Este hermoso asunto mitológico fue pintado por Velázquez durante su
primera estancia en Italia. El viaje fue costeado por su señor Felipe
IV para ampliar la formación de su joven pintor. Velázquez recorrió
muchas ciudades italianas y se estableció algún tiempo en Roma. Ciertamente
fue una ocasión única, una oportunidad de la que no pudo disfrutar ningún
otro pintor español. Años después Velázquez volvería a Italia, ya como
pintor consagrado, como agente artístico de su señor para adquirir obras
de arte con destino a la decoración del nuevo Real Palacio del Buen
Retiro.
Después de su primer viaje cambiaron muchos aspectos de su primera
pintura juvenil: Velázquez abandonó paulatinamente el tenebrismo de
su primera época, y sustituyó sus prietas pinceladas por otras más sueltas
y pastosas.
Ello es fácil de observar en este lienzo que pintó en Roma y que trajo
en su viaje de regreso: el tenebrismo ha desaparecido aún siendo una
escena de interior, y la calidad suelta de la pincelada puede apreciarse
en el esbozo de paisaje que se ve a través de la ventana. Sorprende
además la belleza de esos desnudos sobre los que había trabajado en
Italia al reflejo de la clasicista escuela boloñesa; nunca se había
tratado el desnudo en España con ese gran sentido clásico.
Clásica es también la fábula que se evoca en la escena: Apolo desciende
a las profundidades de la tierra donde trabaja el dios herrero Vulcano,
para comunicarle que su esposa Venus le engaña con el dios de la guerra
Marte. Es prodigiosa la captación de un momento de la realidad -casi
como una instantánea- reproduciendo una tan próxima sensación de la
vida cotidiana de cualquiera de las abundantes “ferrerías” que funcionaban
en la Corte. En este lienzo inicia Velázquez el desarrollo de su capacidad
para matizar la luz en busca de la sensación de espacio: lo que se ha
llamado perspectiva aérea y que él mismo consagraría años después en
Las Meninas.