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Te tenían como a un par de zapatos, en una vitrina para que toda la gente
que por ahí pasaba, pudiera observarte. Tú, dormías, las miradas curiosas te
tenían sin cuidado. Eras un bebé, y como tal, requerías de mucho dormir, y
así lo hacías sin empacho. Era tan grande el espacio donde estabas, había
suficiente agua y comida, estabas limpio y cuidado, lleno del ruido de
pájaros, que cada uno en sus etilos, largaba una sinfonía de ruidos, que no
era exactamente una canción de cuna, pero... estabas en una vitrina.
Entré a mirarte y apenas si abriste un ojo, comenzaste a saltar con el
llanto a flor de boca, tu hermano te copiaba, todo era un espectáculo. No te
tomé en brazos. Tu dueño, me pasó a tu hermano. Tierno arrugado, calientito
pero tiritando, él, se acurrucó en mis brazos. Ya decidida para llevarlo
conmigo ,di la última mirada a tu entorno. Tus ojos, encontraron los míos, y
me hablaste en un torbellino de lamentos, donde me decías entre gritos y
suspiros " soy yo el elegido, no te equivoques, mírame bien, es a mí a quien
quieres, yo seré esa alegría que buscas, yo soy el indicado para llenar ese
vacío".
Sin saber como, puse a tu hermano en el suelo de esa vitrina, y te tomé en
mis brazos. Tu primer agradecer, fue derramar tu alegría en la más extensa
orina que en mi han dejado caer. Luego, lamiste mis manos, mordiste mis
dedos, y sin saber ni como ni cuando, te metiste dentro de mi cartera,
desafiante y alerta como diciendo: " ahora, atrévanse a sacarme de aquí".
Ese fue, el más grande signo, el definitivo, el que me decía, que tú eras
para mí. Te apropiaste de mi cariño, sólo en el segundo que te miré. Y así
fue como pagué tu precio, te compré una camita blanca y mullida, me fui
contigo dentro de mi cartera, tomé mi auto y feliz conduje hasta llegar a
casa.
Fuiste recibido con gran algarabía. Pasaste de brazo en brazo, de beso en
beso, hasta que te dejaron posarte en el suelo. Ahí, bautizaste la que sería
tu casa, con mas orines, que sin importarte, pisaste con desparpajo, para
dejar tus huellas en todos lados, y sus olores también. Comenzaba entonces,
el fin de un tranquilo sosiego.
Niños grandes serían tu entorno. Besos, caricias, arrumacos. Eras la novedad
que vendría a llenar el vacío, de dos corazones que no sabían como llenarse,
pues habían sido transplantados de su país gringo, Estados Unidos, a uno
latino, Chile. Ellos dejaban atrás, quince y doce años de colegios,
amistades, deportes, rutinas, casa y país, para regresar al lugar de origen
de sus padres. Estaban llenos de inconformidades, lánguidos ojos tristes
veía yo en cada amanecer, sabiendo que mis palabras, mi enorme cariño, mis
ansias de volverlos a ver felices, se tambaleaban en el tiempo de sus
cicatrices. Ninguna promesa llenaba entonces, el vacío de sus corazones. Yo
sabía lo que estaban sintiendo. Lo sabía tan bien, pero no tenía como
transmitirles mi sentir. Aquello que yo viví, cuando fui yo la trasladada a
otro país, otro idioma, otras costumbres, otra idiosincrasia, fue duro e
irreversible, no habría regreso por muchos años. Así, cuando en mi vientre
fueron creciendo y luego los tuve en mis brazos, amamantando con mis pechos
sus hambres, dormidos en mi regazo, es como se llenó mi vida de una de las
más preciosas cosas que he tenido, después de mi madre y mi marido.
Pero esto era distinto para ellos. Nuevo idioma, nuevos colegios, nuevas
amistades, nueva casa, nuevas rutinas, nuevo todo. Y aunque mi promesa, la
que les hice a nuestro regreso, que juntos y de mi mano, enfrentaríamos todo
esto, se cumplía al pié de la letra, no tenía como evitar la tristeza que
se acomodó en ellos, y que yo sabía sólo el tiempo, el lento transcurrir del
día a día, como yo lo experimenté en mi caso, podría ir curando esa
añoranza.
Por eso, cuando te vi en esa vitrina, mi corazón dió un vuelco. Y te usé
para provocar la alegría de mi alegría. La alegría de mis hijos. Y así fue.
Nombres se barajaron, entre risas y contentos. Unos, eran garabatos, que en
Chile no se entenderían, otros, recuerdos que perseguían en sus nostalgias.
Hubo al fin un lindo acuerdo.
Allá, en Washington D.C., Potomac, lugar donde vivimos, mis hijos formaban
parte de un "team de natación", donde competían todos los veranos. Eran muy
buenos, tenían excelentes records, miles de premios que llegaron a casa en
estatuillas que se pusieron en sendas repisas. Varios primeros lugares,
orgullo de ambos, cosa que en Chile ya no se repetiría.
Ese "team" tenía nombre, bandera e himno, y su nombre era Nessie, como el
monstruo de la laguna Ness. Y así pasaste a llamarte Nessie, mi perro cocker
spaniel inglés de raza, elegante y temeroso nombre para tan pequeño tamaño y
porte. Tan pequeño eras, que cabías en las palmas de mis manos. Salía yo a
regar el jardín todas las mañanas muy temprano, y tu ibas conmigo, metido
en el bolsillo de mi bata de levantarme, donde cómodamente observabas mis
quehaceres.
Si, llenaste un gran vacío, el que tenían mis hijos. No fue un lleno
completo, tomó su tiempo el acomodo, pero el tiempo se fue portando bien,
hizo el resto de su trabajo.
Hoy... eres mi más fiel compañero. Me sigues donde mis pasos vayan por esta
casa. Me esperas en la puerta del baño, mientras tomo mi ducha, duermes a
los pies de mi cama, donde yo vaya si me devuelvo, me topo contigo
siguiéndome por todas partes, pues siempre vas tras de mí, sin perderme de
vista. Hasta cuando encero, o paso la aspiradora, a la que le tienes terror,
ahí estas a mi lado, moviendo tu colita. Sentado a mis pies, mientras
escribo en la computadora.
Es así como he llegado a quererte, es así como nos hablamos con nuestros
silencios, con nuestros mirares, nuestros olfatos.
Hoy eres parte de mi familia, importantes decisiones se toman,
considerándote. Sin ti mi querido perro, mi vida sería muy distinta, hoy,
eres también mi contento mi querido Nessie.
(Freya) |