Infinitos son los mundos
Carmelo
Abadía
* * *
Infinitos son los mundos , y todos los sostiene
el mismo Dios .
Todavía hoy me pregunto cómo
fue que ella me quiso. Cuando alguna vez lo olvido, enseguida acude
la memoria en mi auxilio para asegurarme que fue cierto, que no
fue un sueño.
Por aquel tiempo, yo estaba hecho
una mala bestia. Deténte un momento y no te equivoques, pues
tu juicio pudiera resultar erróneo. Visto desde otro punto,
yo era de lo más corriente si tuviéramos en cuenta
cuál era mi mundo y cuál era mi clase.
El menor de tres hermanos. Tenía
diecinueve años, cursaba estudios de arquitectura y los domingos
jugaba al rugby. Mi familia vivía en el centro; en lo mejorcito
de la ciudad, decía mi madre. Mi padre era arquitecto, con
despacho propio. También mi progenitora había estudiado
en su juventud, pero nunca llegó a ejercer su profesión.
Decir que fuera ama de casa sería mentir, pues siempre tuvimos
un par de criadas que lo hacían todo. Digamos simplemente
que era la señora de la casa o, para ser exactos, de las
casas, porque también teníamos un chalet, con piscina
y jardín, en un pueblo a unos cuarenta kilómetros
de la ciudad.
Mis dos hermanos eran bastante mayores
que yo. Por aquel entonces andarían cerca de los treinta.
Hacía ya varios años que habían acabado sus
estudios. Ahora trabajaban con mi padre. A pesar de todo, seguían
viviendo en casa. Llegado este momento, me he dado cuenta de que
todavía no me he presentado. Mi nombre es Eduardo. Espero
que conocerme os pueda resultar grato. De lo contrario, sinceramente
que lo siento.
¿Cómo era yo entonces?.
La palabra exacta, aunque me duela, quizás fuera mediocre.
Mediocre en los estudios; pues sólo gracias a los esfuerzos
de mi padre, al que entonces yo llamaba el viejo, fue que conseguí
llegar hasta la Universidad. E incluso, eso sería más
tarde, que acabase la carrera. Mediocre también en el deporte,
pero con la diferencia de que éste me gustaba. Me agradaba
el esfuerzo, me sentía bien con los compañeros, había
entre nosotros un ambiente estupendo, nos conocíamos todos
desde hacía años. Lo pasábamos en grande juntos;
sobre todo después de los partidos, riéndonos, gritando,
y atiborrándonos de cerveza. A pesar de lo mucho que lo intenté,
la verdad es que nunca fui una estrella. Incluso me pregunto si
realmente fui bueno o era por simple condescendencia de los muchachos
por lo que jugaba en el equipo. No sabría contestar a esto.
Sólo había un ámbito
en el cual sí me sentía bueno; en el que, por decirlo
así, me desquitaba y dejaba atrás mis complejos. En
el de las chicas. Yo entonces cuando me refería a ellas decía
las mujeres para darme importancia. Mi éxito con ellas se
había convertido en algo legendario y no obedecía
mi fama, ni mucho menos, a ninguna mentira. Había comenzado
ésta a cobrar forma muy temprano, en los albores de mi adolescencia.
Era verdad. No había fiesta de Navidad o del colegio o de
cumpleaños en la que yo no acabase liado con alguna. A veces
aprovechábamos algún rincón en cualquier olvidada
caseta de jardín; otras veces, las más, eran sus dormitorios
los lugares que servían de teatro a nuestras operaciones;
e incluso, en el colmo de lo desvergonzado, cuando los padres no
estaban en casa, nos acostábamos en el dormitorio de ellos;
y esto no sólo ocurrió una vez.
Con las chicas, yo era muy desinhibido,
tenía una facilidad tremenda para pasar a mayores. Pero,
en todo caso, ellas me seguían el juego.
Todavía recuerdo sus jadeos
contenidos, sus palabras entrecortadas, sus leves resistencias,
y, ¿por qué no decirlo?, su suave hipocresía.
Pero yo seguía a lo mío, las desnudaba, y las recorría
por completo, hasta hacerlas mías. A los diecisiete años
era ya un maestro consumado del sexo. Eso sí, sin correr
ningún peligro, porque aquellas chicas eran de mi clase.
¿Dónde radicaba la
clave de mi éxito?. Pues no lo sé, porque nunca me
consideré guapo.
Así transcurría mi
vida, por los rieles de la costumbre. Vivía en una isla,
vivíamos todos en una isla. Mi padre siempre nos repetía
que nadie nos había regalado nada. Nos sentíamos orgullosos
de ser lo que éramos. Lo que ocurría más allá
de nuestras calles nos dejaba indiferentes. Aquellas otras gentes,
con sus ocupaciones, nos parecían tan distintas como si hubieran
sido de otro planeta. Cuando por casualidad los tenías enfrente
no los veías y cuando su presencia se te hacía evidente
los únicos sentimientos que se despertaban eran la hostilidad
y la desconfianza.
Éramos lo que en aquellos
tiempos llamarían burgueses felices, y hoy, por lo denostada
que está aquella palabra, denominarían clase media
satisfecha.
¿Cómo fue que la conocí?.
Te lo voy a contar.
* * *
Era sábado. Serían
aproximadamente las siete de la tarde. Regresaba tranquilamente
a casa. Podría decirse que venía andando desde la
otra punta de la ciudad. Aquel día, a las cinco, la prima
de un amigo había inaugurado una tienda de discos. Me habían
invitado. Llegué de los primeros. La verdad es que la fiesta
no tuvo mucho ambiente. Acudió muy poca gente y aquello se
volvía por momentos todavía más aburrido. Así
que decidí marcharme, me escurrí como pude y salí
a la calle. Como no me gustaban los autobuses, y tampoco quería
gastarme el dinero en un taxi, decidí volver a casa caminando.
En mi fuero interno, maldije varias veces a la prima y a la fiesta.
No hacía frío, todavía estábamos a principios
del otoño.
Ya casi había hecho la mitad
de mi camino cuando al cruzar una calle alguien me llamó
por mi nombre. «¡Eduardo, Eduardo!». Me detuve
y me giré. Una figura se aproximaba hacia mí. Me llamó
la atención que aquél llevara abrigo. Era Pablo. Pablo
era mayor que yo, aproximadamente tendría la misma edad que
mi hermano Roberto. Pablo también pertenecía a nuestro
mundo, pero siempre fue un tanto sui generis. Sus opiniones,
sobre todo en determinados asuntos, no coincidían ni mucho
menos con las que todos teníamos por canónicas. También
sus estudios y su trayectoria profesional diferían de los
que se tenían como más adecuados. Hacía unos
años, había ganado una oposición para un puesto
un tanto subalterno en la administración. Que se podía
esperar, decían todos, de alguien al que le dio por estudiar
Filosofía y Letras. La vida que llevaba Pablo constituía
un cierto escándalo que se veía escrito hasta en la
frente de sus padres. Y también eran raras y fuera de tono
las amistades con las que se relacionaba, gentes de otra ralea que
la nuestra. Pero, bueno, todos esperaban que un día Pablo
volviera al camino correcto. Ninguno lo despreciaba de veras, pues,
al fin y al cabo, Pablo era uno de los nuestros.
Estuvimos un rato hablando parados
en medio de la calle. Me preguntó de dónde venía
y qué hacía por allí. Le conté mi aventura
de aquella tarde. Después fui yo quien le pregunté.
Se dirigía a un café, había quedado con dos
amigas. «Habría que verlas», pensé yo;
y, acto seguido, sentí pena por Pablo.
Entonces me dijo que, si no tenía
otra cosa que hacer, que fuera con él. Me quedé un
poco sorprendido y en un principio le dije que no. No sé
cómo pero me convenció.
El café se encontraba muy
cerca, a un par de calles de allí nada más. Llegamos
enseguida. No me fue necesario entrar para darme cuenta de la naturaleza
del local. Una vez dentro se confirmó mi suposición.
El típico bar de progres. Todo estaba allí a juego:
la música; la clientela, en aquel momento todavía
escasa; las mesitas, los cuadros, los carteles, la decoración
imitando la de comienzos del siglo XX; sin olvidarme, ni mucho menos,
de los camareros.
Pablo pidió un café
y yo una cerveza. Nos sentamos en una mesa. Sus amigas todavía
no habían llegado. Poco a poco, el local fue llenándose
con una caterva de gente toda ella del mismo tipo. Me pareció
entender que Pablo se encontraba allí a sus anchas. A mí
aquello me parecía en cierto modo una mascarada. Serían
casi las ocho cuando llegaron sus amigas. Eran dos. Una era morena,
se llamaba Elvira y tendría la misma edad que Pablo. La otra
era más joven, y se llamaba Sara. Ambas vestían igual.
Nos saludaron, pidieron un par de tés en el mostrador y al
rato se sentaron junto a nosotros.
Eran Pablo y la morena, Elvira,
los que sostenían el núcleo de la conversación.
De vez en cuando, la más joven, Sara, apostillaba algo. Yo
no despegaba los labios. Hablaban de muchos temas, como surgían,
un poco al azar. Su conversación y sus ideas no eran de mi
agrado. Incluso diría que su rollo me daba asco. Pensé
varias veces en firme en levantarme e irme. De repente, Sara, como
haciendo un aparte, se dirigió a mí: «¿Hablas
poco, verdad?, se ve que eres muy tímido». Iba a contestarle,
y no precisamente muy suavemente, cuando nuestras miradas se cruzaron.
Sus ojos eran verdes, pálidos y profundos, muy hermosos.
Me di cuenta de que era castaño el color de su cabello. No
recuerdo exactamente lo que dije, pero debió de ser gracioso
porque todos se rieron. Noté en Pablo un respingo de felicidad,
al fin y al cabo debió de pensar que su amigo era presentable
en esa sociedad.
Un poco más tarde Elvira
se quejaba de que no tenía suficiente azúcar para
endulzar el té, pero fue Sara quien se dirigió al
mostrador a pedir otro sobre. Me quedé mirándola al
trasluz. Tenía una figura esbelta. La verdad que lo que pensé
fue esto: «esta hippie no está nada mal».
No habría pasado media hora
cuando Sara y yo nos marchábamos juntos del local. Al principio,
Elvira y Pablo se quedaron sorprendidos, pero me dio la impresión
de que no les importó mucho quedarse solos.
Sara me condujo a otro local cercano
a aquél. Aunque del mismo talante que el anterior, éste
era más íntimo y estaba más oscuro. Pedimos
un par de consumiciones en el mostrador y pasamos a una especie
de reservado turco. Ni mi ropa ni mis actitudes eran las debidas.
Enseguida me di cuenta. La luz era muy tenue. Hablamos un poco.
Diez minutos más tarde nos estábamos besando como
locos. Sara reía y continuaba hablando. Yo me sentía
fascinado. Decidí ir más lejos. Mientras la besaba,
mis manos comenzaron a recorrer su cuerpo, especialmente sus pechos.
Entonces ella me dijo: «Espera un poco» y se fue al
baño. Cuando volvió me explicó que había
ido allí a soltarse el sujetador para hacer que mi tarea
no fuese tan complicada. Se reía. Yo me quedé cortado.
No estaba acostumbrado a semejante claridad. Le pregunté
tímidamente si aquello le gustaba, respondió que sí.
«¿Y a ti?», me dijo. Dije que sí, que
mucho. Continuamos así durante casi otra media hora. Poco
a poco, me fui deteniendo. No es que me cansase de ella o me aburriera.
No, más bien todo lo contrario. Quería retornar a
la conversación, oír su voz, mirar sus ojos. Aquello
nunca me había pasado con otra. Se lo dije. Le pareció
muy bien. Le gustaba hablar, y a mí escucharla. Me contó
su vida.
Su madre había muerto muy
joven. Casi no la había conocido. Vivía pues con su
padre y sus dos hermanas. También en su caso sus dos hermanas
eran mayores y, aunque vivían con ella, casi nunca estaban
en casa. Una había conseguido una beca para estudiar periodismo
en Madrid; la otra regentaba junto a su novio un refugio de montaña
en los Pirineos, era muy pequeño y llevaban poco tiempo en
el negocio. Sólo pasaban por casa de Pascuas a Ramos. Su
padre había sido conductor durante más de veinte años
en la empresa municipal de transportes. Pero, como había
tenido un problema en la vista, ahora trabajaba en los talleres
de la misma empresa. Así es que era ella la encargada de
cuidarle y de darle mimos.
El año anterior había
dejado sus estudios. Sus notas habían sido estupendas. Hubiera
podido elegir cualquier carrera, pero no quería seguir siendo
una carga para su padre. Así es que llevaba la casa y por
las tardes preparaba una oposición.
Sentí un poco de vergüenza
al comparar sus notas con las mías en el bachillerato. Pensé
que aquello era injusto, pero no dije nada y la dejé hablar.
Después me habló de
su abuela, la única familia viva que le quedaba, al margen
de su padre y sus hermanas. Sara sentía una especial predilección
por aquélla. Vivía sola en el pueblo. Era viuda desde
hacía muchísimos años. A veces le decía
en son de broma a su nieta que hacía tantos años que
era viuda que ni se acordaba de haber estado casada. De joven había
sido muy guapa. Pensé en aquel momento que no tanto como
su nieta. Y, aunque ahora ya era vieja, su cuerpo permanecía
fuerte y su mente lúcida. Nunca tuvo miedo a la vida, con
esas palabras tan breves y tan tajantes la definía Sara.
Siempre que podía, me confesó, cogía el autobús
al pueblo e iba a verla.
Eran casi las diez. Se me hacía
tarde. Se lo dije. Ella lo comprendió. Como me empeñé,
Sara dejó que la acompañase a casa. Era lo mínimo,
le dije. Pero ella me respondió diciéndome que yo
no tenía ninguna obligación. «Es un placer y
no una obligación», y di por acabada aquella parte
de la conversación.
Su casa no se encontraba lejos de
allí. Recuerdo que andábamos despacio. Era la primera
vez que mis pies pisaban aquel barrio. Debió de ser porque
aquel día no había estrellas en el cielo, o que el
alumbrado público fuera escaso, que el lugar me pareció
un tanto lóbrego, cuando menos triste. Quizás, simplemente,
es que fuera pobre.
Habíamos llegado a la puerta
del edificio que albergaba su piso. Nos detuvimos un instante. Estaba
oscuro. Sara sacó una llavecita del bolsillo y abrió
la puerta. Entramos. Nos quedamos allí justo. No pasó
por nuestras cabezas ni por un momento el encender la luz del recibidor.
Comenzó la despedida. Nos dimos un beso y después
otro. Por una extraña razón, yo, que hacía
un rato había rehusado a tener sus besos a cambio de oír
su voz, ahora no podía dejar de hacerlo, de darle besos,
me refiero. Tampoco mis manos estaban quietas. La acariciaba. Había
una cierta desesperación en mi manera de buscar su cuerpo.
Sin duda, ella se dio cuenta. Aquellos besos y aquellas caricias
no eran muy honestas, o, al menos, no eran de aquéllas que
se dan en la ocasión de una despedida. Se despegó
un poco y me dijo: «¿Quieres subir?, estaremos solos.
No te lo he contado, pero mi padre tiene una novia y pasa los fines
de semana fuera. El hombre ha estado muy solo, ¿sabes?. A
mí me parece bien. Ella está divorciada y tiene dos
niños pequeños. Así que es mejor que sea él
el que vaya a su piso que no sea ella la que tenga que venir. Le
es más cómodo así. Fui yo quien le animé
a que empezase esta relación».
Aquello de tener un padre con novia
a mí me sonaba a chino. ¡Cómo me iba a imaginar
al mío en semejante coyuntura!. En aquel momento para mí
aquello era o bien inmoral o bien ridículo. Difícil
incluso de imaginar, ya lo he dicho.
Le respondí que no, que no
deseaba subir con ella. Aunque después seguimos un rato besándonos,
Sara no volvió a insistir. Cuando por fin ya me despedí,
le pregunté que haría mañana por la tarde.
Me dijo que estudiar. Pero que si quería podía pasarme
por allí a verla. Le dije que lo pensaría. Vivía
en el segundo, en la puerta de la derecha. Encendió la luz
y subió las escaleras. La contemplé en silencio. No
se volvió a mirarme. Me marché.
Caminaba deprisa. Era tarde. Casi
las once. Aquella noche, había perdido la cena. Cuando abandoné
aquel barrio, sonreí. La verdad es que pensaba no volver
a pisarlo nunca más. Cada cosa en su sitio, pensé;
y me encendí un cigarrillo.
* * *
Aquel domingo por la mañana
fuimos toda la familia a misa. Comimos temprano, aquélla
era una costumbre inveterada de la casa.
Un poco antes de las cuatro, salía
a la calle. Me detuve en una pastelería. Compré una
bandeja completa, unas veinte unidades, de unos pasteles franceses,
muy elegantes. Unos diez minutos antes de las cinco, me encontré
delante del edificio donde vivía Sara.
De noche no me había parecido
gran cosa, pero ahora me pareció de un tamaño enorme,
casi exagerado teniendo en cuenta su entorno. En aquel momento uno
de sus inquilinos se disponía a salir. Me dirigí a
él cortésmente, se quedó un poco parado, me
dejó pasar, e incluso me llamó de usted.
Subí a grandes zancadas las
escaleras. El inmueble, en su interior, estaba un poco deteriorado,
pero no tenía mala cara. Todo estaba muy limpio, incluidas
las esquinas. Suele ser allí donde se acumula el polvo. Llamé
al timbre del segundo derecha. Fue un hombre quien me abrió.
Era moreno, un poco calvo y de mediana
edad. En su rostro estaba inscrito el sello inconfundible de la
bondad. Era el padre de Sara. El hombre se disculpó. Me dijo
que no tenía que estar allí, que sólo había
pasado un momento a cambiarse de ropa. Me hizo entrar y también
que me sentara en un sofá. Después me explicó
lo de su novia.
Mientras hablaba, yo lo miraba.
Vestía una americana y llevaba corbata. Su cabello estaba
perfectamente peinado. Se había vestido para salir, así
me lo explicó. Aquella tarde, una amiga de su novia se había
ofrecido a hacer de canguro de los hijos de ésta. «Por
fin , una tarde libre», sonrió el hombre. Irían
al cine, me dijo, y después a tomarse una copa. Yo movía
la cabeza con gesto de comprensión y de asentimiento. Por
eso había venido a cambiarse. La verdad es que aquel hombre
tenía maneras distinguidas, ademanes con clase y, aunque
hablaba un poco atropelladamente, su lenguaje era de lo más
correcto. En una palabra, me pareció elegante. Hablamos muy
poco. Aquélla fue la única vez que vi al padre de
Sara.
Recuerdo que me dijo con toda la
naturalidad del mundo que ahora que sabía que estaba yo allí
se quedaba más tranquilo, le disgustaba profundamente que
su hija estuviera sola. Incluso había pensado en enfriar
su relación, pero Sara se lo había prohibido. Llegados
a este punto, pregunté por Sara .
«¡Ah,» me dijo
, «estará todavía por la cocina recogiendo los
tarros. Es allí al fondo, anda, vé con ella!. La pobre»,
continuó, «ni siquiera nos ha oído; así,
mientras tanto, cojo unas cosillas, las meto en una bolsa y me marcho».
Recuerdo que en un momento de la conversación, refiriéndose
a mí, me llamó hijo mío. Me quedé un
poco parado.
Cuando el padre de Sara se levantó,
también lo hice yo. Él se dirigió a su dormitorio
a preparar sus bártulos, supongo, yo me dirigí hacia
la puerta que él me había indicado como la de la cocina.
La empujé y entré.
Ahí estaba Sara. Ni siquiera sabía que yo me encontraba
allí. Sonreí. De espaldas a mí, sobre el fregadero,
se afanaba limpiando una sartén. Vestía pantalón
vaquero y camiseta blanca, y sobre ellos llevaba puesto un delantal
muy gracioso. Me di cuenta entonces de lo bien que olía por
toda la casa.
En aquel momento me apeteció
hacer una cosa que estoy seguro que a Sara no le hubiera sentado
nada bien. Acercarme despacio y darle una palmadita en el culo.
Además, estaba su padre. Así es que de repente dije:
«Buenas tardes, ya estoy aquí otra vez, querida Sara».
No se me ocurrió nada mejor. Pero la verdad es que ella se
alegró. Me dijo que acabaría en un momento, que la
esperase fuera, que de lo contrario se pondría nerviosa.
Me dio un beso y yo le hice caso.
Me senté otra vez en aquel
sofá. El padre de Sara salió en aquel momento dispuesto
a marcharse. Se dirigió a la cocina y se despidió
de su hija. Después lo hizo de mí. Se le veía
contento. Me deseó todo lo mejor y se marchó. Creo
que le caí bien, quizás fuera porque hubiera leído
en mi cara que, al menos ésa era mi intención, yo
había venido a hacer feliz a su hija.
Me quedé solo, sentado en
el sofá.
Observé detenidamente la
casa. Los muebles eran de madera, baratos. Ningún lujo, ningún
mármol; pero todo lleno de buen gusto. Nunca había
experimentado en mi existencia la sensación de hogar como
durante aquellos instantes de una tarde cualquiera de domingo. Me
quedé asombrado. Quizás fuese porque la casa era pequeña.
La nuestra era tan grande ... Además, mi madre tenía
ínfulas de decoradora de interiores.
En aquel instante, me vinieron a
la cabeza los pasteles. Me iba a encaminar de nuevo a la cocina
cuando apareció Sara ya cambiada. La verdad es que simplemente
se había quitado el delantal, se había arreglado el
pelo y se había puesto un jersey de lana.
Le dije: «Esto es para ti.
¿Por qué, te preguntarás?. Porque eres preciosa».
Estoy seguro de que iba a contestarme aquello de que yo no tenía
ninguna obligación. Pero, como la miré a los ojos,
estoy convencido de que me leyó el pensamiento. Así
pues, no lo hizo.
Se dirigió a la cocina y
los guardó en el frigorífico. Después regresó
y se sentó junto a mí en el sofá. No me dio
las gracias, hizo algo mejor, me dio un beso. Nos quedamos callados
unos momentos. Después ella preguntó: «¿te
apetece ir a algún sitio?» . Me quedé pensando.
Evidentemente no iríamos a ninguno de los que yo frecuentaba
habitualmente. No me gustaría que nos viesen juntos. Es gracioso,
pero, para ser exactos, cuando lo pensé la palabra que vino
a mi mente no fue habitualmente sino antes. Ya quedaría tiempo
para escuchar las acostumbradas y malintencionadas preguntas: «¿Dónde
te metes, Eduardo?, ¿Cuánto tiempo hace que no te
veo?», sobre todo proviniendo de la boca de ciertas pécoras.
La verdad es que Sara era demasiado buena para eso.
Como me debió de ver tan
dubitativo, Sara se arriesgó a hacerme una propuesta: Al
Parque.
Yo no conocía a nadie que
fuera nunca al Parque, y mucho menos que pasara allí las
tardes de los domingos. Le dije que sí. Se puso muy contenta.
A ella le encantaba el Parque.
A pesar de mi fobia, cogimos un
autobús hasta nuestro destino. Sara me convenció.
La verdad es que no opuse mucha resistencia. Ella, me dijo, siempre
viajaba en autobús. En su caso, le dije, era comprensible.
Se rió.
Es curioso y además no sé
si quiera si citarlo, pero, aunque por aquellos días era
otoño, siempre recuerdo aquellos instantes con Sara como
bañados por una luz de primavera.
Sigo. Aquella tarde de domingo no
hacía frío. El sol, aunque tímido, todavía
reinaba en el cielo. Pero, a pesar de todo, eran pocos los viandantes
que se podían encontrar en el Parque. Muy pocos, en verdad,
muy poca gente.
Los árboles hacía
poco que habían comenzado a perder sus hojas. Los quioscos,
otrora bulliciosos, no sabría bien por qué, ahora
permanecían cerrados.
Caminamos durante bastante rato,
cogidos de la mano, en silencio. Varias veces nos detuvimos al lado
de las fuentes, vimos correr sus aguas y escuchamos su sonido.
Yo, como no podía ser de
otra manera, cometí un par de errores tontos. El más
gordo, y casi me alegro porque conseguí que Sara se riera
hasta casi enrojecer, ocurrió al pasar junto a un pequeño
puesto de bebidas y helados. Le dije a Sara si quería un
helado. Me miró extrañada. Yo no entendía nada.
«¡Eduardo », me dijo, «dos cosas : a) no
estamos en verano y b) yo ya no soy una niña!» . Pero
sería lo torpe de mis explicaciones lo que de verdad conseguiría
producir su hilaridad. Le pedí que me perdonase y así
lo hizo.
Un poco más adelante nos
sentamos en un banco. Era bajo, de piedra, sin respaldo. No sé
por qué pero comenzaron a envolverme una tristeza y una desolación
enormes. Después, lamentablemente, darían paso a la
rabia, a una explosión terrible. Y no sólo de rabia,
también de miedo, y de no poca sinceridad. Ya he dicho que
estábamos solos. Y, si había alguien más, ni
siquiera me di cuenta. Recuerdo que me levanté. Sara permanecía
sentada. Se quedó mirándome sin decir nada. Me acerqué
a ella, me puse de rodillas entre sus piernas. Nuestras caras, frente
a frente, casi se tocaban. Ella todavía sonreía. Creo
que no entendía nada y menos todavía lo que estaba
por venir. Dulcemente coloqué mis manos sobre sus hombros.
Comencé a hablar. Gracias a Dios, hace ya tiempo que olvidé
los detalles, las palabras precisas que usé aquella tarde.
La línea general del discurso la constituía la sinceridad.
Mi sinceridad. Al principio mi conversación fue serena. Le
expliqué quién era. Después a grandes rasgos
tracé ante ella cuál era mi visión del mundo
y de las cosas. Me escuchaba impávida, sin pestañear.
Mientras hablaba, notaba dentro
de mí cómo crecían la agitación y la
rabia. El pulso cada vez me latía en las venas con más
fuerza. Poco a poco, el discurso se iba tornando más bronco,
salpicado de palabrotas, de descalificaciones y de insultos. La
presión de mis manos debía de ser terrible sobre sus
hombros. Sara en aquellos instantes debió de temerse lo peor,
que pudiera llegar a agredirle. Estoy seguro de que pensó
en huir e incluso en pedir socorro.
Estaba llegando al paroxismo justo
en el mismo instante en que mis palabras arribaron hasta la noche
anterior, cuando la conocí. Le expresé abiertamente
mis opiniones sobre Pablo, Elvira y sobre ella. Sara comenzó
tímidamente a llorar. Aquello no me aplacó, el fuego
ardía y nada lo podía apagar. Creo que no dejé
títere con cabeza de las cosas que ella amaba y en las que
creía. Feroz como un bárbaro, imagino que la agitación
de mi interior se transluciría en mi rostro en forma de alguna
mueca horrible. Y entonces llegué hasta donde desde un principio
quería llegar, hasta el núcleo del problema. Hoy me
avergüenzo y lloro sólo al recordarlo. Pero así
fue. No una, sino varias veces, me referí a ella con la palabra
vulgar y despectiva que se utiliza para llamar a las mujeres de
la calle. Se la grité, quizás veinte veces, a la cara.
Mejor sería decir que la aullaba. Sara no podía ni
moverse. Estaba aterrada, paralizada. Sus ojos a poco se le salen
de las órbitas. Creo sinceramente que por menos de lo que
hice yo aquella tarde deberían matar a un hombre. Y entonces
de sopetón le hice la pregunta: «¿Con cuántos
has estado?».
De repente Sara se tranquilizó,
dejó de llorar y bajó la cabeza. Después habló
así: «Antes de ti, Eduardo, sólo he conocido
a uno. Se llama Juan. Yo lo he querido mucho, pero él a mí
no tanto ... Tenía vocación y decidió estudiar
para cura. Ahora está en el seminario. Era un chico muy especial.
Nos acostamos juntos sólo tres veces. Guardo muy buen recuerdo.
A veces le escribo. No te miento».
La serenidad de aquellas palabras,
la firmeza de su voz y el amor que sentía en mi alma hicieron
que me derrumbara llorando estrepitosamente sobre ella. Recuerdo
que lloraba como un niño pequeño que estuviera perdido,
sin ninguna vergüenza.
El que hacía bien poco insultaba
y amenazaba no era ahora sino un animal herido solicitando el socorro
de su víctima.
También Sara me quería.
Cuando aquella tarde abandonamos
el Parque, ya nos habíamos hecho novios. Yo le hice mil promesas,
todas ellas locas.
Regresamos a su casa y nos fuimos
directos a su cama.
Yo había estado con muchas
mujeres, pero siempre que pienso en mi primera vez me viene a la
cabeza aquélla.
* * *
Fue corto el tiempo de nuestro otoño,
pero si tuviera mil vidas aquello las llenaría todas.
Sara y yo nunca nos veíamos
entre semana. Yo siempre cumplí a rajatabla aquella cláusula
no escrita. Para mí hubiera sido fácil dejar de asistir
a alguna clase, pero yo sabía que Sara tenía que estudiar
y que no disponía de mucho tiempo. Eso sí, todos los
días la llamaba por teléfono. Me conformaba sólo
con poder oír su voz.
Pero el fin de semana era ya otra
cosa. Exceptuando la obligación de dormir en el domicilio
paterno el sábado, la verdad es que cada vez llegaba más
entrada la madrugada, y de la misa y la comida del domingo, el resto
del tiempo lo pasaba en casa de Sara. Resultará sorprendente,
pero nunca en casa me preguntaron qué hacía o a dónde
iba. Nadie notó nada extraño, raro o fuera de lo normal.
¿Qué es lo que hacíamos?,
¿cómo llenábamos aquel tiempo Sara y yo?. He
de confesar que los primeros días puede decirse que nos dedicamos
en exclusiva a un tema monomaniático. Yo le decía
entre risas a Sara que íbamos a hacer ricos a los fabricantes
de preservativos. Lo probamos todo, sin ninguna vergüenza.
Tanto habían cambiado las cosas que yo solía bromear
sobre su antiguo novio, sobre Juan. Con mucha malicia le decía
que fíjate lo mal que lo haría que ante tal desencanto
el muchacho decidió meterse a cura. Sara reía como
una loca y entonces me atacaba sin piedad. Éramos tan felices
y lo pasábamos tan bien juntos.
Mas a pesar de ser tan jóvenes
y de estar rebosantes de vida, también a esa edad el cuerpo
tiene sus límites. ¿Y entonces qué hacíamos?
. De todo un poco. Me decidí a ayudarla en las faenas de
la casa. Le decía: «tonta, todo lo que te quites el
sábado y el domingo no tendrás que hacerlo entre semana».
Barríamos, limpiábamos el polvo, fregábamos
los cacharros y un sinfín de cosas más. A menudo nos
deteníamos en medio de la tarea para darnos abundantes besos.
Siempre uno al lado del otro.
Tan apenas salíamos de su
casa. A veces, a la noche, veíamos juntos la televisión,
como si fuéramos un viejo matrimonio. Pero sobre todo hablábamos
y hablábamos. De todo. A Sara también le encantaba
la música. A mí no me gustaba la misma que a ella.
Pero nunca se lo dije, y me aguantaba, porque entonces mi única
voluntad era hacer lo que ella quisiera. Todo lo que fuera por hacerla
feliz. Hubo días en que debí de preguntarle si me
quería unas doscientas veces. Ella siempre respondió
que sí. «¿Pero cuánto?», le decía.
«Pues mucho; o, mejor, todo», me respondía la
muy ladina. Y aquello a mí me volvía loco.
Prometí que iba a comprarle
discos, muchos discos, porque ella tenía muy pocos. Me decía
que no y yo le repetía que no sirve para otra cosa el dinero.
En aquellos días, Sara y
yo habíamos cogido una costumbre que casi era una liturgia.
Al caer la tarde, conforme la oscuridad invadía los cristales,
hacíamos el amor. Pero no en su dormitorio, sino en la sala
de estar. Justo al lado de la ventana, a los pies de aquel sofá
en el que me senté la primera vez, sobre una alfombra enorme
a la que llamábamos «La Persa», aunque, evidentemente,
no era de tal procedencia. La había comprado Sara muy barata
en un bazar, y a los dos nos gustaba.
Como he dicho, sólo vi una
vez al padre de Sara. El hombre nunca venía a casa cuando
yo estaba. No quería molestar. Además, Sara durante
la semana le pasaba informes diciéndole lo feliz que era.
Así es que disfrutábamos por entero de aquella libertad
y de aquella impunidad.
Después de hacer el amor,
cenábamos. Cualquier cosa rápida y volvíamos
a nuestra alfombra. Si ahora cierro los ojos, nítidamente
se presenta ante mí aquella escena tantas veces repetida.
Yo sentado desnudo sobre la alfombra. Había cogido esa costumbre,
la de andar desnudo, y no sentía ningún pudor o la
menor vergüenza. Sara, enfrente mío, de pie. También
desnuda, o, a veces, llevando sólo la braguita. Era la única
prenda que le dejaba ponerse. Me gustaba ver su talle desnudo y
también sus pechos. Además, le decía, en cualquier
momento puedo tener necesidad de ellos. Ella nunca me negaba nada,
sentía por mí devoción.
Entonces comenzaba la representación.
Sara era una actriz magnífica. Ella sola se bastaba para
representar obras completas de teatro. Algunas por completo de su
invención. Era magistral en la elaboración de los
tipos y tenía una gran habilidad para la imitación.
Yo lo pasaba en grande. Recuerdo que le gritaba y la aplaudía
a rabiar. Y también le decía piropos: «¡Eres
la más grande, la mejor!»; y sobre todo uno que me
encantaba. Se lo repetía una y otra vez: «¡Guapísima,
Guapísima!», como solía entonces decírseles
a las grandes divas de la escena.
También Sara me contaba cuentos.
Yo la llamaba mi Sherezade particular. Eran cuentos populares. Había
sido su abuela la que se los había contado a ella. Sara los
había recogido en un cuaderno con tapas de flores que guardaba
en un cajón de su mesilla de noche. Creo que aquél
era su más preciado bien. No le era necesario repasárselos,
se los sabía de memoria.
Aquellos cuentos tenían toda
la fantasía y el colorido que sólo en el acervo popular
es posible encontrar. Casi todos eran fantásticos, incluso
de terror. Poblados por criaturas maravillosas: duendes, fantasmas,
almas en pena, apariciones; a éstas últimas en la
tierra de su abuela las denominaban con la palabra aparecidos. Aquella
palabra siempre me hacía gracia sin saber por qué.
También los había de brujas, de hechiceras, de mujeres
capaces de convertirse en animales feroces, de colmillos terribles
y hocicos que daban miedo. Escucharlos en labios de Sara era como
hacer un viaje a lomos del tiempo.
Recuerdo que había uno que
me gustaba sobremanera. Siempre le pedía a Sara que me lo
contara, y a veces incluso le exigía que lo repitiera.
Evidentemente, yo carezco de la
gracia que ella tenía. Más o menos era así:
Cierto día un campesino subió al monte a buscar esparto.
Entonces este vegetal se utilizaba abundantemente para un montón
de cosas; con él se hacían suelas para el calzado,
se utilizaba para fabricar cestas, sacos y cuerdas, y otras mil
cosas. Era por lo tanto muy apreciado. Bien, el campesino se entretuvo
demasiado en el monte y cuando decidió bajar hacia el pueblo,
la tarde estaba ya muy avanzada. Pronto caería sobre él
la noche y con ella el frío y la oscuridad. El campesino
apretaba el paso, temía perderse en el laberinto al que la
noche le conduciría. Incluso para alguien muy acostumbrado
es muy fácil perderse en el monte durante la noche. Fácil
y peligroso, pues la temperatura baja mucho de repente y caerse
en algún barranco o por algún cortado representa un
peligro bastante claro.
A pesar de sus esfuerzos, la noche
atrapó al campesino. Acababa de llegar a una encrucijada
de caminos cuando ante él de repente, caminando por uno de
ellos, comparece un enorme macho cabrío. El animal llega
hasta él y se detiene. Después se yergue sobre sus
dos patas traseras y se dirige a él: «Campesino, estoy
muy cansado, pues vengo de muy lejos. Hazme un favor. También
yo me dirijo al pueblo y sé orientarme en medio de la noche.
Si cargas conmigo sobre tus espaldas, yo te guiaré. Te doy
mi palabra. Llegarás sano y salvo a tu casa». Si llego
a ser yo el campesino, seguro que me muero en ese mismo instante.
Pero nuestro hombre no tuvo miedo y aceptó la extraña
propuesta. Lo cargó sobre sus espaldas, espaldas fuertes
de quien trabaja la tierra, y siguiendo sus indicaciones tras unas
cuantas horas se encontró de repente frente a las luces de
su pueblo. Entonces el macho cabrío descendió de sus
hombros, se quedó un rato erguido, dio las gracias y se perdió
en dirección al pueblo.
Al acabar siempre le decía
lo mismo a Sara: «para mí que aquel animal era el demonio».
Y Sara siempre respondía que lo interesante hubiera sido
saber a dónde exactamente del pueblo se dirigía.
Mención aparte merecen sus
sueños.
Sara sentía verdadera pasión
por contármelos. Aquello a mí no me gustaba. Tenía
la impresión de entrar en un universo muy íntimo,
muy propio, de Sara. No me gustaba nada. Pero, a pesar de que se
lo dije unas cuantas veces, Sara no me hacía caso. Incluso
tenía la costumbre de ponerles nombres.
Recuerdo que por uno de ellos estuvimos
casi una semana de morros. Ella dijo que yo era tonto por tomármelo
tan a pecho y que, además, en el sueño no había
nada malo. Su título era «El Viaje a Polonia».
Resulta que Sara y yo nos íbamos de vacaciones a Polonia.
Íbamos en coche y yo conducía. Visitaríamos
Varsovia. No es necesario decir que ni ella ni yo habíamos
estado nunca realmente en Polonia y que la Varsovia y la Polonia
del sueño eran irreales, absurdas y oníricas. Bien.
Lo primero que resaltaba en el sueño eran los colores que
adornaban las montañas y todo el suelo del país. Eran
sólo dos, pero intensísimos: verde y negro.
Argumentaba Sara que quizás
el color negro procedía de cuando ella estudiaba geografía
en el colegio, pues siempre en los libros de texto decía
que Polonia era un país gran productor de carbón,
y desde entonces aquello, no sabía bien por qué, se
le había quedado grabado en la memoria. Respecto al otro
color no tenía formulada ninguna hipótesis. Continúo.
Visitábamos una catedral, Sara no sabía si en aquel
momento del sueño ya estábamos en Varsovia o todavía
no. La catedral era gótica. Muy grande. Con el detalle curioso
de que tenía dos pisos, separados por una especie de suelo
de madera. Llegábamos arriba, no sabía cómo,
pero le daba la sensación que atravesando aquel suelo de
madera, de troncos, recordaba, como si fuéramos translúcidos.
Allí arriba había un par de chicas de nuestra edad.
Sara no sabía si eran turistas como nosotros o polacas. No
lo supo nunca. Hablábamos con ellas y eran muy simpáticas.
Sabían mucho y nos explicaban cosas, de la catedral y del
país. Enseguida decidimos que continuaríamos el viaje
juntos. Al momento íbamos en coche por una carretera. Yo
conducía. A mí lado se había sentado una de
aquellas chicas. La otra iba detrás junto a Sara. Yo las
miraba por el retrovisor. Ambas hablaban en voz baja, con complicidad,
se miraban mucho rato a los ojos e incluso se besaban. Yo me daba
cuenta de que se habían enamorado, pero no decía nada.
Me dolía un poco pero no decía nada. Aquella chica,
la amante de Sara, era muy bonita: morena, de pelo corto y rizado,
ojos negros, con una sonrisa casi infantil perpetua.
En la siguiente escena, digamos,
estábamos en la habitación de un hotel. Los cuatro
juntos. Había dos camas. A instancias de Sara y de su amiga,
yo me acostaba con la otra chica polaca. Ambas me pedían
suave pero abiertamente que le hiciera el amor, porque lo necesitaba
mucho, pero que se lo hiciese bien. Así lo hacía yo
para agradar a Sara y a su amiga. Ellas se habían acostado
en la otra cama, sobre la ropa, no estaban desnudas, permanecían
vestidas. Mientras hacía el amor con la otra chica, de tanto
en tanto, yo volvía mi cabeza para mirarlas. Hablaban como
antes en el coche, se besaban con dulzura, estaban enamoradas. No
me cabía ninguna duda. Me entristecía mucho. Acababa
de hacer el amor a la otra chica y Sara y su amiga me felicitaban.
Me había portado bien. Después la otra chica se dormía.
Entonces yo aprovechaba y me pasaba a la otra cama, con Sara y su
amiga. Intentaba colocarme entre ellas. No oponían resistencia,
pero en cierta manera me ignoraban. Seguían besándose
y mirándose amorosamente a los ojos. Entonces yo comenzaba
a hablar. Lo hacía suavemente y con dignidad. Aunque pudiera,
yo no les reprochaba nada ni condenaba su conducta. Sabía
que estaban enamoradas y que yo había perdido todos mis derechos.
Bien. Pero yo les había demostrado que merecía algo
más que su indiferencia o su abandono. Ambas se conmovían,
dejaban de besarse y me miraban con atención. Especialmente
la amiga polaca de Sara. Me miraba de frente con aquellos ojos negros
tan bonitos y aquella sonrisa de compasión en su rostro.
Entonces yo me daba cuenta de algo y se lo decía a ellas:
también yo me había enamorado de la amante de Sara.
Ante la noticia Sara y su amiga se alegraban. Decidíamos
que ya nunca nos separaríamos, que continuaríamos
siempre los tres juntos. Y que nunca, me prometían las dos,
me faltaría mi ración de amor en aquel festín.
El último cuadro del sueño,
según lo contaba Sara, era el más absurdo y el más
gracioso.
Estábamos los cuatro subidos
en una torre. Imagino que sería la de la catedral. A nuestros
pies se extendía toda Varsovia, que no era otra cosa que
una inmensa calle recta que se perdía entre las montañas.
A nuestra derecha, sobre una colina de intensos colores verdes y
negros había un palacio. Delante de él una especie
de corrales con forma de cuadrados y con muros delgados de piedra.
La chica polaca, o turista, ya dije
que Sara no lo sabía con exactitud, a la que yo había
hecho el amor la noche anterior nos explicaba que aquél era
el famoso palacio donde vivió el compositor ... A pesar de
no recordar el nombre, Sara decía que todos nos admirábamos
al oírlo y entonces ella, mi Sara, ponía punto final
al sueño con este comentario: «Sí, el famoso
palacio que tiene las letrinas de mármol».
Y eso era todo.
Como dije, este asunto nos costó
una semana de morros. Cuando se me pasó el enfado, le dirigí
estas palabras, y no otras, a Sara: «Ya sabes que te perdono
todo, incluso lo que hagas en sueños».
La verdad es que mi perdón
no fue ni mucho menos tan gracioso. Le impuse una penitencia, pero
me parece que ésta fue bastante de su agrado.
El último de los sueños
que me contó Sara también era bastante extraño.
Sin embargo en aquel momento no me causó ninguna zozobra.
Llevaba como título el de «La Gran Serpiente».
Este sueño constituía
una curiosa amalgama de imágenes y de palabras. Para ser
exacto diré que era una mezcla de secuencias visuales muy
intensas y de un poema, o al menos de la primera estrofa de éste.
Sara me lo contó varias veces. Discutimos ardorosamente sobre
cuál pudiera ser su significado, dando por hecho que los
sueños, y éste en particular, lo tuviesen. No llegamos
a ninguna conclusión. Pasado un tiempo, ambos lo olvidamos.
Cuando Sara lo relataba, sus ojos
se perdían mirando al vacío y el timbre de su voz
adquiría la solemnidad del teatro clásico. Parecía
que entrase en trance. Comenzaba por la estrofa del poema:
Debajo
de la vía,
allí
descansa,
allí
se esconde,
La Gran Serpiente.
Es tan grande
y es tan
negra
como ni si
quiera
puedes imaginar
. . . . .
. . . . . . . .
. . . . .
. . . . . . . .
Sara repetía esta estrofa
rítmicamente, como si tuviera música. Por eso es que
yo la recuerdo, ya que la aprendí de memoria.
Después Sara continuaba con
las imágenes. Se veía caminando justo al lado de un
terraplén. Quedaba éste a su izquierda, casi al lado
de su costado. No era muy alto. Mediría sobre poco más
de medio metro. Estaba hecho de gravilla y de piedras finas, de
cantos rodados. Éstas no eran mayores que el tamaño
de una manzana ordinaria. Sobre el terraplén se extendían
hasta donde llegaba la vista las vías del tren, los carriles
del ferrocarril perdiéndose en el horizonte. En el cielo
lucía el sol. A Sara le parecía que fuese mediodía
de verano, con una luz radiante, casi excesiva, de color amarillo.
Ella, al principio del sueño, caminaba tranquila, sosegada
y feliz. A su derecha, en el costado opuesto, había una valla.
Estaba compuesta de estacas de madera y de alambre de hierro o de
espino. Eso Sara no lo sabía con exactitud. En todo caso
de algo metálico, brillante y duro. Hasta aquí, así
se lo decía yo, la vía de un tren sobre un basamento,
protegida por una alambrada, nada inquietante pues. Pero, al poco
rato, Sara empezaba a sentirse agitada, intranquila. Lo sabía
con toda exactitud. Enterrada bajo el terraplén, quizás
es que la hubiera visto entre las piedras, se encontraba la Gran
Serpiente. Era, como decía el poema, enorme, muy larga y
muy negra.
Aunque el animal permanecía
quieto, como muerto, Sara sabía que en verdad estaba vivo,
que ni siquiera dormía, que estaba como en latencia o en
reposo. Entonces Sara caía presa de la angustia. No sabía
bien por qué, pero estaba segura de que el sentido de su
marcha la dirigía desde donde el reptil tenía la cola
hacia donde se hallaba su cabeza. Se estremecía sólo
de pensar que un poco más adelante pudiera encontrarse con
que una vez despierta la serpiente alzase su cabeza y topar de frente
con ella. La imaginaba también enorme, triangular y negra;
y, sobre todo, temblaba en aquel instante todo su cuerpo y en su
cara se reflejaban el asco y la repulsión física,
con su lengua bífida. Entonces ella se daba la vuelta, giraba
el sentido de su marcha. Ya no caminaba tranquila. Ahora lo hacía
a toda prisa. Pero he aquí que la senda entre la vía,
en este caso el terraplén, y la valla se tornaba cada vez
más estrecha, y lo que era peor, enroscadas en las estacas
de madera, un sinnúmero de pequeñas serpientes sacaban
sus lenguas en dirección a ella. Sara cerraba los ojos, apretaba
fuerte sus párpados, y seguía caminando. A cada paso
que daba, notaba que la senda era más estrecha. Sara se encogía
sobre sí misma y su angustia crecía. Entonces se despertaba,
permaneciendo durante bastante tiempo, incluso me dijo que habían
sido horas, presa de una desazón tremenda, de un mal físico,
de una repugnancia tal, que hacía que se le erizase el vello
de sus brazos y de su cuello como si un espasmo viscoso le recorriese
el cuerpo. Después, se había calmado. Sólo
lo había soñado en una ocasión; no se trataba,
gracias a Dios, de alguna pesadilla de ésas recurrentes,
como aquéllas en las que sueñas que caes, pero la
impresión había sido tan fuerte que se vio obligada
a contármelo varias veces. Ya dije al principio que tras
discutirlo no le encontramos ningún sentido. Pasado un tiempo
lo olvidamos. Éramos felices y teníamos mejores cosas
que hacer. Yo , por ejemplo, tenía que cumplir una promesa,
la de comprarle discos.
* * *
Fue un sábado también
el último día que vi a Sara. La llamé por teléfono
el día de antes, el viernes, a la noche. El otoño
estaba muy avanzado y entonces anochecía ya muy temprano.
Yo estaba muy contento. Se lo hice saber a Sara. Mañana,
le dije, pasaré un poco antes de lo ordinario por tu casa,
sobre las cuatro; estáte ya cambiada y preparada, iremos
a comprar discos; y, por favor, no pongas objeciones; de lo contrario,
arruinarás mi felicidad. Sara lo comprendió al instante.
No puso ninguna objeción. Aquello casi me sorprendió
un poco. Debió de darse cuenta de lo importante que era para
mí el que me admitiese aquel regalo. Yo había decidido
que iríamos a la tienda aquélla de la prima de mi
amigo. En cierta manera, gracias a ella, había conocido a
Sara. Así se lo dije. Pero Sara me dijo que había
un problema. Sería mejor que quedásemos en la tienda,
o sea, que yo no pasase a recogerla por casa. Me dijo que tenía
una amiga enferma, en cama, parece ser que víctima de una
depresión. La pobre chica llevaba años presentándose
a una oposición y no la sacaba. Aquello debió de ser
el detonante de la crisis. Hacía días que quería
ir a verla, pero nunca podía. Me dijo, en broma, que es que
tenía un novio tan celoso como un turco que no se separaba
de ella ni un segundo y que por eso no cumplía ni mínimamente
con los deberes que impone la amistad. Se refería a mí.
Nos reímos los dos. Además era verdad.
Después le expliqué
dónde estaba la tienda; yo no recordaba exactamente el nombre
de la calle, pero Sara me dijo que sabía dónde estaba.
Con cierta malicia dejó caer que mucho antes de que yo pisara
aquella parte de la ciudad, ella ya la conocía. Viniendo
de ella, no me importó el comentario.
Quedamos a las seis. Sin quererlo,
yo le reproché que íbamos a perder dos horas de vernos.
Se rió. Incluso pensé en preguntar a Sara si podía
acompañarle en su visita. Algo dentro de mí me dijo
que aquello no estaba bien, que Sara no me había dado pie
para ello.
Entonces, como yo estaba solo en
casa, sin nadie alrededor que escuchara, le comenté cierto
plan que había madurado para la noche del día siguiente,
algo que yo le iba a hacer. Al otro lado del teléfono, Sara
volvió a reír.
Cuando se serenó, afectó
un tono de voz como de maestra de escuela solterona para decirme:
«Eduardo, eres un niño malo y, como castigo por decir
lo que has dicho, esta noche te lavarás la boca con jabón».
Aquello me encantó.
Después nos despedimos. Ella
me dijo que me quería. También yo le dije que la quería.
Aquélla fue la última vez que escuche las palabras
de su boca.
* * *
Al día siguiente, y como
era mi costumbre, llegué bastante antes de lo convenido a
nuestra cita. Serían las cinco y media un poco pasadas. No
quise entrar en la tienda; sabía que la prima de mi amigo
me estaría esperando para darme palique, porque había
cometido el dislate de llamarle aquella mañana para asegurarme
de que tenía los discos que yo quería. La verdad es
que no me apetecía hablar con ella. Decidí quedarme
fuera esperando.
Me encendí un cigarrillo.
Apoyé la espalda contra la pared de la tienda. Me había
situado muy bien, de tal manera que no me pudieran ver desde dentro
a través de la cristalera. Observé la calle. Era muy
estrecha, con un solo carril para la circulación. Pero estaba
muy transitada, casi diría que atestada de gente que iba
y venía. También el tráfico de coches era abundante.
Un buen sitio para abrir un negocio, pensé. No era tonta
la prima, ni mucho menos.
Me di cuenta de que las miradas
que los transeúntes me dirigían, si no torvas, al
menos estaban llenas de desconfianza. Incluso hubo un par de señoras
que con disimulo cambiaron de mano su bolso. Aquello al principio
me hizo gracia, pero después me resultó molesto.
Por aquel entonces, había
cierta psicosis de inseguridad ciudadana, básicamente asociada
a robos. No es que yo tuviera mala pinta, más bien era al
contrario. Pero, claro, no les debía de parecer muy normal
ver a un chaval ahí parado, fumando un cigarrillo, sin hacer
nada. Así es que decidí moverme un poco y simular
que iba o venía desde o hacia alguna parte.
Con mucho cuidado para que no me
vieran desde dentro de la tienda, crucé hacia la otra acera.
Iba distraído y no puse mucha atención. Entonces,
cuando estaba a punto de llegar al otro lado, el sonido de un claxon
explotó en mis oídos. Di un salto y alcancé
la acera. Un gran coche negro pasó a mi lado zumbando. Noté
que me temblaban las piernas. Me recuperé en un segundo,
y lancé un insulto contra el conductor de aquél; para
ser exactos diré que me acordé de su madre. El pulso
me latía con fuerza. Miré a mi alrededor, aparentemente
nadie se había dado cuenta del incidente.
El coche negro se detuvo al final
de la calle, justo en el paso de peatones. Llevaba los cristales
tintados, entonces todavía estaba permitido. Sin ir más
lejos, así eran los del coche de mi padre. Lo cual impedía
ver el rostro del conductor y de los posibles acompañantes.
Estuve por acercarme hasta el semáforo
y armarle gresca. No lo hice. En cierta manera, reflexioné,
era yo quien había cometido la imprudencia.
El disco cambió y el coche
se puso en marcha.
En aquel momento me di cuenta palmariamente
de lo fácil que resulta perder la felicidad y la vida en
un solo instante. Decidí regresar al punto de partida y no
moverme de allí. Esta vez sí que tuve cuidado antes
de cruzar la calle. Regresé pues frente a la tienda.
Unos diez minutos más tarde,
vi a Sara. Justo al fondo de la calle. Dobló la esquina y
se dirigió al paso de cebra. Era una buena chica. Así
es mejor, Sara, pensé. Se detuvo esperando a que cambiase
el disco y se pusiera en verde para los peatones. Le levanté
el brazo. Estoy seguro de que me vio porque su boca sonrió.
La estuve mirando un rato entre los viandantes que cruzaban anónimos
ante mí y entre aquellos bultos que transitaban echando humo
por la calzada. Entonces ante mis ojos volvió a pasar el
mismo coche negro. Me dije: «el muy cretino o se ha confundido
o no conoce la ciudad». Se dirigía a toda prisa hacia
el semáforo.
El disco cambió. Sara fue
la primera en dejar la acera. Después vendría el sonido
tremendo de unos frenos que chirrían, los gritos de la gente
y el zumbido en los oídos. Con toda nitidez sentí
más que escuché el ruido sordo que provoca el metal
cuando golpea la carne. Un cuerpo, el de Sara, salió despedido,
volando, varios metros. Igual que si hubiera sido un muñeco,
un pelele desprendido de vida. Después cayó sobre
el pavimento y se quedó quieto.
Emprendí una carrera loca,
pero, como en sueños, sentía que no iba a llegar nunca.
Me abrí paso a codazos, a golpes, entre la marea de rostros
humanos y llegué, por fin, hasta ella. Estaba quieta, como
dormida, doblada, recogida en sí misma. No se movía,
pero su cuerpo, me di cuenta, estaba limpio de sangre. Sus heridas
debieron de ser internas, o acaso fuera que yo no vi su sangre.
Me agaché sobre ella y me puse de rodillas. La llame por
su nombre: «Sara, levántate, que no ha pasado nada»
. Pero ella no se movió, ni siquiera me respondió.
Entonces coloqué mis manos sobre su cabeza y su espalda,
suavemente, como había hecho tantas veces. Le repetí:
«Sara, levántate, volvamos a casa ...; otro día,
ya verás, compraremos los discos ... Venga, Sara, vámonos
a casa».
Cuando iba a intentar levantarla
del suelo, varias manos por detrás me sujetaron. Me tuvieron
que sacar de allí a rastras. «No hubo otro remedio,
Sara, tuve que dejarte sola, entre una multitud que no te conocía».
Al poco, apareció una ambulancia. Pero fue a mí a
quien se llevaron. «Es gracioso, ¿verdad?. Tú
habías muerto, pero fui yo a quien se llevaron en ambulancia».
Lo último que recuerdo de aquel día fue el pinchazo
de una aguja en las nalgas. Al poco rato, a mi conciencia se la
tragó el mar.
* * *
Dos semanas. Ése fue el tiempo
exacto que estuve fuera del mundo. Si algo recuerdo de aquel período
es el rostro de mi madre llorando junto a mi cama. Algo bueno después
de todo. Vi entonces en aquella mujer algo que nunca había
visto.
Según me contaron después,
enseguida me trajeron a casa. A través de la documentación
que llevaba encima, los del hospital dieron con mi familia. Mi padre
hizo pesquisas y se enteraron de todo. Eso sí, siempre tuvieron
el buen gusto de no preguntarme nada sobre la relación que
yo había tenido con aquella chica atropellada.
Durante aquella especie de coma,
el doctor acudió todos los días a casa. Al principio,
incluso me hacía dos visitas diarias, a primera hora de la
mañana y un poco antes de caer la tarde. Les dijo a mis padres
que en estos casos no había que fiarse. En consecuencia,
me prescribió una buena dieta de tranquilizantes. Poco a
poco, la iría reduciendo en función de mi estado de
mejoría.
A la tercera semana, nuestro médico
consideró conveniente que dejase ya la cama y que me pusiera
en pie. Volvía el orden a mis costumbres. Ya comía
en el salón con todos, pasaba las tardes en el despacho que
mi padre tenía en casa, junto a mis hermanos. Ellos fingían
trabajar, acabar la faena que se traían de la oficina, pero
la verdad es que me vigilaban. Por las noches, veía un poco
la televisión con mi madre. Pero aún pasaba mucho
rato en la cama.
Paulatinamente, fui recuperando
mis fuerzas.
Hasta que llegó el día
en que mi padre consideró que yo ya estaba curado. Era domingo.
Estábamos comiendo. Por la mañana habíamos
ido todos a misa. Mi madre aquel día estaba muy guapa. Recuerdo
que se lo dije y que ella, a cambio, me dio un pescozón lleno
de cariño.
«Bueno», dijo mi padre
en esta ocasión, « Eduardo, ¿no te habrás
olvidado de tus estudios, eh?, habrá que ir pensando en volver
a clase». Lo dijo muy serio, pero con un no sé qué
añadido que endulzaba sus palabras.
Asentí con la cabeza. Al
día siguiente, lunes, volvería a las clases.
Decretada pues la curación
por mi padre, mis hermanos vieron llegado el momento de volver a
tratarme como antes. Recuerdo que dijeron que, casualmente, desde
que yo faltaba, el equipo había ganado todos los partidos,
y que todo el mundo del ambiente del rugby de la ciudad se preguntaba
que a qué sería debido este cambio sorprendente.
Me encantó volver a oír
sus bromas y recibir sus puyas. Iba a responderles como se merecían
cuando mi madre tomó la palabra.
Les prohibió que volvieran
a meterse conmigo. Lo dijo de una forma muy solemne. Yo me reía.
Después nos miró a los tres muy seria y concluyó
diciendo que a ver si aprendíamos a respetar de ahí
en adelante el Día del Señor.
Su bronca causó en todos
nosotros un efecto fulminante. Nos callamos y hasta la tarde no
abrimos la boca.
* * *
El lunes, como estaba convenido,
regresé a la Universidad. La verdad es que aquella mañana
sentí algo de pereza al abandonar la cama. Todos me trataron
muy bien. Nadie hizo ninguna pregunta impertinente o dolorosa. Al
contrario, todos mis compañeros se ofrecieron a ayudarme
en la tarea de ponerme al día. Aquello se lo agradecí
en el alma.
Aquella tarde había clases
prácticas. A la hora de comer, así se lo dije a mi
padre. Él me preguntó que qué tal me encontraba.
Le dije que bien para ser mi primer día y también
que me apetecía asistir a aquellas clases de la tarde. Sabía
que esto le iba a gustar. En efecto, conseguí el resultado
apetecido. En el rostro de mi padre se dibujó por un momento
una gran sonrisa de satisfacción y de orgullo. Al instante
la borró. Se dirigió a mí muy serio, como hacía
en las grandes ocasiones. Me dijo: «Haz lo que tú creas
oportuno , Eduardo , lo dejo a tu criterio». Yo sabía
que aquella tarde en la oficina mi padre iba a estar más
contento que de ordinario.
Un poco antes de las cuatro, salí
de casa. Llevaba bajo el brazo varios libros y una carpeta repleta
de apuntes, pero no pensaba ir a la Universidad. Más bien,
cogí el camino contrario. Anduve bastante rato porque no
iba en línea recta hacia mi destino, pero, como no podía
ser de otra manera, al final llegué a dónde me dirigía.
Un edificio enorme un tanto destartalado
en una calle cualquiera. La puerta estaba cerrada. Traté
inútilmente de abrirla. Entonces, busqué el botón
adecuado en el portero automático. El segundo derecha. Lo
apreté varias veces. No hubo respuesta. Creo que sería
por inercia, pulsé justo en el que había a su lado,
el mismo piso pero la puerta de la izquierda. Al rato escuché
la voz de una anciana: «¿Quién es usted?, ¿qué
quiere?».
Sin tener mucha conciencia de lo
que decía respondí: «Por favor, ábrame.
Vengo a ver a Sara».
La voz de la vieja enmudeció.
Cuando retornó su tono era lastimero: «hijo mío,
yo te conozco ..., te he visto alguna vez con ella ..., ¿es
que acaso no lo sabes? ... Sara está muerta».
Le respondí que eso era mentira, que Sara estaba viva y
que ahora me estaba esperando, aunque no sabía bien por qué
no me abría la puerta.
A pesar de mi locura, la mujer accedió
a mis deseos y abrió la puerta. Subí las escaleras
a grandes zancadas hasta llegar al piso segundo. Me detuve un momento
frente a la puerta de Sara. Después apreté el timbre.
No obtuve respuesta. Entonces coloqué mi rostro contra la
puerta y susurré: «Por favor, Sara, ábreme».
Pero la puerta permaneció cerrada.
Fue justo la de enfrente, la de
la izquierda, la que se abrió. Era la anciana con la que
había hablado, la que sabía que yo era amigo de Sara.
Se quedó un rato mirándome desolada, después
me invitó a pasar.
El piso era pequeño y estaba
oscuro. Me condujo hasta una pequeña sala. Allí, vestido
con un pijama y una bata, había sentado un anciano en una
silla de ruedas. Tenía los ojos vidriosos, como se quedan
tras haber llorado mucho. Era su marido. La mujer me dijo que no
hablaba y que tampoco entendía. Hizo que me sentara en una
butaca. Era muy confortable. Se marchó a la cocina, y al
rato volvió con un vaso de leche y un plato de pastas. Eran
para mí. Después se sentó junto a su marido,
enfrente mío. Entonces comenzó su relato.
Me habló de Sara. La había
conocido desde niña. Era un ángel bueno de Dios, así
la definió. Y la verdad es que tenía razón.
Siempre atenta y cariñosa con todo el mundo, siempre dispuesta
a hacer un favor o a ayudar a cualquiera. No era cómo las
demás chicas de su edad. Nunca se mostraba indiferente.
Después la mujer me habló
de su familia. De su padre, un buen hombre, un pedazo de pan, así
es como lo decía ella. Y también de sus hermanas.
A la madre no la había conocido. Cuando llegaron aquí,
ella ya había muerto.
Se detenía de vez en cuando
y me instaba a que comiese pastas y bebiese algo de leche. Yo, para
agradarla, así lo hacía y seguía callado.
Su conversación llegó
hasta el día del accidente. «¡Qué desgracia,
qué desgracia!», repetía. Continuó con
los funerales y el entierro. El padre estaba deshecho y las hermanas
anegadas en lágrimas. Acudió todo el bloque, no faltó
nadie, me aseguró la mujer; excepto su marido, claro está,
porque estaba impedido. Miré al hombre, sus ojos todavía
estaban más tristes que antes.
Tras el entierro, el pobre hombre,
el padre de Sara, volvió al piso, pero no pudo resistirlo
ni siquiera una semana. ¡Cómo iba a vivir en el mismo
lugar en el que había sido tan feliz con Sara cuando ella
ya no se encontraba allí!. Todas las cosas le hablaban de
su ausencia, de su terrible pérdida. Vino una señora,
me explicó la mujer, era muy simpática, y el padre
de Sara se marchó con ella. Se despidió de todos antes
de irse. A los pocos días llegó un camión de
mudanzas y se llevaron las cosas. «¿Sabes?»,
me dijo la mujer , «tengo su dirección. Si la quieres,
la busco y te la doy». Negué con la cabeza. ¿Para
qué?.
Cuando me marché de la casa,
habían pasado casi dos horas. La anciana me acompañó
hasta la puerta; andaba con paso renqueante, me di cuenta. Una vez
en el pasillo, me dio un beso, me dijo adiós y se metió
en casa. Me quedé un rato quieto allí, en el rellano.
Miré por última vez hacia la puerta de Sara. No lloré.
Es la verdad. Di un paso hacia ella y me detuve. Susurré:
«Adiós para siempre, Sara». Después bajé
las escaleras y llegué a la calle. Hacía frío
fuera. Iba a comenzar el invierno. Nunca he sentido tanto frío
como aquel día durante mi camino hacia casa.
* * *
Hoy han pasado muchos años.
Como dije, acabé mis estudios; incluso, estoy establecido
por mi cuenta. Me casé. Tengo dos hijos. Es posible, creo,
que me haya convertido en un hombre del tipo que fue mi padre. No
me quejo, ni mucho menos. Pero siempre recuerdo a Sara.
Entre todas las cosas que aprendí
con ella hay dos que nunca olvidaré. Como lo hubiera dicho
Sara, y por este orden, : a) que el amor es entrega, renunciar a
la propia voluntad y b), lo más importante, que sólo
a través de éste se consigue viajar entre las esferas
... Porque Sara era una puerta, una puerta abierta entre muchos
mundos, quizás tantos como estrellas hay en el cielo.
Carmelo Abadía
Zaragoza
(España)
Copyright ©2003 Carmelo Abadía.
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