"La decisión es el verdadero comienzo de la libertad (...) no es la fuerza del hombre, ni su coraje, ni su habilidad; sino que es un punto de partida religioso; si no es eso, el que decide no ha llevado a cabo más que su reflexión. Por el contrario, la reflexión se agota por la fe, que es precisamente su anticipación ideal, como decisión de la eternidad. La decisión es una concepción religiosa de la vida.".Soren Kierkegaard
El instante poético no es dialéctico pues no tiene contradicción en sí mismo, aunque comporte la unión paradojal de los opuestos. En este sentido, el límite de la dialéctica es la paradoja: forma única de expresar el rasgo esencial del ser de Dios: la eternidad. El sabor de la eternidad, entonces, es el que impregna al instante poético y revela, por sí mismo, la existencia de Dios. Esto no significa que el poema –y más aun el poemario- no contengan la dialéctica propia del autor, ser inmerso en la contingencia y atado a fronteras, pero gracias a las cuales puede asumir mediante la visón poética el ejercicio de la libertad cotidiana sin resignar la posibilidad de participar de una realidad todavía más cabal.
El riesgo de la dialéctica reside en ceder a la tentación de permanecer indefinidamente en ella, afincándose en la rotación sobre el eje propio de su movimiento que, no obstante, encuentra al ser siempre en el mismo sitio, autosatisfecho de embriaguez, indeciso, razón por la cual es necesario transitar por el tránsito dialéctico sólo transitoria y alternadamente. Si no se concibe la existencia de un fin superior, de una altura ontológica accesible mediante el juego combinatorio de lo racional y lo intuitivo no hay posibilidad de progreso alguna; apenas un desesperado ejercicio de supervivencia natatoria en las aguas estancadas del nihilismo y el escepticismo. Sin Dios como horizonte, el ser queda sujeto a futilidad. La insujeción aparentemente libertaria del hombre contra la máxima autoridad de derecho señaló el inicio de la cosificación del sujeto, la pérdida de esa libertad que ahora vislumbramos, fugaz y sordamente, en la inmediatez trascendente de la palabra poética: signo o símbolo de la realidad original codificada.(Herbert Read y Notas mías)
Por supuesto que cuando hablamos de Dios como fin superior no nos referimos al cosificado objeto de culto de los fundamentalismos ni al sujeto divino diluido del panteísmo, pues tales objetos o esencias inanimados e innominados no son más que una proyección previa a toda dialéctica y no la persona divina del encuentro religioso que Buber y Kierkegaard ubican una vez superada ésta y que las escrituras llaman Jehová. El nomadismo que el registro bíblico hebreo le atribuye al pueblo judío en respuesta a los propósitos divinos bien representa el camino al crecimiento espiritual ineludible del ser si quiere avistar los contornos de lo real, el traslado característico en un viaje que tiene como horizonte no sólo una tierra, sino una situación prometida del ser. La patria espiritual no es un territorio literal, una jerarquía eclesiástica ni un estado ateo intelectual sino una relación personal con Dios en la que éste adquiere nombre, fisonomía y sentido y a la que no se accede por vías exclusivamente racionales o emocionales.
Nadie puede llegar al final de ese viaje si se obstina en desconocer la presencia -evidente pero nunca del todo escrutable- de Dios en la columna de fuego nocturna o en la nube que preside la vigilia, explican- do a éstas únicamente como el resultado de fenómenos físico-químicos sin causa primera. En la inmediatez –posterior y pasible de ser sometida a la prueba dialéctica siempre y cuando ésta no pretenda asumirse como método totalitario de sancionar la verdad- del instante poético, la verdad del ser como sujeto capaz de ser semejante "al"–y por eso "del"- otro (con minúsculas y también con mayúsculas) se revela interminablemente como progreso ético, estético y moral. La poesía, entonces, funciona como prueba de lo improbable, evidencia de lo invisible y testimonio de un tiempo y una presencia anterior a todo hecho y a todo observador. El poeta es un testigo de Jehová, criatura que revela al Creador, creando.
Cuanto menos espacio para la especulación y el cálculo se conceda, más precisa será su palabra, condensando universos de posibilidad en el trayecto de la expresión. La determinación con que encare a la lengua le permitirá imprimir en ella la particularidad positiva de su voz y acceder a la metáfora –ese más allá de la palabra generoso, pero no irrestricto- no prefabricada.
La gracia del instante poético reside en la imprevisión de su apariencia y en lo incalculable de sus límites, no por ello inexistentes. Toda elaboración demasiado minuciosa ha de naufragar y será delatada por la impostura del tono del poema o la oquedad de sus tropos. La creación no se deja seducir por lo que previamente existe, ella no es una consecuencia. Es imprescindible querer ser poeta y aplicar la voluntad a ese fin –actuar como "yo", como individuo, porque llega un momento en el que sólo yo puedo estar seguro de mis íntimas necesidades, aficiones, pasiones, exigencias- sin constreñirse a un plan rígidamente pautado, pero no puede uno proponerse la escritura metódica y regular de poemas, porque el poema no es más que la resultante del ser haciéndose y en lo que a esto concierne, son innumerables las etapas de su construcción y muchas sus alternativas. De otro modo, estaríamos fijándonos en el resultado y no en el ser, en el hecho consuma- do y no en la acción, y sólo una acción directa es un verdadero escape del caos, es auto creación. El resto es retórica, cumplimiento de esquemas. Ser alguien es estar continuamente informándose sobre quién se es sin pretender saberlo ya de antemano, y estar decidido a continuar indefinidamente en la persecución de sí.