La
Saudade de Aquiles
Jaime
García-Rodríguez
La Saudade de Aquiles
"Quem viu Goa, dispensa de ver Lisboa"
(refrán indo-portugués)
Mi vida ha transcurrido en Madrid. Aunque fuí viajero por
esos mundos que se dicen más anchos que Castilla, casi nunca
dejé Madrid. Es un extraño don salir de los lugares
quedándose en ellos. Algo así como una ubicuidad perezosa
y placentera. La que ha permitido a mis veloces pies, me hallara
donde me hallase, en cualquier desierto o selva o río, permanecer
asentados sobre el sístole?diástole del metro madrileño,
latente bajo la Cuesta de Atocha, arteria coronaria en ciudad de
venas frigias.
Ahora pienso que ese don peculiar tenía por finalidad limpiar
mis viajes de pecado, pues gracias a él no caía yo
en la tentación de consentirlos. Salvo una insólita
excepción: mis voluptuosos periplos por el imperio portugués.
Aquellos donde divagué del Atlántico hasta el Indico,
dejando Madrid irremisiblemente atrás.
Fué mi madre, por obra del hado, causa de que esa invulnerabilidad
de su hijo a lo exterior tuviera límite. No contenta con
matricularme en uno de los mejores institutos madrileños
-el acreditado centro "Subteniente Laguna"- había
asimismo apalabrado, más por amistad que por dinero, las
clases particulares de un cultísimo compañero de mi
padre apellidado Quirón, ex?combatiente como él del
bando Nacional. Era Quirón uno de aquellos inverosímiles
centauros falangistas, mitad monjes y mitad soldados, capaces de
hacer correr a las ninfas en las silvas y a los turnos de espera
en las listas que engendraba la postguerra. Vitalmente enciclopédico
y heterodoxo, me salvó de la inmersión total en la
asfixiante escolaridad oficialista del "Laguna". Quirón
había sido enlace de "viriatos", voluntarios portugueses
venidos a aupar a Franco y a sí mismos, y le cupo conocer
bien el país vecino, del cual se hizo admirador devoto. Nada,
pues, tuvo de raro que derivasen sus clases hacia la historia y
geografía de Portugal.
A diferencia de Quirón, afectaba mi padre, Don Alvaro Pellós,
aires de mando y una majestad seca y austera. Obsesionado con glorias
imperiales, fresca la tinta aún en el despacho de teniente,
cruzó el Estrecho para incorporarse al III Tábor de
los Grupos de Fuerzas Regulares Indígenas, destacado en Segangan.
No tardó en ejercer el mando maniqueo de la mitad leal de
su tábor, en bizarra lid contra la mitad desleal que, sublevada,
acababa de degollar a casi toda la oficialidad española.
La victoria sonrió a los leales que lo celebraron, gumia
en mano, mutilando a cuanto vencido, vivo o muerto, se les puso
al alcance en ese día. Idéntica o peor suerte habría
corrido la facción de mi padre de haber sido derrotada. La
domeñada insurrección de Segangan no caería
en el olvido. Con el estallido de la guerra civil, capitán
al frente de sus regulares, avanzó mi padre sobre Andalucía,
Extremadura y Madrid, recreando Seganganes. Nombrado comandante
en la Guardia de la Mehala, regresó a Tetuán. Allí,
en la corte del Jalifa del Protectorado, aprendió a encontrar
protectores. Y a compadecerse de los ilusos que creían en
la España mejor. Tras una serie de cursos, pasó a
ser ingeniero militar de Armamento y Construcción. Abandonó
el ejército con graduación de coronel para dirigir
una empresa de camiones refrigerantes en Madrid. Ganó mucho
dinero. Vendiendo, primero, a los descamisados españoles
el trigo y carne que Argentina regalaba; revalorizando, luego, su
flota de camiones con el contrabando. Hombre respetable y respetado
era, por fin, rey en algo más que en ademanes.
Maite Tyss, mi madre, fué bellísima. Dijérase
que una diosa de la mar. Nacida en Málaga en una familia
de origen británico, unía al rubio lacio de guedejas
boreales el discreto bronce de las tribus del Mediterráneo.
Tal vez se unió a mi padre para contrarrestar con el poder
del Coronel Pellós las infames calumnias del despechado gobernador
civil que la tildó de "roja" por serle esquiva.
O tal vez renunció a su condición de inaprensible
deidad por amor al coronel. Otras mujeres pagaron con cabellos rapados,
ingestas de ricino, destierro, deshonor, y quién sabe si
hasta el fusilamiento, menores desdenes a inferiores jerarquías.
Pero pudo mi madre más que aquel gobernador, y entró
en Madrid, del brazo de Pellós, aposentándose en un
elegante edificio del barrio de Salamanca, cuya seguridad -lujo
inédito- garantizaba la discreta presencia de algún
policía de paisano. Se trataba de una construcción
art decó, famosa por el friso de nereidas que le daba nombre,
frente por frente a las oficinas de mi padre.
De aquella casa recuerdo el sinfín
de visitantes. Mujeres que secretaban un aroma dulzón a Maderas
de Oriente y hombres de traje oscuro y sombrero Strauss color perla.
Entre éstos uno, creo que marino en excedencia, me resultaba
especialmente repulsivo. Era el más asiduo. Vivió
en la isla de Fernando Poo y no cesaba de hablar del Africa. Al
hacerlo, acariciaba la rodilla de la acompañante de turno
y miraba de reojo a mis padres. Yo lo espíaba desde el pasillo,
fingiendo jugar, sin perder detalle de cuanto sucedía en
el salón. Sus conversaciones, entre trago y trago de licor,
terminaban repitiéndose: O historias de casino: <Estaba
yo en la sala de oficiales de Santa Isabel y le digo al repostero
negro -"Hijo puta, traéme un whisky, pero que sea del
bueno"- y vá el muy simio y me contesta -"Sí
Massa, enseguida Massa"- y yo que le digo -"Mira hijo
puta, aquí lo mismito que en Nairobi, a los blancos se les
llama Bwana, ¿Entiendes, hijo puta? ¡Bwana!, ¡de
Massa nada! Así que ya le estás trayendo el whisky
al Bwana>. O historias galantes: <Cuando iba a las plantaciones
del continente y follaba con las miningas en el río, había
una que chillaba -"¡No Massa no, igual que peces no,
Massa!"
>. O historias del poder: <Y al llegar el
recuento resulta que los jodíos negros habían votado
por el Caudillo como alcalde, así que agarré un sable
de gala y me lié a planazos gritándoles -"¡Franco
sí, pero a ver si os enterais mejor, so cabrones!">.
Acabé por odiar esas historias, que no le iban en zaga a
las reminiscencias marroquíes de mi padre. Y detesté
el imperio español ¡Qué diferencia con el Ultramar
lusitano, pacífico e ilustrado, que diariamente describía
Quirón!
Las clases particulares con Quirón terminaron de manera
subrepticia. Mis padres decidieron, tras una discusión especialmente
violenta, que fuese responsabilidad exclusiva de mi progenitor enriquecer
mis horizontes extracurriculares. Nunca volví a ver a Quirón.
Los años me han traído la sospecha de que estaba perdidamente
enamorado de mi madre y de que su camarada Pellós, con mal
contenidos celos, lo intuía. Jamás podré saber
los sentimientos de mi madre hacia aquel falangista, cuya mezcla
de atracción animal y sólido raciocinio debió
encandilar a no pocas mujeres de su época. Pese a que en
un escondrijo del reloj de pared del comedor guardaba mi padre,
entre reliquias de la Mehala, una aparatosa pistola de reglamento,
no entró en los designios del hado escribir otra tragedia
griega.
El coronel Pellós tenía poco tiempo y menos ganas
de impartir clases particulares a su hijo. Por eso, cuando me empujó
hacia el comedor, sosteniendo un fajo de mapas bajo el brazo, adiviné
la singularidad de la lección que me aguardaba. Tras desplegar
y solapar los mapas por el suelo
-ceñían el Africa, desde las aguas de Alborán
a las del Golfo de Guinea- empezó a marcar las posesiones
españolas con el dedo, una por una, recitando parsimonioso
sus nombres para que fuera memorizándolos: Marruecos Español;
Plazas de Soberanía de Ceuta y Melilla; Islas Chafarinas;
Islote de Alborán; Peñón de Vélez de
la Gomera; Peñón de Alhucemas; Islote del Perejil;
Ifni; Río de Oro; Río Muni; islas de Fernando Poo,
Annobón, Corisco, Elobey Grande y Elobey Chico. Yo, clavada
la mirada en la costa de Dahomey, justo en un puntito donde la abreviatura
"Port." marcaba el emplazamiento del fuerte de São
João Baptista de Ajudá, no escuchaba. Quirón
me había descrito el fuerte: "es la más pequeña
unidad política del mundo; apenas un cuadrilátero
fortificado con cuatro torres esquineras que alberga una iglesia,
la residencia del gobernador portugués y su séquito
y el lujoso sedán con la matrícula SJA?001, en altorrelieve
de grandes carácteres blancos sobre fondo negro, destinado
a visitas protocolarias al territorio francés circundante".
Mi padre, sin prisa ni pausa, salmodiaba la soberana lista. De repente
se detenía y me exigía continuar, mas yo sólo
era capaz de balbucear ¿Cómo podía fijarme
en tan insignificantes territorios existiendo un Gran Mundo portugués?
La engorrosa situación se prolongó durante varios
días. Fué algo difícilmente explicable, pues
carecía de toda lógica aquella incapacidad mía
para repetir ni uno solo de los territorios españoles en
Africa. Pero cuantas veces quería hacerlo, un súbito
agarrotamiento mandíbular me lo impedía. Ni el nombre
de Ceuta podía articular. Mi padre se iba encolerizando más
y más. Finalmente, cuando por enésima vez musitaba
"¿Peñón de
?¿Peñón
de
?¿Peñón de
?" sin recibir
respuesta, me dió la espalda y, amenazante, se dirigió
al reloj de pared pisoteando mapas. Viéndole arrodillarse
y abrir el compartimiento oculto donde guardaba la pistola, temí
lo peor. Miré al suelo, el miedo en los esfínteres.
Nada más alzar la vista, lo ví venir sobre mí
empuñando su fusta marroquí de rica taracea. Comenzó
entonces una brutal paliza que sólo interrumpió la
llegada de mi madre, atraída por los gritos. Sangraba por
el labio superior que un mal golpe me había partido. Dejé
de tener miedo. Apartando a mi madre, me adelanté hasta mi
padre, y comencé a recitarle desafiante:
Posee Portugal
en Africa dos grupos insulares; frente al saliente subsahariano,
el archipiélago de Cabo Verde, cuyas islas de Barlovento
son: San Antonio, San Vicente, Santa Lucía, San Nicolás,
de la Sal, Buenavista y los islotes Blanco y Raso, siendo las de
Sotavento: Mayo, Santiago, del Fuego, Brava y los islotes Secos
o del Rombo;
-ni existió ni existirá musa capaz
de cantar la cólera que me prestaba voz para gritar el inesperado
pregón-
y en el seno del Golfo de Guinea la isla del
Príncipe, con los islotes de Bombóm, Corozo, Tiñosa
Grande y Tiñosa Chica, y la de Santo Tomé, con los
islotes de las Cabras y las Rolas. En tierra firme del Atlántico
posee la fortaleza de San Juan de Ayudá, la Guinea portuguesa,
el enclave de Cabinda y los vastos territorios de Angola. En la
margen occidental del Océano Indico mantiene Mozambique
Mis padres permanecían atónitos, la fusta taraceada
por el suelo. Ni siquiera repararon en el fino hilillo de sangre
que continuaba brotando de mi labio superior. Yo, como en un trance,
proseguía:
En el Oriente, el Estado de la India Portuguesa reúne
los enclaves costeros de Goa, Damán y Diú, que baña
el Indico, y los enclaves interiores de Dadrá y Nagar-Avely;
entre los mares de Banda y Timor posee Portugal la mitad oriental
de la isla de Timor, con un enclave, Ambeno, sobre la costa del
Timor holandés, y en la China, en la margen occidental del
Río de las Perlas, la Península de Macao con las islas
de Taipa y Coloane-.
Al llegar a Coloane mi madre gimoteaba sordamente en una esquina
y mi padre ya no estaba. Nunca llegaré a saber si, ofuscado,
decidió allí mismo abandonarnos o sólo pretendió
ausentarse por un tiempo. Poco después de tan aciaga lección
de geografía, nos llegaban nuevas del fallecimiento del coronel
Pellós, fulminado por un infarto cuando salía de su
casa.
Si tuve algún sentimiento de culpabilidad fué pasajero,
porque pronto descubrí que mi padre, además de tener
otra casa, ni siquiera era mi padre. El edificio "Las Nereidas"
arropaba a los enhiestos prohombres del Régimen que, amén
de familia, sindicato y municipio, podían comprar harem.
Nada reprocho a mi madre. Tuvo la dicha de amar sin hacer daño.
E hijo de rey o hijo de roja, el inexorable advenimiento de la legítima
viuda del coronel Pellós nos dejó en la calle, con
lo puesto. Por fortuna, mi madre guardó la cabeza bien asentada
sobre los hombros. Hacía años que escamoteaba dinero
y regalos al coronel. Poseía además la lengua inglesa
en un país que no chapurreaba sino la del Imperio. Y conocía
secretos caros. Gracias a su previsión pudimos instalarnos
en una vivienda, espartana y digna, en pleno corazón obrero
del barrio de Tetuán de las Victorias. Con sus ahorros y
algún trabajo remunerado salimos adelante. Si la marcha de
"mi" padre me dejó en la indefensión, gracias
a mi madre adquirí nueva coraza y armas invencibles
Siempre fuí buen estudiante. No me resultó, por tanto,
difícil ganar y mantener una plaza de becario en el Instituto
Nacional "Subteniente Laguna". Empero, la querencia del
Portugal pluricontinental, el de una patria y muchas etnias, me
impulsó a arriesgar la beca haciendo novillos. El colegio
era grande y sus recovecos peor guardados permitían ocultarse
y escapar sin ser visto. Mis compañeros de fuga se desperdigaban
por los inacabados barrios del norte. Iban en pos de los traperos
buscando perdiciones de suburbio. Yo, en cambio, peregrinaba al
santuario urbano de mis sueños: las oficinas de los Transportes
Aéreos Portugueses -TAP- en la Gran Vía.
A diferencia de la cercana sede de las líneas aéreas
sudafricanas, cuyo escaparate renovaban con frecuencia, la decoración
del de la TAP no variaba: la misma alfombra de Arraiolos sobrevolada
por la maqueta de un cuatrimotor verdibermejo. Completaba la naturaleza
muerta del vuelo inmóvil un cartel turístico de la
Vieja Goa, recogiendo el paso de una joven aguadora del Mandovi
ante un templo hindustánico mestizo. Y a estribor de la maqueta,
una gran máscara africana.
Cierto día de escapatoria, aparentemente trivial, alcancé
a llegar a las oficinas de la TAP en el momento de echar los empleados
llave a la puerta e irse a comer. Como en anteriores ocasiones,
me planté frente al escaparate, atraído por la fascinación
magnética de aquel conjunto mágico de objetos. Y reparé
en la hermosa oficinista africana que, desde el otro lado del cristal,
me hacía señas. Nunca antes la había visto
¿Por qué la dejaron encerrada allí sus compañeros?
La muchacha señalaba la puerta invitándome a entrar.
Al ver que no reaccionaba, repitió el gesto con mayor vehemencia.
Empujé la puerta y ésta, ante mi sorpresa, se abrió
de par en par. No dudé en franquearla...
¡Ho-lá!, me llamo
Atenea N'Gola y soy azafata. Te he sorprendido varias veces observando
esa máscara ¿Quieres examinarla de cerca? -dijo con
voz reidora y acento luso, cálido de vocales negras- Es una
máscara bakongo y representa a nuestros antepasados -tomó
la máscara y se cubrió el rostro con ella-. En mi
pueblo las utilizan para adivinar el porvenir. Dicen que unas veces
miran a Oriente y otras a Occidente ¿No te apetece probártela?
En silencio, hilos de marioneta guiándome los brazos, agarré
la máscara con ambas manos y la coloqué sobre mi cara.
Al principio no ví nada. Sólo sombras. A medida que
se disipaban supe, misteriosamente, que la máscara me estaba
proyectando a un miércoles 20 de Diciembre de 1961. Aquel
adolescente que apretaba el paso frente a la iglesia de los Jerónimos,
volviendo receloso la cabeza, era yo mismo. Me unía a otros
muchachos y juntos corríamos hasta el edificio en cuyo primer
balcón ondeaba una bandera. Lo atacábamos con piedras
y tinteros. Atónitos vecinos comenzaban a asomarse a las
ventanas. Uno de los jóvenes se colgaba del mástil
de la bandera para quebrarlo. A continuación un automóvil
de la policia secreta llegaba sigiloso y de él descendía
un inspector, con un paquete de naranjas, que nos interpelaba condescendiente:
"¡Por favor, a ver si acabais rápido el acto de
solidaridad con Portugal, porque hoy voy a comer en casa! ¡Menos
mal que la embajada de verdad está en Londres y aquí
casi nunca hay nadie! Romped rápido lo que sea, que voy a
por más naranjas y si a la vuelta os encuentro tengo orden
de efectuar detenciones". Asaltábamos la legación
hindú en Madrid porque el ejército del Pandit Jawaharlal
Nehru acababa de hacerse con los últimos territorios de la
India Portuguesa tras atacarlos, con intensa brevedad, por tierra,
mar y aire. Cerré los ojos, mas no conseguí anular
con ello el sortilegio de la máscara, que ahora me revelaba
los acontecimientos de los días anteriores. Sentí
en mí la angustia y la confusión de un pueblo disputado
por dos naciones. Comprendí que la voladura de todos los
puentes apenas detendría a las tropas de la Union India escasas
horas. Pude escuchar las últimas consignas de la emisora
local, conminando en portugués a toda la población
a emprender una resistencia desesperada para salvar la identidad
de Goa. Pero la población no comprendían más
lengua que el konkaní. Me llegaba el runrún de los
fieles de la Vieja Goa, suplicando en portugués prodigios
imposibles a un San Francisco Javier que, soliviantado por verse
pomposamente investido con el bastón de mando del Gobernador
General, se obstinó en hablar euskera. Sucesivas oleadas
de bombarderos satyagrahis intentaron neutralizar el aeropuerto
internacional de Dabolim, evitando dañar las instalaciones
o el botín de sus hangares
-un veterano DC-6 y un flamante Super Constellation L?1049-. Pero
en la penumbra crepuscular que marcó el fin de los ataques,
la pista fué precariamente reparada y, el ágil DC-6
despegó esquivando cráteres y enfiló, rugiente,
la ruta de Karachi ¡Había escapatoria! La fugacidad
del ocaso tropical dejó en tinieblas el segundo avión.
Sin embargo, también consiguió emprender el vuelo
gracias al combustible que ardía en los bidones colocados
como balizas por improvisados coolies. Eran maridos, padres y hermanos
del pasaje de la negra nave que iba ya perdiéndose sobre
el océano. Me uní al suspiro de alivio de un patético
cargamento de mujeres y niños que, fatigados y temerosos,
intentaba escrutar, entre el flamear azulado de los motores del
Super Constellation, el final de su declinación hacia el
Poniente. Mientras tanto, el ejército portugués se
entregaba sin lucha, desobedeciendo las órdenes de morir
matando que por la onda corta metropolitana lanzaba, machaconamente,
"A voz de Occidente". En los villorrios crecían
dudosos freedom?fighters. Y los brahmanes de Lisboa ultimaban la
solemne declaración oficial de "traición"
reservada a los futuros repatriados
Cuando, por fin, abrí los ojos, me hallaba en plena Gran
Vía con los paseantes de siempre reflejándose en las
vidrieras de la TAP. Era la Avenida José Antonio de varones
encorbatados y enchaquetados "bajo multa de 5 pesetas".
La de los toreros en cuadrilla camino de Chicote, la de los quintos
de borla en gorro y los niños disfrazados de falangistas
en miniatura. Dentro, en las oficinas, no había nadie. Empujé
discretamente la puerta. Estaba cerrada. En el escaparate, con su
mueca ritual, la máscara bakongo parecía contemplarme
burlona.
Años después -no había vuelto a escaparme
del colegio- terminé felizmente la reválida de séptimo
curso y, con ella, mis estudios de bachillerato. Yo no parecía
saber muy bien qué carrera estudiar y eso preocupaba a mi
madre. Por eso insistió en hablar conmigo del tema, antes
de que las vacaciones de Julio y Agosto nos hicieran descuidar tan
grave asunto, inmersos en el frescor de las piscinas segregadas
para hombres y mujeres.
Hijo, va siendo hora de que
tomes una decisión. Soy consciente de que te gustan mucho
las Ciencias Naturales y cuanto se refiere a los territorios ultramarinos.
No sé, me han dicho que hay una carrera nueva, una licenciatura
en Ciencias Geológicas, que se me antoja corta pero brillante.
No es convencional, como las demás carreras, tal vez tendrías
que labrarte un futuro fuera de España, pero pienso que eso
te permitiría descubrir horizontes distintos, salir de esta
estrechez nuestra y vivir esas experiencias coloniales extranjeras
con las que has soñado tanto ¿No te gustaría
informarte un poco?
-enlazó la pregunta con un movimiento
de manos que no obtuvo respuesta e ignorando mi silencio prosiguió-
Pero, en fin, tenemos dinero para que estudies una ingeniería.
Podrías ser ingeniero de minas. Es más tradicional
¿Sabes? Es como una vida larga y oscura. En cuanto terminas
la carrera te dan un número para entrar en la administración
y el carnet de conducir, y me han dicho que hay un club privadísimo
donde los ingenieros de minas se ayudan unos a otros. Es un cuerpo
muy poderoso y te permitiría ingresar dinero extra, un poco
bajo cuerda, claro, muy fácilmente. No tendrías que
salir de España pero, en cambio, serías muy respetado
y hasta podrías casarte pronto con alguna muchacha de buena
posición
Mamá, no encontré
mejor ocasión para decírtelo, pero hace ya tiempo
que tengo decidido lo que quiero estudiar: me gustaría hacer
Filosofía y Letras
-mi madre no pudo contener una expresión
de profunda sorpresa, tanta, que me sentí obligado a extenderme
en explicaciones-. Sé que a tí te podrá parecer
poca carrera, pero intuyo hacia donde se dirige la Humanidad y no
me gusta nada ese lugar. No es que piense que un filósofo
pueda modificar el mundo, no, yo sólo deseo aportar mi propio
testimonio. Ya no me atraen las colonias europeas. Ninguna de ellas.
Cambiarán para seguir igual. Y el sufrimiento humano será
el mismo. Y entre otras pacotillas van a intentar vendernos el sinnúmero
de caprichos goyescos que fabrica sin parar el sueño del
discernimiento humano. Y vendrán nacionalismos nuevos a enviarnos
hacia la oscuridad en largos viajes sin destino. Como el del último
avión de la India Portuguesa
-en ese instante recordé
que faltaban más de tres años para la caída
de Goa y me topé, ¡Oh sorpresa!, con la sonrisa indefinible
de mi madre ¿También ella lo sabía? -
¡Mamá,
deja de sonreir así!¡A veces pareces conocer todos
los secretos de los mares!
Hijo, sigue entonces
tu propio destino
-me contempló con dulzura antes de
terminar-. El último avión de Goa eres tú mismo
y espero que puedas embarcar lo mejor de muchas patrias para cuando,
al final del viaje incierto, deba, irremisiblemente, empezar todo
de nuevo
Jaime Garcia-Rodriguez
y A.
Waterloo, Bélgica.
Copyright ©2003 Jaime Garcia-Rodriguez y A.
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