ARTAUD
O LA INTRANSIGENCIA POÉTICA
Marcos Vieytes
ARTAUD O LA INTRANSIGENCIA
POÉTICA
Me crucifican y yo debo ser la
cruz y los clavos/ me tienden la copa y yo debo ser la cicuta/
me engañan y yo debo ser la mentira/ me incendian y yo
debo ser el infierno/ debo alabar y agradecer cada instante del
tiempo/ mi alimento es todas las cosas/ el peso preciso del universo,
la humillación, el júbilo/ debo justificar lo que
me hiere/ no importa mi ventura o mi desventura/ soy el poeta.
  Jorge Luis Borges
Existe una mentira del ser contra la que hemos nacido para protestar,
escribe ya harto Antonin Artaud, harto poeta. Esa mentira -instalada
como está en los hábitos desabridos, en el no-argumento
del poder, en la vanidad de las jerarquías, en la reducción
del espíritu a ritos mecánicos, en la no-vida de todos
los días que suponemos protagonizar no siendo ésta
más que el reparto de migajas regalado involuntariamente
a Lázaro- falsea y distorsiona todo ámbito de la existencia.
El poeta, hurgando en lo más secreto de sí, estalla
su protesta creadora contra todo signo unívoco que no reconozca
en cada hombre un ser distinto, diferente: un único. El instante
poético es el acecho al pálpito primero de una cosa
nueva, no importa cuál, pero inédita; una cosa que
pueda contener -como toda criatura recién nacida- un margen
de inocencia mayor -entendida como disposición al aprendizaje
de un idioma no contaminado y no como negación a participar
de la realidad- sustraída al mal injerto en el devenir temporal.
De la imposibilidad humana de concretar exhaustivamente este proyecto
proviene la repetida voluntad de creación, y tan invertido
está el sentido ético-religioso de la condición
humana que a esta búsqueda de pureza en bruto se la condena
"moralmente" por no dejarse atrapar en sistema, norma
o convención alguna, cuando el verdadero motivo del ataque
reside en su quehacer económicamente improductivo, en su
denuncia callada de la insatisfacción inherente al ser humano
considerado como instancia superior y en su desinteresada propuesta
espiritual que no deja de revelar la existencia miserable de los
poderosos. (*Artaud)
En el hacer poético radical -no en la destreza estilística-
el poeta halla y limpia -para sí y para todos- rastros preciosos
de lo sagrado perdido, de la imagen de Dios como marca original
grabada en cada ser, pero atenuada -anestesiada- por siglos de desenvoltura
atea con pretensión de absoluto. En la imagen poética
se rescatan destellos del ser "hecho a Su imagen y semejanza",
pero cegado por la negación completa del potencial imaginario
humano o encandilado por el afán cientificista racional.
El surrealismo no esotérico
- muy en especial cuando no creyó imprescindible compadrear
infantilmente vociferando el deicidio- revitalizó los horizontes
creadores humanos y ha sido el más religioso movimiento estético
del siglo pasado. Su penetración en el misterio sin la ambición
clasificadora del psicoanálisis -propia de toda ciencia-
aún ilumina nuestro recorrido poético. Los textos
de Artaud, por ejemplo, fulguran de energía con una violencia
vital imperecedera: no pretende explicar, no pretende ilustrar;
cada letra es un fragmento de algo indecible que excede los límites
de toda palabra o signo actual y que excedieron, incluso, al propio
poeta. No apartó la vista del brillo reflexivo (en el sentido
de reflejo espejado del misterio o de la gloria, según el
uso de los textos sagrados) de la imagen original hasta que ya no
pudo ver (reflexionar, razonar) más. La luz se transformó
en tinieblas, la vida en muerte en vida. La modestia propia de la
revelación poética quizás exija que aceptemos
sólo muy de vez en cuando la posibilidad de ver algo más
que los destellos de la libertad reflejados en la superficie de
las palabras. Los que pueden sostener la mirada un poco más
hipotecan en esa intensidad la prolongación del privilegio.
Saber de uno mismo, de repente, es tener súbitamente la
noción de la palabra mágica del alma. Pero esa luz
repentina quema todo, consume todo. Nos desnuda incluso de nosotros
mismos toda vez que tratamos de negar la saludable frecuencia
del parpadeo. (*Artaud-Pessoa)
Este concreto desafío al
concepto de que "a Dios -o a cualquiera de sus manifestaciones-
nadie puede verlo jamás y vivir" fue avalado por el
mismo Antonin Artaud cuando escribió que el surrealismo
fue una revuelta moral, el grito orgánico del hombre, las
patadas del ser que dentro de nosotros lucha contra toda coerción
y antes que nada contra la coerción del Padre; una profunda,
una interior resurrección contra todas las formas del Padre,
contra la preponderancia invasora del Padre en las costumbres y
en las ideas. Ese espíritu blasfematorio y sacrílego
se sacudió de encima la falsa moral burguesa sustentada en
la codicia y la especulación y la hipocresía institucional
que idolatró a todas las representaciones sociales humanas
en lugar de reconocer al creador que las garantizaba y les daba
sentido. Carentes del aliento sa- grado que aligera y moviliza a
la materia, dichas asociaciones -familia, religión, comunidad,
cultura- previstas como espontáneas y creativas, se transformaron
en pesados organismos de vigilancia, represión y aniquilamiento
de la voluntad creadora vital en cualquiera de sus formas. (*Artaud)
Este ataque al Padre fue más bien un intento por desgarrar
los disfraces y las máscaras de aquellos que en nombre del
Padre ostentaron tradicionalmente el poder; por desnudar la falsa
virginidad espiritual de los falsos representantes de poder sobrehumano
alguno. atacar al Padre exigía desarmarlo, desbaratar su
estrategia mayor, dejarlo sin instrumento para la lucha. Atacar
al Padre debía significar atacar la Palabra del Padre. La
palabra, el discurso, el idioma es siempre portador de un sistema
específico y elaborado de pensamiento que se inocula y forma
-o deforma- la personalidad. Puede ser usada para esclavizarlo o
para fomentar su libertad, para movilizarlo o para detenerlo, para
confundirlo o para alumbrarlo. El surrealismo dinamitó el
uso corriente del lenguaje: su destrucción fue la destrucción
del sustento verbal de la autoridad corrupta y ello fue tan inevitable
como crítico. En el sistema judeo cristiano del siglo primero
Cristo denunció este materialismo abstracto que entroniza
a la criatura en lugar del Creador señalando la caducidad
de la letra de la Ley Mosaica y el apócrifo edificio paralelo
de la Torá oral, pero tuvo el cuidado de conservar las piedras
fundamentales de la estructura, conciente de la incapacidad para
funcionar asistemáticamente de cualquier sociedad. La libertad
que roza el poeta en el instante poético, y al que tanto
contribuyeron los surrealistas, es inalcanzable todavía en
el plano político: las esperanzas y apoyos que despertó
entre ellos, por ejemplo, la revolución bolchevique se vieron
-pronto para algunos y más tarde para otros- reducidas a
la más descolorida prosa.
En un mundo organizado negativamente y atravesado por la sensación
de una herida original incurable, la libertad creadora del poeta
desorganiza los planos inmóviles de la necrópolis
y resucita al moribundo. La palabra poética no carece de
sentidos, los multiplica; no abstrae ni diluye el significado de
los términos, materializa otros nuevos; en la violencia ejercida
sobre la palabra, expone la exudación física del espíritu.
El ojo indiscreto del poeta le saca al silencio todo lo que le sobra,
desnuda a los seres de todos sus nombres superfluos y ataca a las
cosas en su secreto para encontrarlas en su intimidad y exhibirlas
como prueba de la pureza posible; apunta a la reclasificación
espontánea de las cosas según un orden más
profundo y más preciso e imposible de dilucidar mediante
la razón ordinaria, pero de todos modos un orden, sensible
a cierto sentido, que no forme del todo parte de la muerte.
Una vez superado el desconcierto inicial y violento que el lenguaje
poético provoca -así como la voz que despierta a un
sonámbulo- el ser se encuentra en un universo de encuentros
cuyos paisajes a menudo cambiantes no le impiden ubicarse, porque
ya se conoce y participa -ahora sí- del diseño de
su cartografía. Este universo no prescinde de lo cotidiano,
sino que se nutre de él y contribuye a enriquecerlo interviniendo
en su devenir, sustrayéndose unas veces y provocándolo
otras. Sólo esta tensión le otorga importancia a la
obra poética, pues el poeta que se distiende o se aísla
esteriliza toda su potencia dilucidante.
El instante poético es un
movimiento hacia fuera, un algo que busca la salida, que precisa
escapar siempre, correr, ver el exterior; un sonido en pos de
voz, una voz en pos de palabras, unas palabras en pos de signos,
unos signos en pos de escritura, una escritura en pos de página,
una página en pos de bocas, unas bocas en pos de oídos,
y así. El poema que vale, el que justifica su registro, su
inscripción material es el que asalta al lector, el que se
abalanza sobre él y lo circunda, encerrándolo fuera
de sí, descubriéndole la sobre-saliente del ser, el
plus de ser en fuga que habita su corazón entre rejas. Los
versos sólo son herméticos para quien jamás
ha podido soportar a un poeta y, por odio al olor de su vida, se
ha refugiado en el puro espíritu de eterna pereza que siempre,
frente al dolor -temeroso de acercársele demasiado, de sufrirlo
también demasiado cerca por miedo a conocer el alma como
quien conoce los tumores de una peste- se inmuniza como el sacerdote
en la liturgia ante los espasmos de Cristo en el madero. El
verso a veces sólo puede tomar la forma de una expectoración,
de un vómito -de un grito o de un insulto-; y amordazarlo,
desoírlo o descalificarlo no salvaguardarán la salud
de los enfermos, pues la negación aséptica, indolora
y mágica del mal no impugnarán jamás su existencia.
Los jueces de la palabra poética que proscriben su libre
tránsito no hacen más que tapiar los pocos respiraderos
que les quedaban y condenarse a agonizar ininterrumpidamente entre
cánulas, sueros y estertores espirituales, en tanto se felicitan
por "estar vivos", pero con el miedo a morirse quemándoles
en la garganta suicidada y vaciándole los ojos. La poesía
tiene una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles,
abierta de par en par para los inocentes. La característica
del imbécil es su aspiración sistemática a
cierto orden de poder. El inocente, en cambio, se niega a ejercer
el poder porque los tiene todos.(*Artaud-Pellegrini)
Marcos Vieytes
Escritor.
Argentina.
Para cualquier comentario, consulta o sugerencia, pueden dirigirse
a la Redacción de la revista enviando un e-mail a nuestra
dirección electrónica:
Revista
literaria Katharsis.com
|