Nº 1. noviembre 2003/Revista Electrónica
cuatrimestral.
Cuentos de Navidad:
JUAN
BOSCH (1909-2001)
CUENTOS DE NAVIDAD
Pocas historias poseen la virtud de ser contadas o leídas,
produciendo un mismo encantamiento en los niños y en los
adultos. El "Cuento de Navidad" de Juan Bosch es uno de
estos casos de excepción: la ternura, el frescor y la fantasía
deleitan a los pequeños, el espíritu y el mensaje
provocan la reflexión en los más grandes, el tono
vivaz y la escritura tan poética como simple "llegan"
a todas las sensibilidades.
El autor en su estudio teórico, "Apuntes sobre el arte
de escribir cuentos", expresa que el cuentista "padre
y el dictador de sus criaturas, no puede dejarlas libres ni tolerarles
rebeliones", mientras los personajes de una novela, a partir
de sus hechos y de sus caracteres, a veces modifican la acción
originalmente prevista por el novelista. Si bien es cierto que los
textos bíblicos y la tradición cristiana tejieron
la trama del relato y encauzaron los hilos narrativos, Juan Bosch
dio curso a su imaginación creadora. Como los grandes escritores
clásicos que siempre enriquecían y exaltaban los modelos
antiguos, la mitología pagana o las Santas Escrituras.
Es más, tenemos la impresión que el Señor
Dios del Cuento de Navidad se "rebela" contra su autor...
durmiendo, que sus sueños de "varios siglos" no
solamente dejan a los hombres actuar bien o mal (sobre todo) sin
el debido control omnipotente y orientador, sino que ese cuento
de Navidad, a partir de aquella emancipación del héroe
principal, de las de Santa Claus y de los Reyes Magos, se convierte
en estructura novelesca, en una novela, corta y gigantesca, que
boceta los destinos de la humanidad desde sus orígenes. Por
ejemplo, uno de los largos sueños divinos, según el
narrador, permite que se martirice y se crucifique a Jesús
Cristo y el despertar de Dios Padre determina la resurrección,
pero en la técnica de la narración, el incidente significa
un descanso y un impulso para la continuación del relato
y su construcción dinámica, o sea, determina la curva
de la acción.
Tampoco Juan Bosch puede olvidar que él es un historiador
hasta en la obra de ficción. En el "Cuento de Navidad",
él hace historia a grandes rasgos y su pensamiento tiende
a colocar la epopeya transcrita por los Testamentos en el sentido
de la historia de todos los hombres hasta los cataclismos bélicos
y los inventos mortíferos de la época moderna. La
visión histórico-filosófica del escritor trasciende
los límites habituales del género literario, se vuelve
reflexión universal y materia de reflexiones para la generalidad
de los lectores.
La originalidad de Juan Bosch consiste en esta utilización
combinada de la elaboración imaginaria y de las fuentes textuales
para comunicar sus ideas de paz, de fraternidad y de justicia. Y
tampoco es una casualidad que el cuento se cierre sobre una imagen
simbólica y real, que concierne al drama y las esperanzas
latinoamericanas: el padre, la abuela, el niño, la choza
de México transmutan en nuestro continente la Natividad de
Jesús, la pobreza de sus padres y los obsequios de los Reyes.
El cuento cumplió circularmente su ciclo narrativo, devolviendo
a la infancia desamparada de hoy, el mensaje de esperanza que significó
y significa siempre la Natividad. La fábula se convierte
recordamos las palabras de Voltaire en "el emblema de la verdad",
de una verdad que, en el hermoso "Cuento de Navidad" del
profesor Juan Bosch, se confunde con el destino y los anhelos de
la humanidad.
Marianne de Tolentino
Santo Domingo, Diciembre 1977.
I
Más arriba del cielo que ven los hombres, había otro
cielo, su piso era de nubes y después, por encima y por los
lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía
en lo infinito. Allí vivía el Señor Dios.
El Señor Dios debía estar disgustado porque se paseaba
de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada suya era como
de cincuenta millas y a sus pisadas temblaba el gran piso de nubes
y se oían ruidos como truenos. El Señor Dios llevaba
las manos a la espalda, unas veces doblaba la cabeza y otras la
erguía y su gran cabeza parecía un sol deslumbrante.
Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios.
Era que las cosas no iban como Él había pensado.
Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños
de todos los mundos que Él había creado y en la Tierra
los hombres se comportaban de manera absurda, guerreaban, se mataban
entre sí, se robaban, incendiaban ciudades, los que tenían
poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y poderosos, formaban
ejércitos y salían a atacarlos. Unos se declaraban
reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las tierras
y los ganados ajenos, apresaban a sus enemigos y los vendían
como bestias. Las guerras, las invasiones, los incendios y los crímenes
comenzaban sin que nadie supiera cómo, ni debido a qué
causa y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que
el Señor Dios les mandaba a hacerlas y sucedía que
las víctimas de tantas desgracias le pedían ayuda
a Él que nada tenía que ver con esas locuras. El Señor
Dios se quedaba asombrado.
El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa
y especialmente había hecho la Tierra y la había poblado
de hombres para que éstos vivieran en paz como si fueran
hermanos, disfrutando entre todos de las riquezas y las hermosuras
que Él había puesto en las montañas y en los
valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios
había dispuesto que todos trabajaran a fin de que ocuparan
su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien tuviera
lo necesario para vivir y con la claridad del Sol hizo el día
para que se vieran entre si y vieran sus animales y sus sembrados
y sus casas y vieran a sus hijos y a sus padres y comprendieran
que los otros tenían también sembrados y animales
y casas, hijos y padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres
no se atuvieron a los deseos del Señor Dios, nadie se conformaba
con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras,
las bestias, las casas, los vestidos y hasta los hijos y los padres
para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios
había hecho la noche con las tinieblas y su idea era que
los hombres usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero ellos
usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a otros, para
matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas
de sus enemigos y destruir sus siembras.
Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de
las estrellas y la que despedía de si el propio Señor
Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando
las tinieblas de la Tierra y el Señor Dios creó la
Luna. La Luna iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce
luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios y el Señor
Dios podía ver lo que hacían los hombres cuando se
ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, Él hacía
un agujero en las nubes, se acostaba de pechos en el gran piso gris,
veía hacia abajo y distinguía nítidamente a
los grupos que iban en son de guerra y de pillaje. El Señor
Dios se cansó de tanta maldad, acabó disgustándose
y un buen día dijo:
Ya no es posible sufrir a los hombres.
Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas
de los cielos que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho viviente,
con la excepción de un anciano llamado Noé que no
tomaba parte en los robos, ni en los crímenes, ni en los
incendios y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además
de Noé, el Señor Dios pensó que debían
salvarse su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los
animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de
una arca de madera que debía flotar sobre las aguas.
Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás.
Los hijos de Noé tuvieron hijos y los nietos a su vez, tuvieron
hijos y después los biznietos y los tataranietos. Terminado
el diluvio, cuando estuvo seguro de que Noé y los suyos se
hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir.
Siempre había sido Él dormilón y un sueño
del Señor Dios duraba fácilmente varios siglos. Se
echaba entre las nubes, se acomodaba un poco, ponía su gran
cabeza sobre un brazo y comenzaba a roncar. En la tierra se oían
sus ronquidos y los hombres creían que eran truenos.
El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz
del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que Él
mismo había pensado tomarlo. Cuando despertó y miró
hacia la Tierra quedó sorprendido. Aquel pequeño globo
que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme
cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros
en pequeñas aldeas, muchos en chozas perdidas por los bosques
y los desiertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre si, se robaban,
se hacían la guerra.
Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado,
por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta millas.
El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa
debía hacer para que los hombres aprendieran a quererse entre
si, a vivir en paz. El diluvio había probado que era inútil
castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no quería
acabar otra vez con ellos, al fin y al cabo eran sus hijos, El los
había creado y no iba Él a exterminarlos porque se
portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propósitos,
tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor Dios
que nunca se los había explicado.
Tengo que buscar un maestro que les enseñe a conducirse
- dijo el Señor Dios para sí.
Y como el Señor Dios no pierde su tiempo, ni comete la tontería
de mantenerse colérico sin buscarles solución a los
problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo
y se puso a pensar. Pues ni aún Él mismo, que lo creó
todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez
había habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el
Señor Dios quiso salvar del diluvio para que su descendencia
aprendiera a vivir en paz y resultó que esos descendientes
del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes
del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar
que la gente cambiara por medio o gracias al ejemplo de Noé,
por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo
castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la Tierra
alguien a quien confiarle la regeneración del género
humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse
cargo de ese trabajo?
El Señor Dios pensó un rato, que podía ser
un día, un año o un siglo pues para Él, el
tiempo no tiene valor porque El mismo es el tiempo, lo cual explica
que no tenga ni principio, ni fin. Pensó y de pronto halló
la solución:
El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío.
¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil
de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué
mujer podía ser la madre del Hijo de Dios? Sólo una
Señora Diosa como Él y resulta que no la había,
ni podía haberla. Él era solo, el gran solitario y
sin duda, si hubiera estado casado nunca habría podido hacer
los mundos y todo lo que hay en ellos, en la forma en que los hizo,
porque la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido
- aún la más dulce e inteligente - habría intervenido
alguna que otra vez en su trabajo y debido a su intervención
las cosas habrían sido distintas, por ejemplo, la mujer hubiera
dicho: "¿pero por qué le pones esa trompa tan
fea al pobrecito elefante cuando le quedaría mejor un ramo
de flores?" O quizá habría opinado que la jirafa
no debía tener el cuello tan largo y ahora tendríamos
una jirafa de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas.
Ocurrió siempre que cualquiera mujer convence a su marido
de que haga algo en esta forma y no en aquella y así es y
tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el
marido sus horas malas y el marido no puede ignorar su derecho a
opinar y a intervenir en cuanto él haga.
Pero el Señor Dios es solitario y tal vez por eso puso mayor
atención en los animales machos que en las hembras, razón
por la cual el león resultó mas fuerte que la leona,
el gallo más inquieto y con más color que la gallina,
el palomo más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad
es que como Él no tenía necesidades como la gente,
ni sentía la falta de alguien con quien cambiar ideas, no
se dio cuenta de que debía casarse. No se casó y sólo
en aquel momento, cuando comprendió que debía tener
un hijo, pensó en su eterna soltería.
Caramba, debería casarme - dijo.
Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién
podía contraer matrimonio? Además, aunque hubiera
con quien, Él estaba hecho a sus manías, que no iba
a dejar fácilmente, entre otras debilidades, le gustaba dormir
de un tirón montones de siglos y a las mujeres no les agradan
los maridos dormilones.
La situación era seria y había que hallarle una solución.
Eso que sucedía en la Tierra no podía seguir así.
El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en ese mundo
de locos, la ley del amor, la del perdón, la de la paz.
¡Ya está! - dijo el Señor Dios, pero
lo dijo con tal alegría, tan vivamente que su vozarrón
estalló y llenó los espacios, haciendo temblar las
estrellas distantes y llenando de miedo a los hombres en la Tierra.
Hubo miedo porque los hombres que van a la guerra como a una fiesta,
son, sin embargo, temerosos de lo que no comprenden, ni conocen.
Y la alegría del Señor Dios fue fulgurante y produjo
un resplandor que iluminó los cielos, a la vez que su tremenda
voz recorrió los espacios y los puso a ondular. El Señor
Dios se había puesto tan contento porque, de pronto, comprendió
que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose
en un mundo lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser
en apariencia igual a ellos, es decir, un hombre y que, por tanto,
la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue
como el Señor Dios decidió que Su Hijo nacería
como los hijos de todos los hombres, nacería en la Tierra
y su madre sería una mujer.
Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger
a la que debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo
rato miró hacia la Tierra, observó las grandes ciudades,
una que se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría,
otra Jerusalén y muchas más que eran más pequeñas.
Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los
palacios y recorrió las chozas de los pobres. Vio infinito
número de mujeres, mujeres de gran belleza y ricamente ataviadas
o humildes en el vestir, emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios,
compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de labriegos
y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor
Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que jamás
hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad
y dulzura que Su Hijo pudiera crecer viendo la belleza reflejada
en los ojos de la madre. El Señor Dios no hallaba mujer así
y de no hallarla, toda la humanidad estaría perdida, nadie
podría salvar a los hombres. De una mujer dependía
entonces el género humano y sucede que de la mujer depende
siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre
buena da hijos buenos y son los buenos los que hermosean la vida
y la hacen llevadera.
Iba el Señor Dios cansándose de su posición
ya que estaba tendido de pechos mirando por el agujero que había
abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que
llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arreaba un
asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y acababa de casarse
con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus movimientos
armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía
de azul. El Señor Dios, que está siempre enterado
de todo, sabía que se llamaba María, que era pobre
y laboriosa, que tenía el corazón lleno de amor y
el alma pura.
El Señor Dios tenía la costumbre de regañar
consigo mismo, de manera que en ese momento dijo:
Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando
mujeres en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía
que María estaba en Nazaret?
Ocurre que el Señor Dios prefería
admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde en tarde su
memoria le fallaba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que
Él había nacido viejo porque desde el primer momento
de su vida había sido como era entonces, y desde ese primer
momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad
de la vida, es decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios
de mundos y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas
y de mares y de ríos. Con tantas preocupaciones encima, ¿a
quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia
de María? La había olvidado y esa era la verdad aunque
Él no quisiera admitirlo. Pero he aquí que acertó
a verla y de inmediato la reconoció, en el instante supo
que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo
el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían
en sus trifulcas, sus guerras y sus rapiñas y desde allá
arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de
sus caballerías atacándose unas a otras, veía
a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes fiestas, a los
mercaderes y a los sacerdotes de las más variadas religiones
dirigiendo los cultos, cada uno diciendo que el suyo era el único
verdadero, a los navíos cruzando los mares y a los pastores
peleando a pedradas con los leones de los desiertos para defender
sus ovejas. Y pensaba Él: "Pronto esos locos van a oír
la voz de Mi Hijo".
Para el Señor Dios decir "pronto" era como para
nosotros decir "dentro de un momento", sólo que
el tiempo es para Él muy distinto de lo que es para nosotros.
Todavía Su Hijo tenía que nacer, crecer y llegar a
hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles
de años las locuras del género humano, ¿qué
le importaba esperar unos años más?
Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un
siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo, y así es
como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, Él
no tiene la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas
en sueño. Las mejores ideas son malas si no se convierten
en hechos y el Señor Dios sabía que es preferible
equivocarse haciendo algo a quedarse sin hacer nada por miedo a
cometer errores. De manera que Él no debía perder
tiempo, como no lo había perdido jamás cuando tenía
algún quehacer por delante. Y ahora tenía uno muy
importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que éstos
oyeran por la boca de ese hijo la palabra de Dios.
Sucedía que María estaba casada desde hacía
poco. Por otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor
Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. Él
no era un hombre sino un ser de luz, que ni había nacido
como nosotros, ni moriría jamás, a pesar de lo cual
vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos,
una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida no sería
su rostro, no serían sus ojos, ni su nariz, sino parte de
su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero para que la gente
lo viera y lo oyera, debería tener figura humana y para tener
figura humana debía nacer de una mujer. Visto todo eso, no
hacía falta que Él se casara con María, sólo
era necesario que el hijo de María tuviera el espíritu
del Señor Dios. Y eso había que hacerlo inmediatamente.
De vez en cuando, el Señor Dios tiene buen humor, le gusta
hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. Él
pudo haber soplado sobre sus manos y decir:
Soplo, hazte un pajarillo y ve donde está María,
la mujer del carpintero José, en la aldea de Nazaret y dile
que va a tener un hijo mío.
Pero sucede que ese día Él estaba de buen humor y
sucede además que Él conocía el corazón
humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarillo.
Por eso se arrancó un pelo de su gran barba, se lo puso
en la palma de la mano y dijo:
Tu vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás
el Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy
por perder tiempo!
Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blanco
pelo se transformó, creció, le salieron alas, se le
formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al
abrir los azules ojos el Arcángel se llevó el gran
susto.
Buenos días, Señor... - empezó a decir,
temblando de arriba, abajo.
Señor Dios es mi nombre, joven - aclaró el
Señor Dios -, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de
manera que vaya acostumbrándose a obedecerme.
Sí, Señor Dios, se hará como Usted
mande.
Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda
buenos modales, salude con cortesía a sus mayores y tenga
buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda bien, porque
ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan
pronto lo que se les dice. No ponga esa cara tan seria. Es muy importante
saber sonreír, sobre todo, en su caso, pues usted va a tener
una función
No se qué es eso, Señor Dios pero en vista
de que Usted lo dice, debe ser así.
Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que
vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fíjate
en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala
bien, es la Tierra y allá vas a ir sin perder tiempo.
El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un
tropel de mundos que pasaba a gran velocidad y como él acababa
de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo
atinado cuando señaló a uno de esos mundos mientras
preguntaba:
¿Es aquella de color rojizo que va allá?
Eso no le gustó al Señor Dios pues Él nunca
había tenido paciencia para enseñar. De haberla tenido
no habría pensado en un hijo para que sirviera de maestro
a los hombres.
Jovenzuelo - dijo -, haga el favor de poner atención
cuando se le habla y no tendrá que oír las cosas dos
veces. Le he enseñado la otra bola, la que está a
la izquierda.
El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había
tenido tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremanera
que el Señor Dios le tratara unas veces de "tú"
y otras de "usted" y se puso a temblar de miedo.
¡Eso si que no! - tronó el Señor Dios
- Estás lleno de miedo y nadie que lo tenga puede hacer obra
de importancia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta,
como les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y
creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y abusar
de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la
serenidad y la confianza en sí mismo son indispensables para
vivir conmigo, no quiero ni a los tímidos, porque todo lo
echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van
por ahí causando averías, sino a los que son serenos
porque la serenidad es un aspecto de bondad y la bondad es una parte
de mí mismo. ¿Entiendes?
El Arcángel dijo que si, pero la verdad es que no entendió
palabra, se sentía confundido, sorprendido de lo que le estaba
ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo de
barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos
y a oír el vozarrón del Señor Dios.
Bueno - prosiguió el Señor Dios -, pues si
entendiste, ya sabes que ésa que te señalo es la Tierra.
Vas a irte allá sin perder tiempo, te dirigirás a
una aldea llamada Nazaret, que está cerca de un lago al cual
los hombres llaman de Genezaret. Aprende bien el nombre para que
no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada
María. Hace un momento la vi llevando agua a su casa y tal
vez, no haya llegado todavía, vestía de azul claro,
llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno
cargado de botijos de agua. Te doy todos esos detalles para que
no te confundas. Podrás conocerla, además, por la
voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al
llegar tú ya ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera
que veas por María, la mujer del carpintero José,
es seguro que te dirán dónde vive, porque la gente
de la Tierra es curiosa y amiga de novedades, razón por la
cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando
sobre tu visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo?
Sí, Señor Dios.
Entonces queda poco por decirte. Al llegar allá te
dirigirás a María con mucha urbanidad y le dices que
Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre, que
se prepare, por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es todo.
¡Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes
de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada!
San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar:
¿Y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué
nombre habrá de ponerle, qué oficio tendrá?
Le dirás que será como todos los hijos de
hombres y mujeres y que sólo ha de distinguirse de los demás
por la grandeza y la luminosidad de su espíritu, que será
humilde, bondadoso y puro, que le llame Jesús y que su oficio
será mostrar a la humanidad el camino del amor y del perdón.
Le dirás también que está llamado a sufrir
para que los demás puedan medir el dolor que hay en la Tierra
comparándolo con el que él padecerá y porque
sólo sufriendo mucho enseñará a perdonar también
mucho.
El Arcángel no esperó más. Sentía que
las palabras del Señor Dios henchían su alma, la llenaban
con fuerza musical, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó
despedirse, cosa que el Señor Dios no le tomó en cuenta
porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe.
Un instante después, San Gabriel veía la Tierra tan
cerca que casi podía tocarla.
II
Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo alto
de las colinas y a orillas de los mares, admirando el esplendor
con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes mercaderes
y los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó por qué
el Señor Dios había resuelto tener un hijo con una
mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba asnos cargados
de agua por caminos polvorientos. ¿No era el Señor
Dios, el verdadero rey de los mundos, el dueño del Universo,
el padre de todo lo creado? ¿No debía ser su hijo
pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por
qué Él no había escogido para madre suya a
una reina, a la hija de un emperador, a la heredera de un príncipe
poderoso? A juicio de San Gabriel, el Hijo de Dios debía
nacer en lecho adornado con cortinas de terciopelo y seda, entre
oro y perlas, rodeado por grandes dignatarios y damas deslumbrantes
y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos
listos a servirle; así, todos los pueblos le rendirían
homenaje y veneración desde su nacimiento y los grandes y
los pequeños le obedecerían porque estaban acostumbrados
desde hacía muchos siglos a respetar y honrar a quienes nacían
en cunas de reyes. ¿Había dicho el Señor Dios
que Su Hijo estaba llamado a mostrar al género humano el
camino de la paz, del amor y del perdón? ¿Había
él oído mal? De ser así, ¿no le sería
más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey
y, por lo mismo, obedecido por millares de soldados que harían
lo que Él les ordenara?
El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a meditar.
Pensó que tal vez él estaba equivocado, a lo mejor
se había confundido y el Señor Dios no le había
hablado de choza, ni de mujer pobre, ni de asno, ni de botijos de
agua. Volvería allá arriba a preguntarle al Señor
y, hasta de ser posible, discutiría con Él el asunto.
Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios
estaba mirándolo e ignoraba también que el Señor
Dios sabía qué cosa estaba pensando él en tal
momento. Podemos imaginar, pues, el susto que se llevó cuando
oyó la enorme voz del Señor Dios llamándole.
He aquí lo que le dijo el Señor Dios:
Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije,
no lo que tú crees ahora que debí decirte. Mi Hijo
nacerá en casa pobre, porque si no es así, ¿cómo
habrá de conocer la miseria y el padecimiento de los que
nada tienen que son más que los poderosos? ¿Cómo
quieres tú que Mi Hijo conozca el dolor de los niños
con hambre si Él crece harto? Mi Hijo va a ofrecer a la humanidad
el ejemplo de su sufrimiento, ¿y quieres tú que se
lo ofrezca desde el lujo de los palacios? Gabriel, ¡no me
hagas perder la paciencia, caramba! No te metas a enmendar mis ideas.
Cumple tu misión y hazlo pronto, que estoy cayéndome
de sueño y no me hallo dispuesto a perdonarte si me desvelo
por tu culpa.
¡Ya lo sabes...!
¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel
estuvo a punto de caer de bruces en pleno lago de Genezaret, pues
del susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió
a la choza del carpintero José, y tan asustado iba que pegó
un cabezazo contra la pared. En el acto se le formó un chichón.
Para suerte suya la choza no era uno de esos palacios de mármol
donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios,
pues de haber sido uno de ellos, el hermoso Arcángel se habría
roto un hueso.
Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bondadosa,
que aserraba un madero. "Este debe ser el carpintero José",
pensó San Gabriel. Y era José, sin duda, pues cerca
de él había un rústico banco de carpintero
y sobre éste, madera cortada e instrumentos del oficio.
¿Qué desea usted? - le preguntó el
carpintero, a quien le pareció muy raro que el visitante,
en vez de tocar a la puerta como lo hace todo el mundo, llamara
golpeando con la cabeza en la pared.
Deseo saber dónde vive el carpintero José
- explicó el Arcángel.
Aquí mismo, joven, yo soy José. Le advierto
que si viene a buscarme para algún trabajo, me halla con
muchos compromisos.
Esa era una manera de estimular el interés del visitante,
pues la verdad es que José estaba por esos días sin
trabajo. De ahí que le desconsolara mucho oír al recién
llegado, que decía:
No, señor, se trata de otra cosa. Yo vengo a hablar
con María, su mujer.
¿María? - dijo José, como un eco -.
Fue a la fuente en busca de agua. Tendrá que esperarla un
poco. ¿Desea sentarse?
No, prefiero esperarla aquí.
José no perdió del todo la esperanza y se puso a
hablarle al visitante de su oficio.
A mí siempre me están buscando para trabajos
de carpintería -afirmaba- porque nadie hace mesas y reclinatorios
tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me mantengo ocupado todo
el año.
José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que
se habían producido los hechos desde su aparición
al conjuro del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido
tan deprisa que todavía María no había vuelto
de la fuente.
El Señor Dios la había visto arreando el asno y,
antes de que ella retornara a su casa, había nacido el arcángel,
había oído las recomendaciones del Señor Dios,
había viajado a la Tierra, había pensado disparates,
se había casi descabezado contra la pared de la choza y había
cambiado frases con José.
Caramba - se dijo él lleno de asombro - la verdad
es que mi jefe actúa sin perder tiempo.
¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para
el Señor Dios, si ocurre que a la vez Él es el tiempo
y está más allá del tiempo? El tiempo es algo
así como la respiración de los mundos y el Señor
Dios es la vida misma de los mundos, de manera que el tiempo viene
a ser la respiración del Señor Dios; ideas muy complicadas,
desde luego, para San Gabriel.
Desde allá arriba el Señor Dios veía esas
ideas en la cabeza de su embajador y pensaba: "A este Gabriel
le valdría más recordar mis instrucciones y no meterse
en honduras porque ya va llegando María".
Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara
de muchacha, María iba acercándose a la choza. De
sólo verla, el Arcángel la conoció, lo cual
no tuvo buenos resultados porque, como estaba pensando en aquello
del tiempo, se turbó y olvidó que el Señor
le había recomendado usar modales urbanos para dirigirse
a la joven señora. También es verdad que él
nunca antes había hablado a una mujer; que en un instante
había pasado de la nada a la vida y había viajado
de los cielos a la Tierra; en fin, que había tenido muchas
emociones y muchas experiencias en corto rato, lo cual tal vez podría
explicar su turbación. Es el caso que cuando María
llegó, se le puso delante y sólo atinó a decir
esto:
Si no me equivoco, usted es María, la mujer de ese
señor que está ahí aserrando madera. Bueno,
yo tengo que hablar con usted algo muy importante. Se lo voy a decir
en presencia de su marido, porque según me dijo el Señor
Dios, la gente de esta Tierra es muy dada a charlar sobre todas
las cosas y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que decirles
es que el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser
la mamá. Con que ya lo sabe. Si tiene algo que preguntar,
hágalo ahora mismo, porque el Señor Dios se siente
con sueño y no quiere que yo pierda el tiempo hablando tonterías
con usted.
La joven María se quedó boquiabierta, más
propiamente, muda del asombro. Pero el que se asustó más
fue su marido. Tan pronto oyó lo que había dicho San
Gabriel, soltó la sierra y salió detrás del
Arcángel, que ya se iba.
¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho?
¿No sabe usted que el Hijo de Dios va a tener que sufrir
mucho, según dicen las Escrituras y que van a matarlo en
una cruz?
San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando:
Todo lo que usted quiera, señor, pero yo he venido
a cumplir una misión que me encomendó el Señor
Dios. Yo lo siento mucho, pero lo que le suceda al Hijo de Dios
no es asunto mío. Lo único que puedo decirle es que
su papá quiere que le pongan el nombre de Jesús.
Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y
se perdió en el cielo, a tal velocidad que ningún
ojo humano podía seguirlo.
El bueno de José cayó de rodillas, se agarró
una mano con la otra, elevó las dos a lo alto y después
se dobló hasta pegar la cabeza con el polvo del camino.
¡Ay María, María! -exclamó- ¿Cómo
se te ocurre tener un hijo de Dios? ¿No sabes que todos los
profetas han dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir
mucho entre los hombres, que será escarnecido, torturado
y muerto en una cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué
va a ser de nosotros, María? ¿Por qué te has
metido en tal compromiso sin hablar antes conmigo?
La pobre María oía a su marido sin lograr comprender
por qué hablaba así. Pues qué tenía
ella que ver con lo que dispone el Señor Dios, ¿qué
sabía ella de lo que había hablado San Gabriel, a
quien nunca antes había visto y cuyo nombre ignoraba?
El Señor Dios veía a la joven María confundida,
a José con el rostro desfigurado por el sufrimiento, y sólo
atinó a intervenir diciendo:
¡No seas tonto, José, que María no ha
tenido parte en la decisión mía, y el nacimiento de
Mi Hijo no es cosa suya, ni tuya, sino mía!
Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que
los hombres comenzaron a poblar la Tierra, habían adquirido
la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de cuanto pasaba.
El Señor Dios ignoraba esto porque Él nunca había
visto de cerca cómo se comportaban los matrimonios; debido
a que lo ignoraba, le habló así a José. De
haber estado al tanto de pequeñeces como ésa, habría
pasado por alto las palabras del marido de María, pues es
lo cierto que tenía sueño y quería echarse
una siesta.
Una siesta del Señor Dios puede ser de días, de meses
o de años. Pero la de esa ocasión no iba a ser muy
larga. Porque he aquí que Él estaba en lo mejor del
sueño cuando de pronto despertó diciendo:
Caramba, si ya va a nacer Mi Hijo. Por poco lo olvido.
Desde hacía millares de siglos nacían niños
en la Tierra. Nacían hijos de reyes, de labriegos, de pastores,
de guerreros; nacían niños blancos, amarillos, negros;
nacían hembras y varones, unos robustos, otros débiles;
unos chillones y otros casi callados, unos ricos y otros pobres,
unos de ojos azules y otros de ojos castaños y de ojos negros;
niños de todas clases, de todas las figuras; niños
que nacían en medio de las guerras, en los campamentos, entre
lanzas y sables y caballos, y niños que nacían en
los bosques, rodeados de árboles, de pajarillos y de mariposas;
niños que nacían en los caminos, mientras sus padres
viajaban, y niños que nacían en las barcas, sobre
los ríos y los mares; niños que nacían en grandes
casas llenas de alfombras, y niños que nacían en las
cuevas de los pastores, al pie de las montañas. Lo que jamás
se había visto era el nacimiento de un niño que fuera
el Hijo del Señor Dios. El Señor Dios no tenía
experiencia en casos de nacimientos, lo cual explica que el de Su
Hijo le tomara de sorpresa.
Así sucedió. El Señor Dios despertó
cuando ya Su Hijo estaba a punto de nacer. Ahora bien, Él
había resuelto que el niño nacería pobre y,
nacer pobre, es tanto como nacer desconocido. Si el alumbramiento
de María se hubiese dado en Nazaret, alguna gente iría
a ayudarla, a ver a la criatura, no faltarían los vecinos,
los parientes y los conocidos de María y de José.
En ese caso, no se cumpliría la voluntad del Señor
Dios. El niño, pues no nacería en la aldea de Nazaret
y, a fin de que así fuera, el Señor Dios hizo correr
la voz de que María y José tenían que hacer
un viaje a Belén, porque el emperador de Roma, que gobernaba
en esos lugares, había ordenado que todo el mundo debía
inscribirse en el sitio de donde procedía su familia. La
familia de María era de Belén de Judá, un pueblo
que estaba al sur de Nazaret. En Belén habían nacido
muchos cientos de años antes, un rey llamado David. En Belén
debía nacer el Hijo de Dios.
Montando el asno, que usaba para llevar agua de la fuente a la
casa, María iba hacia Belén por caminos llenos de
polvo y de piedras rojizas. El sol de los inviernos calentaba toda
la llanura; casi hacía hervir el aire. María cubría
su rostro con un paño de color rojo; el asno caminaba despacio
y detrás iba José agitando una rama seca con la cual
pegaba de vez en cuando al paciente borrico. Cada cinco o seis horas
se detenían; era cuando llegaban a las cercanías de
un pozo, donde debían coger agua para el camino. Pues en
las tierras donde nació el Hijo de Dios, apenas hay ríos;
la sed atormenta a las bestias y a las gentes; en escasos lugares
se ven árboles y sólo se hallan con profusión
arbustos espinosos; los vientos levantan nubes de tierras quemadas
por la sequía, y las ovejas se refugian a la sombra de las
montañas, donde el rocío nocturno permite que crezcan
los yerbajos que necesitan para sustentarse.
Con gran trabajo llegaron María y José a Belén
y hallaron el poblado lleno de forasteros, visitantes de las aldeas
vecinas que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje
para vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles
eran muy estrechas y torcidas, de manera que el borrico, cargado
con María, apenas podía pasar por entre los montones
de quesos, de pieles de carneros, de higos y de botijos que los
vendedores extendían sobre las piedras. Mientras pasaba,
José iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera
una habitación para él y para su mujer, que llegaban
de lejos y necesitaban albergue. Pero nadie podía ofrecerles
techo, ni aún por una noche. Las casas, en su mayoría
pobres, estaban llenas desde hacía días con los visitantes
de los contornos. Nadie ponía atención en los gritos
de José, que estaba angustiado porque sabía que su
mujer iba a dar a luz y quería que lo hiciera como todas
las mujeres, en una habitación. José no sabía
que el Señor Dios había dispuesto que Su Hijo debía
nacer pobremente, tan pobremente como podría nacer un ternero
o un potrillo.
Siguieron pues, María y José cruzando las callejuelas.
Veían pasar ante ellos jóvenes con corderos cruzados
sobre los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o racimos
de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que ellas mismas
habían tejido; de vez en cuando cruzaban grupos de asnos
cargados con botijos de vino y de aceite. Todo el mundo gritaba
ofreciendo algo en venta. Belén estaba lleno de mercaderes.
No habiendo hallado albergue para él y para María,
José fue a dar a un establo, hacia el camino del sur. En
el establo descansaban las bestias de labor de campesinos que iban
a Belén y se veían allí mulas, bueyes, jumentos
y caballos, cabras y ovejas. Como José y María llegaron
tarde, casi todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre,
con el techo en ruinas, las paredes a medio caer, el piso lleno
de excremento de los animales. Pero había calor, el calor
que despedían las bestias y un olor fuerte, que resultaba
a la vez grato, parecía llenar el aire del lugar.
Cuando el Señor Dios despertó, ya estaba naciendo
Su Hijo. Nació sin causar trastornos, muy tranquilamente;
pero igual que todo niño, gritó al sentir el aire
en la piel. Gritó, y un viejo buey, que estaba cerca, volvió
los ojos para mirarle; mugió, acaso queriendo decir algo
en su lengua, y su mugido hizo que una mula que estaba a su lado
se volviera también para ver al recién nacido. En
ese momento fue cuando el Señor Dios abrió allá
arriba las nubes y dijo:
¡Pero si ya nació Mi Hijo!
De momento el Señor Dios pareció desconcertado.
Nunca había Él pasado por un caso igual, pues aunque
los mundos, y todo lo que en ellos hay, habían sido creados
por Él, jamás había tenido un hijo directo,
nacido de su propia esencia. Lo primero que hizo fue preguntarse
qué debía Él hacer para que la gente supiera
que Su Hijo había llegado a la Tierra.
(Fragmento)
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