz de un soldado comentaba:
-Vea ese sinvergüenza.
O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había
sido al fin vengada.
Oscureció del todo, sin duda más temprano que de
costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino
se hizo más difícil, razón por la cual la marcha
se tornó lenta. Serían más de las siete, y
apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:
-Allá se ve una lucecita.
-Sí, del caserío -explicó el sargento; y al
instarte urdió un plan del que se sintió enormemente
satisfecho. Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación
Mendoza. El sargento quería algo más. Así,
cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera
casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:
-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que
no podemo seguir mojándono.
Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía
a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban
en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo
estuvo suelto llamó a la puerta de la casucha justo a tiempo
para que la mujer que salió a abrir recibiera sobre los pies,
tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza.
El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía
los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro
antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca
horrible.
La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de
golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una
mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que
a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver
al tiempo que gritaba:
-¡Hay m'shijo, se han quedao güérfano. . . han
matao a Encarnación!
Espantados, atropellándose, los niños salieron de
la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.
-Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían
llanto y horror:
-¡Mamá, mi mamá!... ¡Ese fue el muerto
que yo vide hoy en el cañaveral
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