ALGUNAS
IMPRECISIONES SOBRE EL PROFESIONALISMO POÉTICO.
Marcos Vieytes
ALGUNAS IMPRECISIONES SOBRE
EL PROFESIONALISMO POÉTICO
Las oscuridades de los textos
revelatorios existen con el fin de que nadie pueda embriagarse
de seguridad.
Cristóbal Serra
Hay escritores de una radiante profesionalidad
y escribo profesionalidad pensando en la actitud que impregnaba
a los personajes de las películas de Howard Hawks o de John
Ford y que encarnó soberanamente John Wayne (el personaje,
no el hombre) o cualquier gaucho diestro de la llanura pampeana
(Martín Fierro o don Segundo Sombra por ejemplo, pero este
último despojado de su elegíaca tristeza): me refiero
a un sentido del deber, a una ética no dependiente de estipulaciones
legales coercitivas, que los obligaba por elección propia
a estar una y otra vez a la altura de sí mismos.(*Saer)
Siento, sin embargo, que una parte
de esa profesionalidad -de esa maravillosa destreza en el oficio-
es ajena al quehacer poético o, mejor escrito, que no es
sustantiva al acontecimiento poético (porque el poema
no se construye lógicamente: sucede); es inevitable y ciertamente
provechoso que el manejo de las convenciones verbales y literarias
anteceda a la escritura del poema, pero no se escribe por su causa,
sino a través y muchas veces a costa de ellas. El profesional
asume siempre la obligación de una tarea bajo el imperio
de la necesidad; el poeta, en cambio, va más allá
de su propia sombra, y la sombra de esa proyección más
allá de su sombra es el poema.
Puede que cuando el poeta siente
que domina un determinado registro de lenguaje y ya no hay misterio
que se le imponga y lo desbarate, dejándolo sin recursos
racionales para descifrarlo, necesite y esté dispuesto a
descontinuar su escritura, al menos, hasta tanto no haga nuevamente
lugar en sí para el instante de creación original,
aunque esto importe la sensación de una parcial ignorancia
que creo, constituye más bien una lúcida negación
a clasificar prolijamente el universo ilusionándose con la
utopía del conocimiento total ("la vida no es un
block cuadriculado") o sojuzgarlo mediante la ordenada
continuación de una tarea cuyo relieve se haya erosionado
ya; razón por la cual jamás pueden ni podrán
existir profesionales de la poesía.
Cuando leo la transcripción de una conferencia de Cortázar
sobre algunos aspectos del cuento, tanto como cuando uno lee algunos
de sus relatos mejores, digo gracias por la sencillez engañosamente
poco literaria, por la fluidez impecable de la prosa, por la atmósfera
trabaja- da con segura -y en su caso nunca frígida ni estéril-
eficacia, etc., pero cuando terminamos de leer un poema la primera
respuesta es de nada, porque de la nada es de dónde parece
surgir el poema, de un territorio inédito hasta para el propio
poeta, por lo cual es él quien agradece esa revelación
y también el que haya un lector que esté escuchándolo
con voluntad de desciframiento similar a la de los antiguos oyentes
de la profecía: con la misma tentación de asombro,
brillo de hielo seco en la mirada del oído.(*Cortázar-Cuba)
El poeta está siempre del
otro lado, desfasando la lectura tradicional y creando un espectador
sólo válido para ése poema y para ésa
instancia de lectura irrepetibles. Cuando Ezra Pound define al poema
como la máxima concentración de sentido del lenguaje
nos señala que ese recorte de la realidad llamado poesía
en el que el poeta va dejando atrás lo accesorio y puramente
ornamental, es una puerta siempre atravesada por vez primera a una
realidad otra no sólo mucho más intensa -expansión
de energía que materializará el poema- sino también
de una autenticidad tan densa como incomparable por su despojamiento
de todo lo superficial.(*Pound)
Mejor aún citar fielmente
a Cortázar citando a su vez, en la conferencia antedicha,
a los fotógrafos Cartier-Bresson y Brassai para tratar de
definir esta aparente paradoja: la de recortar un fragmento de
la realidad, fijándole determinados límites, pero
de manera tal que ese recorte actúe como una explosión
que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como
una visión dinámica que trasciende espiritual- mente
el campo abarcado por la cámara.
El escritor profesional que reduce su saber al dominio de una
técnica o el fotógrafo sólo preocupado por
el aprendizaje tecnológico no pisarán jamás
el territorio poético. Pero, ¿cuál es la cámara
del poeta? Porque no hay un complejo saber que deba adquirirse,
por ejemplo, para el uso adecuado del lápiz y de la goma
y que obligue durante la manifestación del poema a mantenerse
atento a cuestiones de índole mecá- nica que exijan
una concentración racional mayor.
Cabe pensar, entonces, que el
poeta es su propio instrumento, que su desarrollo ontológico
potencia sus posibilidades poéticas, posibilidades éstas,
en un sentido, más de percepción y transmisión
que de construcción; de ahí, tal vez, su célebre
insolvencia para ciertos menesteres prácticos y su torpe
o directamente nulo desenvolvimiento social en los que debería
distribuir equitativa y económicamente su sensibilidad. Porque
la poesía exige de él un estado de alerta o, si se
quiere, una disposición casi permanente de su ser para que
ésta ocurra.
Atalaya voluntario, no decide el
tiempo en que aparecerán las hordas de la vislumbre ni las
palabras precisas con las que dará aviso de su visión,
pero sabe ferozmente -y tal vez ésta sea su única
certeza- que su voz no callará la evidencia. Como
no tiene otras pruebas que su palabra, la ciega mayoría escogerá
las más de las veces no escucharlo; me rectifico, las privilegiadas
minorías intermedias que manipulen su discurso intentarán
pontificar dogmáticamente sobre las razones por las que deberá
o no ser escuchado, pretendiendo decidir de antemano quiénes
son capaces de entenderlo y quiénes no. Pero debe quedar
claro que nadie tiene derecho alguno a evitar que la palabra poética
se arroje como pan sobre las aguas, pues no hay quien sepa previamente
quién ha de alojarla ni quien pueda arrogarse el vaticinio
infalible de destino personal alguno, ni tan siquiera del propio.
Esa evidencia que el poeta
anuncia no puede ser más que la evidencia de sí mismo
y, de ese modo, la evidencia del ser humano. Sólo siendo
personal y única será satisfactoriamente universal
y válida. Si debiera interpretar y reproducir a todos, se
vería obligado a suponer cuáles son los deseos contenidos
en los otros y entonces deducir -mediante una pretenciosa y por
demás absurda matemática metafísica- el mayor
denominador común intelectual y sensible del ser, para luego
expresar algo que a esa altura no satisfará a nadie. Pensar
que tal cosa es posible no sólo suena ridículo sino
también peligroso: implicaría creer que un hombre
puede erigirse como la medida superior de todas las cosas, patrón
oro de toda otra existencia.
Marcos Vieytes
Escritor Argentina
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