Jaime
García-Rodríguez y Alvarez
BERILO
Y AMATISTA
El Berilo es un silicato de berilo, simplemente un minera del berilo
(Be). Nada más que eso. Brilla, luce y transluce, pero nadie
sabe su tonalidad exacta. El color es el alma del Berilo y cuando
alguien dice: "Es verde", "es azul" o "es
verdiazul", el Berilo se convierte en un trozo de carbón
y aunque cause asombro, es un hecho científico que sigue
leyes rigurosas y obedece las ecuaciones de dislocación de
Taylor-Orowan. Por otro lado, no tiene nada de particular; mientras
el alma guarda un enigma hay calor en los destellos de la vida,
pero cuando ese espíritu impreciso luce íntimamente
comprensible, ha perdido la razón de ser y, desde luego,
cuando el Berilo no tiene razón de ser deviene en antracita...
El Berilo da cristales grandes, es diexagonal bipiramidal y los
anillos séxtuples se sobreponen ordenadamente en dirección
vertical. Aunque su linaje se pierde en el magma ardiente de las
nebulosas, la familia tiene variedades nobles consideradas piedras
raras: Las Esmeraldas. Algún trozo de Cuarzo con ínfulas
de moralista se atrevió a criticar el color subido de las
Esmeraldas, pero en cuanto corrieron dichos acerca de la causa por
la que los Cuarzos son los minerales más abundantes en la
Naturaleza, no volvió a saberse de él.
El Berilo de nuestra historia era un Berilo serio, algo melancólico
si acaso. Era un Berilo que nació en un filón galaico
entre la bruma del atardecer.
La Amatista era... "algo sensacional", iba yo a decir,
pero no, no es esa la palabra justa. Es difícil explicarlo,
pero todos nosotros hemos visto, al menos una vez en la vida, esa
Amatista que mueve los ensueños. O hemos creído verla.
Las Amatistas son la apoteosis del cristal de roca. Podríamos
pensar que ópticamente se caracterizan por la estructura
estratificada en cuarzo derecho e izquierdo, por la presencia de
algunas impurezas de sulfatos de boro y otras menudencias. Y aceptaríamos
como artículo de fe su composición silícea
y su hermoso color violeta...
Pero la Amatista de este relato era distinta. Sin ser llamativa,
los destellos de luz recorrían su cuerpo de arriba abajo
y estallaban en una amplia cabellera de fulgores. Era tibia, era
dulce y era buena. Al mirarla refulgía un brillo distinto
en sus tacetas. Si yo hubiese encontrado una Amatista así
la hubiera amado toda una vida.
Normalmente cada minera vive encerrado en sus redes cristalinas.
Con todo, la Madre Naturaleza permite alguna vez que dos redes coincidan.
Nadie sabe cuándo ocurre, pero las montañas más
antiguas aseguran que es el signo que precede los grandes cataclismos...
El Berilo vivía una existencia triste, aunque no llegara
a tener -mineral a fin de cuentas- una clara conciencia de ello.
Vivía encerrado en su propia dimensión, limitado por
sus aristas y sus caras y por tres o cuatro facetas que un orfebre
de Borgoña pudo tallarle antes de que él escapase
por una ventana.
Envidiaba a los Granates porque son especiales, resultan simpáticos
a todo el mundo y tienen amigos en cualquier lugar.
El Berilo tenía grandes ideales. Nunca se resignaría
a la limitación de las caras, aristas y facetas; su brillo
debía atravesarlas y esparcir calor en torno a cuantos le
rodeaban. Pero cada día acarreaba un nuevo fracaso. Esos
grandes ideales, no era capaz de realizarlos. ¿De que le
valía intentar algo por los demás minerales si la
trágica realidad de su imperfección acababa truncando
sus proyectos?
No veía sentido claro a su existencia mineral. Ya hemos
dicho que era un Berilo serio. Es posible que de no haberlo sido
habría intentado arrojarse al magma hirviente del que había
venido. Pero se daba cuenta de la irresponsabilidad de tal acto.
El magma no era el fin, acaso lo contrario: podría significar
el venir a recristalizar tras millones de años en una piedra
negra como los Azabaches... porque al fin y al cabo, él estaba
emparentado con las Esmeraldas. ¡Casi nada!...
De momento era muy triste no tener más perspectiva que procurar
acumular puntitos de luz para llegar a ser piedra preciosa. Pero
ya se sabe, aunque los más sonrían, que los puntitos
de luz no dan la felicidad...
Una mañana se puso en camino para hablar con su prima Esmeralda.
Ella era una muchacha influyente, relacionada con todo tipo de piedras.
Puesto que el Berilo no encontraba sentido a su existencia mineral,
debía echar mano de cuantos recursos pudiera para hallar
solución al problema. Lo que resultaría imperdonable
seria el resignarse, aceptando la derrota sin batalla.
Esmeralda debía estar convencida de que su primo era un
mineral un tanto extraño. Inmersa en esa vida frívola
cuajada de Zafiros aduladores, no comprendía las inquietudes
del Berilo. Empero, contenía cortésmente el pensamiento
-civilización es ceremonia- y se esforzaba en buscar la manera
de echar una mano al pobre primo, pues poseía un fondo de
natural bondad.
Esmeralda pensaba y pensaba. ¿Cómo
ayudar al Berilo? De repente chispeé de alegría. ¿Cómo
no se le había ocurrido antes? Contemplé al primo
con malicia femenina y le dijo:
¿Por qué no vas a hablar con la Piedra Filosofal?
Seguramente te dará una respuesta, lo sabe todo... -se detuvo
sonrojada a media frase-. Bueno, o casi todo...
El Berilo se puso en camino rápidamente. Esmeralda le había
prestado un río que utilizaba como medio privado de transporte.
Se dejé llevar por la corriente y si en la curva de algún
meandro tuvo miedo de estrellarse, se calló para que las
aguas no lo creyesen timorato.
Rio abajo, donde la vegetación es extraña y las sombras
envuelven la ribera, el Berilo empezó a encontrar pepitas
de oro que corrían alocadas, chocando unas con otras y yendo
a rebotar en el fondo tras arriesgadísimos saltos. El Berilo
les preguntó por la Piedra Filosofal y las pepitas respondieron:
¡Río abajo, río abajo!, donde no cae
la noche ni hace falta que venga el sol.
Siguió rodando con las pepitas y en alguna ocasión
llegó a intrigar a las apáticas garzas que tomaban
apoyo con sus patas de junco en el légamo del fondo. A medida
que avanzaba, las pepitas iban siendo mayores y más abundantes.
Cuando menos lo esperaba le deslumbré el fulgor de un recodo
donde las pepitas se contaban por centenares y el fondo mismo del
río era de oro puro. El Berilo pensó que con tal iluminación
las truchas vivirían una eterna alborada; se dio cuenta entonces
de que aquella era la residencia de la Piedra Filosofal. El río
detuvo su curso y el Berilo salió del agua ante la mirada
de unos Jacintos de Compostela, admirados por tan lujoso vehículo.
Por favor, ¿podrían indicarme dónde
vive la Piedra Filosofal?
¡Hum! -mascullaron los compostelanos-. ¿Le
ha pedido usted consulta con anticipación?
¡Desde luego! -contestó algo enfadado el Berilo,
pues le molestaban los burócratas-. Vengo de parte de la
señorita Esmeralda. ¿Vosotros sois de Santiago, verdad?
Los Jacintos, impresionados por aquel mineral que traía
una recomendación notoria, no protestaron ante la última
pregunta, pues ya se sabe que en el mundo minera los Jacintos no
pueden ser sino de Santiago de Compostela, de lo contrario perderían
el brillo de la lluvia y serían flores, simples flores que
nacen y mueren; repararon por el contrario en que aquel era el Berilo,
gallego como ellos, y le dijeron solícitos:
Perdone Señor que no le hayamos reconocido. Pase,
pase..
La Piedra Filosofal no era más que un ópalo semiprecioso,
pero infundía temor con sus capas concéntricas de
materia cristalino-coloidal que lo hacían más viejo
de lo que en realidad era.
¿Qué, qué deseas? -preguntó
impaciente-. ¿También tú quieres convertirte
en oro?
El Berilo, íntimamente orgulloso de ser Berilo protestó
con timidez y comenzó a exponer su caso.
Elemental, el diagnóstico no falla en estos casos
-murmuré la Piedra Filosofal-. Buscarás en el mundo
lejano que imita nuestro mundo, el reflejo del animal que pudo ser
y ya no puede ser, mas nos dejó su sombra. El te dará
la solución.
Otro se hubiera descorazonado con tales indicaciones y, allá
intramuros, el Berilo comenzaba a desanimarse, pero como era un
mineral que no podía permanecer inactivo, decidió
desentrañar el significado de las palabras de la Piedra Filosofal.
Haciendo honor a sus aristocráticos ascendientes estaba
más acostumbrado al pensamiento que a la acción y
la adivinanza del Opalo no se le resistió.
Evidentemente debía buscar en el universo de las estrellas
la imagen del dinosaurio fósil que se había hecho
piedra, sugestionado tal vez por su tumba caliza. No cabía
otra interpretación, pues el cielo no es más que un
espejo que refleja nuestra imagen.
No queriendo molestar a la prima Esmeralda, resolvió el
problema del transporte a expensas de un meteorito que se había
ganado fama de romántico, pero que en realidad se dedicaba
a introducir diamantes de contrabando. El Berilo pasaba por alto
esta circunstancia, a fin de cuentas a nadie engañaba con
esos diamantes siderales, fatuos, advenedizos y con un 47,5 por
100 de impurezas variadas, y a él lo que de verdad le interesaba
era buscar el reflejo del dinosaurio fósil.
Cuando encontré el reflejo que buscaba, a la derecha de la
Vía Láctea, tuvo un primer impulso de acercarse a
él, pero cayó en la cuenta de que cuanto más
se acerca uno a los reflejos más se alejan éstos.
Opté por hablarle a distancia y lo mejor era ir a la raíz
del asunto:
Reflejo del diriosaurio fósil. ¿Qué
debo hacer para encontrar la razón de la existencia?
¡Echarte novia, hombre! ¡Echarte novia! -replicó
cachazudo y con voz cavernosa el reflejo del dinosaurio-.
El Berilo quedó desconcertado. No comprendió y empezó
a hacerse a la idea de que el reflejo del dinosaurio se estaba burlando
de él.
¡Vaya, caramba! ¡Otro que se enfada!... Estos
minerales son difíciles de entendederas y aunque yo mismo
estoy mineralizado, fui un ser vivo en otro tiempo y allí
abajo discernía perfectamente el tallo jugoso del helecho
y la carne áspera de los saurios marinos. ¿Minerales?...
¡Puah! ¡Unos burros todos ellos!
El Berilo no supo qué decir, había que excusar a
los ancianos, que suelen tener muy mal humor, y el dinosaurio ya
era viejo.
Pero haré una excepción contigo -dijo condescendiente
el fósil-. Lo único que deseaba decirte es que sólo
hay para ti una posibilidad: encontrar una Amatista. Si tu amor
consigue darle siete luminiscencias a esa Amatista, entonces ella
te convertirá en hombre y tú la harás mujer.
Estás equivocado al buscar sentido a la existencia no siendo
más que un mineral, en nuestro reino los minerales no sienten.
Tu respuesta se halla en otro mundo al que sólo se puede
pasar a través de las Amatistas. En ese mundo de hombres
y mujeres serás libre de encontrar tu respuesta.
Apresuradamente se despidió el Berilo, regresando a la Tierra
en alas de una ilusión, sin esperar siquiera al meteorito
contrabandista.
Corrió con los aires del Norte, a través de albuferas
y de landas, entre pinos y algas con olor a yodo secándose
en las playas. ¡Hacia los Alpes! El Berilo avanzaba en busca
de los mejores yacimientos de Amatista, los que guardan púdicamente
las faldas de montaña, los ricos yacimientos del río
Drac, entre cucuruchos de nieve en las cumbres alpinas...
Por poco que alguien conozca sobre la psicología de las
Amatistas, estará de acuerdo conmigo en que hay que obrar
con mucho tacto. Las Amatistas son muy complejas y es difícil
predecir cómo actuarán. La verdad es que uno prescindiría
de ellas, pero ¡son tan bonitas!...
El Berilo sabia algo de Amatistas. Cuando uno busca una Amatista
concreta ha de andar con pies de plomo, pues lo más probable
es que se le vaya de las manos. Hay que despreocuparse y marchar
hacia adelante. Lo corriente es que cuando menos se espera surja
esa amatista venida de Dios sabe donde.
Para dar apariencia de despreocupación no hay nada como
fingir mirar las nubes en alguna cantera de moda. El Berilo se unió
con unos cuantos fosfatos franceses y se dedicó a beber aguas
termales con pastis, pero cuando se cansó de la verborrea
de sus compañeros, dedicados a hablar de piedras frívolas
y de las excelencias de los minerales galos, decidió marcharse.
Los otros se quedaron bebiendo mientras repetían "Oh,
les minèraux de l'Espagne!".
Resbalaba por una ladera camino del río cercano, cuando
un fulgor violeta lo detuvo en seco. ¡Era una Amatista! ¡Y
qué Amatista! No pudo acordarse de nada, olvidó la
Piedra Filosofal y la imagen del dinosaurio. Olvidó sus preocupaciones.
Si aquella Amatista lo amase, no le importaría nada más.
"Bonjour" -balbuceé el Berilo y ya no pudo
decir más porque se le atragantaron las palabras.
Resulté que la Amatista venia de un yacimiento de Burgos,
con lo que el Berilo se congratulé al tener simplificado
el problema del idioma. ¡Y hete aquí que decidieron
regresar juntos a España! Recorrían los mismos valles,
rodaban a la par por idénticos cauces y tenían aficiones
comunes.
Si, es cierto, el Berilo se había enamorado perdidamente.
No vale la pena dar detalles, pues todos conocemos lo que es un
Berilo enamorado, esto y la fórmula estequiométrica
de las rodocrocitas son cosas sin las cuales no se puede caminar
por las minas. No queriendo desvelar toda la intimidad del Berilo
solamente diré que se propuso una especie de "programa"
-muy pascaliano- para ganar el amor de su Amatista: quiso conocerla
bien, ser a su vez bien conocido, salir varios meses con ella y,
ante todo, "no precipitarse aun a riesgo de perderla".
Yo no confío en las Amatistas y me inclino a creer que algo
andaba mal en las ecuaciones energéticas del Berilo.
El Berilo acompañé bastante tiempo a la Amatista.
Al fin, aprovechando un arroyo solitario, creyó llegado el
momento de hablar seriamente. Le conté sus preocupaciones,
reconoció que sentía algo distinto cuando ella lo
envolvía en reflejos de ternura, le confesé cuanta
tristeza había en él y por fin le dijo que solamente
el amor de una Amatista seria capaz de redimirlo.
La Amatista lo miró con pena. El Berilo estaba nerviosísimo,
pero en el fondo tenía esperanzas, las amatistas dicen siempre
"no" la primera vez para dar algo de emoción a
estas cuestiones.
Eres un mineral estupendo -empezó diciendo la Amatista-,
yo quisiera haber encontrado antes alguien como tú, pero...
-aquí se le quebré la voz-... pero no me gustas...
El Berilo sintió como la fricción brutal de la broca
con que tallan los joyeros a las piedras nobles.
Me hubiese gustado hacerme mujer amándote -prosiguió
la Amatista-, y acaso he abusado de ti. Yo tuve siempre el complejo
de no ser capaz de amar. Mientras las otras Amatistas encontraban
su Zafiro, yo, que brillaba aún más que ellas, no
hallaba un Zafiro que me agradase. Cuando me propuse hallarlo para
no ser menos que las otras lo destrocé, pues no lo amaba
realmente, y no puedo hacer esto contigo que eres tan bueno. Acaso
dentro de mucho tiempo... yo...
El Berilo estaba abrumado. Había creído agradar a
la Amatista, si no con su brillo, sí con la inquietud noble
de su alma y ella solamente le decía "no me gustas".
No pudo pensar nada, su dolor tenía una entidad tremenda
que le sobrepasaba, "no", "no", "no"...
Cuando miré a la Amatista, vio en sus facetas el destello
de dos lágrimas que iban resbalando pausadamente. Dos destellos
eran poco, el reflejo del dinosaurio había dicho que sólo
le redimirían siete luminiscencias y dos reflejos, aun con
su hermoso color violeta, eran muy poco...
El excursionista tomó aquella piedra tan vistosa y volviéndose
hacia su compañero gritó entusiasmado:
¡Mira! ¡Es verde! ¡Es azul! ¡Es
verdiazul!
El compañero miré la palma de la mano del excursionista
y aunque creyó distinguir al primer golpe de vista un cristal
de Berilo, se dio cuenta rápidamente de que era tan solo
un trozo de carbón.
El alma del Berilo, cruelmente desnuda, no había podido
soportar el dolor que le invadía. El Berilo había
perdido la razón de ser y cuando el Berilo no puede seguir
siendo Berilo, sólo le queda la solución de convertirse
en carbón.
¡Qué raro! Yo juraría haber recogido
una piedra azul, o verde, o verdiazul... pero sólo es carbón...
El compañero del excursionista se detuvo con gesto pensativo.
Al cabo de un rato dijo:
Oye... ¿Sabes una cosa? -¿Qué? -preguntó
el excursionista. -Que el carbón es casi casi diamante...
Un poco más de presión, un poco más de temperatura
y todo el oro del mundo no hubiese bastado para comprar ese pequeño
trozo negro...
Jaime Garcia-Rodriguez
y A.
Waterloo, Bélgica.
Copyright ©2004 Jaime Garcia-Rodriguez y A.
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