Premio
Punto de
Excelencia

 

Nº 1. noviembre 2003/Revista Electrónica cuatrimestral.

Cuentos de Navidad:

CARMEN LAFORET (1921-)


EL AGUINALDO


     El día de Navidad casi no amaneció sobre aquella ciudad pequeñita, fría, completamente aplastada por un cielo gris. A las diez de la mañana, en casa del doctor López-Gay se veía brillar la luz eléctrica de los cristales de algunas ventanas.

     La casa del doctor era un chalet muy bonito, con un gran jardín, donde solían jugar dos o tres niños rubios. Aquellos días de Navidad la casa se llenaba de huéspedes. Venían de un pueblo cercano el padre y las hermanas del doctor, y desde Madrid la madre y el hermano de la señora del doctor. Un hermano muy jovial que hacía chistes con las solteronas López-Gay, y una madre demasiado joven y elegante para ser ya la abuela de aquellos niños juguetones, y que causaba cierta sensación en la ciudad.

     Este año no había venido el joven chistoso, y las señoritas López-Gay lo echaron mucho de menos durante la cena celebrada después de la misa del gallo y que había sido espléndida, como siempre. Había venido sola Isabel; la madre, esbelta y elegante, que aún lo parecía más en contraste con su hija Margarita, próxima a traer al mundo un nuevo retoño... Y que -todo hay que decirlo- era un poco despectiva con sus parientes políticos.

     A las diez y media, el chófer del doctor llegó con el automóvil frente a la verja. Era uno de los pocos chóferes uniformados que existían en la ciudad, y contribuía en mucho al prestigio de hombre adinerado de que gozaba López-Gay.

     El chófer atravesó el jardín, húmedo y triste aquel día, y rodeó la casa para entrar por la cocina. Le dio un vaho cálido en la cara cuando empujó la puerta de la cocina desde el pequeño vestíbulo, y se encontró el espectáculo que esperaba: una cocinera atareada ya, con la cara encendida por el calor de la lumbre, y una ayudanta, llegada para la ocasión, completamente aturdida por las órdenes de la otra.

     — ¿Ya estás aquí?. . . Mariquilla, di que avisen a la señora de Madrid que ya está el chófer para ir al hospital.

     — ¿A la señora de Madrid? ¿No va doña Margarita a repartir los aguinaldos?

     — No, hijo. Con eso del estado interesante, dice que no puede soportar ir a esa sala del doctor.., lo estuvieron discutiendo ayer mismo, y doña Isabel se ofreció... Yo creo que a don Julio no le hizo gracia, porque ya se sabe lo mucho que se criticó en esta casa el año pasado a la mujer del doctor Pinto, que mandó una criada con los dulces a la sala de su marido... Pero, mira, ha tenido que tragárselo el pobre don Julio, como se traga tantas cosas... La señora de Madrid ha dicho que era un crimen obligar a su hija a ver esos espectáculos estando como está, y además ha dicho que eso de las costumbres provincianas de hacer todos lo mismo siempre, y en el mismo día, era una verdadera bobada, que los dulces se podían mandar con un criado a la sala de las tontas, porque a las tontas lo mismo les daba, y, en cambio, su hija Margarita se sentía enferma sólo de pensar en verlas a ellas... Y después de decir todo esto, como don Julio se puso colorado como un tomate y dijo que estaba en juego su prestigio, doña Isabel dijo que si el prestigio de su yerno dependía de una tontería tan grande, iría ella misma... Y va. De modo que es a ella a quien llevas... Y, por más señas, ya te puedes ir hacia el "auto", porque esa señora todo lo hace de prisa, y a lo mejor llega antes que tú y te tiene que abrir ella la portezuela.

     — No estaría malo, mujer . . . Vaya, adiós.

     El chófer todavía se reía al recordar las expresiones y la charla de la cocinera cuando abrió la portezuela del auto para que subiese Isabel.

     La cocinera había subrayado mucho los acentos de la conversación y los gestos de los labios para explicar cómo la "señora de Madrid" y el yerno "estaban de punta".

     Juana, la doncella, entregó un gran paquete al chófer y él lo colocó en el asiento delantero, junto al volante. "Los dulces", pensó... Y echó una ojeada a la señora. A él también le asombraba que aquella mujer fuese una abuela... Era muy guapa, y casi joven. Tenía los ojos claros y la boca muy bonita... Pero, sobre todo, sus piernas esbeltas eran las de una muchacha, y su estatura, y su manera de caminar... Había algo en ella más joven que en su misma hija cuando uno no se fijaba demasiado en su cutis.

     El chófer apenas pudo verla ahora, enfundada en un abrigo de piel, con un sombrerito muy sencillo, mirando hacia la ventanilla. Aquella luz del día no le favorecía; su cara parecía más dura y triste que de costumbre.

     — ¿Ya sabe adónde vamos?

    — Sí, señora.

     Isabel estaba pasando un ataque de melancolía. De un tiempo a aquella parte encontraba la vida sin sentido, y estos ataques se repetían con cierta frecuencia.

     "Tiene que ser algo físico -pensaba-. No es posible que un estado de ánimo le coja a una por la garganta como una mano, y la doble así, hacia el suelo... Tengo que ir a un médico... Pero ¿qué voy a explicarle?... ¿A un psicoanalista quizá?..."

     La boca de Isabel se curvó en una sonrisa burlona. Suspiró.

     "Tengo años y nada más que años... La vida me ha dado todo to que tenía que darme ya, y cuando miro hacia atrás la encuentro un poco vacía... Nada de lo que he hecho hasta ahora me convence. .. Nada me ha llenado del todo. Los enamoramientos se pasan. Los hijos crecen y la decepcionan a una..."

     Hizo un gesto. Abrió su bolso. Iba a encender un pitillo, pero recordó el ruego de Margarita de que se abstuviese de hacerlo en la calle, mientras estuviese allí.

     — Llama mucho la atención, y vas a estar tan pocos días, que bien puedes...

     Podía. Cerró el bolso. Frunció el ceño al recordar lo aterrada que vivía Margarita entre el qué dirán de la ciudad. Margarita, a quien ella había educado para ser libre e independiente como el aire. Margarita, con su carrera universitaria, sus viajes sola al extranjero, su talento indudable de poeta ... ¿Indudable? Margarita no había vuelto a escribir en todos aquellos años...

     Sin embargo, Isabel se preciaba de buena crítica, y sabía que su hija tenia aquel don... No era apasionada. El hijo, en cambio, un zoquete. Pero ganaba dinero, y se había casado "bien". Ahora estaría celebrando las fiestas en casa de los padres de su mujer..., contento de liberarse de aquella costumbre de venir cada año a esta ciudad, a esta casa, y encontrarse frente a la aburrida familia política de Margarita...

     El coche se había detenido. El chófer estaba esperando. Isabel sintió como un sobresalto al darse cuenta de lo enorme y vetusto del edificio frente al que estaban. Se dio cuenta también, con cierto asombro, de que ésta era la primera vez en su vida que iba a entrar en un hospital.

     Justo, comenzaba a nevar en el momento en que ella atravesaba la acera desde el coche. Un par de copos muy leves le cayeron sobre el sombrero. "El hospital de esta ciudad es como todo en esta ciudad -pensó-: horrible". No había allí silencio ni blancura. Paredes sucias, gentes extrañas, pobres, que bajaban y subían por las escaleras. Unos enfermeros poco amables al dar indicaciones... No es que fueran poco amables con ella, pero sí con aquellas gentes que tenían permiso para ver a sus familiares el día de Navidad.

     Isabel se encontró, sin saber cómo, acogida por una monjita.

     — ¿La mamá de la señora Gay?... ¡Quién lo diría!... Parece usted su hermana. Venga por aquí; hay que atravesar el patio para llegar a la sala de las mujeres... Pasaremos delante de la capilla. ¿No quiere entrar a ver el Nacirniento?

     — Tengo un poco de prisa, hermana... ¡Qué tristes deben de ser estas fiestas en un hospital! ¿Verdad?

     Isabel hablaba como para sí misma. La hermana le sonrió.

     — En todas partes está el Señor... En todas partes nace El y eso es lo importante... ¿No le parece?

     — Sí... Es claro.

     Isabel balbucía, muy poco convencida. Realmente, se había olvidado por completo del sentido religioso de las fiestas al hacer el comentario. Pensaba solamente en las reuniones familiares, un poco pesadas a veces, pero, sin embargo, alegres e insustituibles, de estos días... Y estaba atravesando unas salas grandes, tristísimas, llenas de camas en fila, en su peregrinaje detrás de la hermana. Un mundo de dolor descarado, abierto, aparecía en las sonrisas de los enfermos que tenían visita, en la seriedad exhausta de los que estaban solos... Y aquella pobreza terrible que exhibían en sus ropas de dormir... Isabel había creído siempre que El Estado daba blancos camisones a todos los enfermos; había creído siempre que el "Estado" era más rico, y que todo aquello, "hospitales y cosas así", estaban muy bien, y que no hacía falta esa manía de las visitas de caridad a los acogidos.

     El olor a desinfectantes mareaba. Isabel se sentía mareada. Había tornado de manos del chófer el gran paquetón de dulces.

     — También me han dado estos libros, señora.

     — Ah, sí... -Isabel se dirigió a la monja-. Deben de ser para una enferma de otra sala... una tal Manuela .... Me ha encargado mucho mi yerno este aguinaldo... Son las obras de San Juan de la Cruz...

     — ¡Vamos! ... ¡Qué delicadeza tiene el doctor con nuestra Manuela!... Verdad que es una verdadera santa y que como está en esta sala -porque está en la sala de las tontas-, nadie se para a hablar con ella. Pero el doctor dice que es una mujer de talento, y ha hecho que se interese por ella nuestro capellán, y una señorita de las que visitan a nuestros pobres también viene ahora de cuando en cuando y le lee cosas... La pobrecilla disfruta mucho. Y, mire usted, lo que más le gusta es San Juan, tan difícil que es ... Yo misma le confieso que no puedo leerlo... Por eso el doctor le ha mandado estos libros... Entrégueselos usted misma. Siempre se acuerda de los que la visitan y reza por ellos.

     Isabel estaba interesada por aquella enferma tan intelectual. "La soledad sonora", "La música callada..., recordó. ¿Cómo se podrán saborear esas cosas entre estos muros, Dios mío?

     De pronto, Isabel se encontró en un mundo aparte. En un lugar de pesadilla donde, ayudada por una hermana, tuvo que repartir dulces a los imbéciles. Comprendía que su hija no tuviese fuerzas para estar allí ni un minuto. Las tontas reían, lloraban, se disputaban los caramelos. Casi todas tenían alguna deformidad. No había ninguna en la cama.

     — ¿Quién es Manuela Ruiz, hermana?

     — Venga conmigo.

     Junto a una ventana, en un sillón, estaba una especie de guiñapo que era Manuela Ruiz. La cabeza sujeta a un madero para que no se le cayese hacia delante. Completamente paralítica, deformada. Una horrible cicatriz de la boca a la barbilla era el canal por donde años y años se le deslizaba la baba, sin que ella pudiese limpiarla... Un espanto tan grande, que las manos de Isabel temblaban al enseñarle los libros que le traía.

     — Vengo de parte del doctor López-Gay -dijo gritando, porque estaba segura de que aquella criatura era sorda también.

     — No se esfuerce; oye perfectamente -aclaró la hermana-. La dejo con ella unos minutos mientras voy a poner paz a aquel grupo que riñe por los caramelos.

     Isabel no se atrevió a huir, y se encontró sentada en una silla junto a aquella pobre humanidad. Le parecía que estaba soñando un mal sueño.

    — Váyase, señora. Usted no está acostumbrada....

     Era Manuela la que hablaba. Muy despacio, pero clara y distintamente. Decía las cosas con fatiga y suavidad. Y, de pronto, Isabel vio una cosa asombrosa. Vio unos enormes ojos negros, limpios y brillantes, que la miraban con compasión.... Isabel no había sentido jamás sobre ella una mirada compasiva.... Y la verdad era que pensaba que tampoco podría soportarla si algún día llegaba. Hoy era ese día. Aquel pobre ser sufriente le tenía pena, porque le notaba el espanto y la repugnancia en la cara. Isabel enrojeció. Se rehizo.

    — No, por.... Tengo mucho gusto en hablar con usted unos minutos .... ¿De modo que le gusta la poesía de San Juan de la Cruz?... ¿Se dedicaba usted a algo intelectual antes..., antes de venir aquí?

     Los ojos inteligentes miraban como tratando de entender.

     — Antes de venir aquí... Hace tantos años eso.... Llevo aquí cuarenta años... Antes de venir aquí yo era una muchacha de pueblo... Llevaba camino de casarme.... "Cuarenta años -pensaba Isabel-. ¡Cuarenta años! ..." Tuvo ganas de gritar aquello... ¡Cuarenta años muriéndose y sin morirse!... Cuarenta Navidades allí....

    — ¿Ya no queda ningún pariente que la venga a ver en Navidad?

     De nuevo una sonrisa en los ojos.

     — No, señora.

     "Cuarenta años -pensaba Isabel- es casi toda mi vida. Esa vida en la que yo he estudiado, he ido a los bailes, me he enamorado, he hecho viajes deliciosos, me he casado, he tenido dos hijos fuertes, guapos, me he quedado viuda, he llegado a tener un circulo de amistades encantadoras y he distraído mi soledad con mil cosas agradables que proporcionan la cultura y el dinero.... Todos los años hago un viaje a París, unas veces a comprarme libros, otras, las más, a comprarme sombreros, aunque siempre acabo comprando las dos cosas.... Tengo nietos...".

     Era un recuento febril, un recuento rápido y desordenado el que hacía Isabel de su vida junto al sillón de la paralítica. Y se le antojaba ahora una vida asombrosa, aunque hacía un rato aún la había considerado vacía, sin objeto.... Y, sin embargo, a pesar de ser una vida maravillosa, algo sin objeto sí que era. Algo faltaba en ella aún. No sabía qué.

     — ¿Y ha sido durante esta enfermedad tan larga cuando usted ha empezado a aficionarse a leer?

     — No, señora .... Yo no sé leer.... Ni podría, aunque quisiera, así como estoy....

     — ¿Entonces?

     — A veces me leen.... Estos dos últimos años algunas personas muy buenas vienen y me leen. El doctor lo ha visto y por eso me manda ese libro. ¡Todo lo que dicen esos libros es tan verdadero!

     ... Durante estos años Dios se ha acercado a mí tanto, que puedo entenderlo.... Sin ningún trabajo de mi parte, el Señor me ha ido dejando vacía y sola del todo para que fuese para El.... Durante mucho tiempo yo no entendía.... Sufría, le pedía a Dios mi curación.... Luego empecé a comprender cómo podía yo aceptar este sufrimiento, esta soledad, y entonces todo fue tan hermoso.... Dios acepta mi sufrimiento ofrecido; yo puedo rogarle así por los pecadores, por los enfermos que aún no comprenden, por todos.... ¡Es tan hermoso!... Comprender que Cristo nació para enseñarnos un camino.... ¡Es tan hermoso! ... Todos los días doy gracias a Dios que me ha elegido para Él.... Cuando me leen esos libros de San Juan tengo ganas de llorar muchas veces, porque dicen cosas que poco a poco yo he ido pensando....

     La hermanita encontró a Isabel inclinada hacia Manuela, escuchando con una atención que casi le hacía abrir la boca las palabras de la enferma; aquellas palabras que salían tan despacio, tan roncas y, sin embargo, claras.

     Isabel se estaba olvidando del aspecto de aquella cabeza sufriente, del olor nauseabundo de sudor y desinfectantes que le hacían ponerse enferma. Oía lo único que no esperaba haber oído nunca en el hospital: un canto a la vida. No a la vida hermosa, lejana, añorada, sino a la vida vivida con toda su angustia, dolor y abandono, minuto a minuto, durante cuarenta años.

    — ¡Ha sido tan hermoso!

     La mujer explicaba su milagro. Su diálogo con Dios en el terrible abandono de aquella sala. Aquella vida divina, que había sensibilizado a la muchacha analfabeta y campesina, hasta hacerla gustar en "su verdad" al difícil, maravilloso, místico castellano.

     Isabel creía un rato antes que la vida no tenía nada que enseñarle ya; y ahora estaba aprendiendo.... Siempre había tenido un gran interés por aprender, por captar cosas... Por eso estaba inclinada hacia la paralítica como bebiendo sus palabras.

     — No hables más, Manuela, hija -dijo la monja.

     — Tiene sufrimientos horribles -explicó luego a Isabel-, pero es una santita.... Edifica estar un poco junto a ella, ¿no cree?.... Su yerno se sienta muchas veces a su lado. Dice que se siente mucho más bueno. Dice que es una verdadera santa y que los santos siempre hacen pequeños milagros a los que se acercan a ellos. Es un hombre extraordinario el doctor López-Gay. Estará muy orgullosa de que sea su yerno, ¿verdad?

     Isabel estaba conmovida. Ya no veía la miseria del hospital, atenta a sus propias sensaciones. La idea de su yerno -a quien siempre había creído un hombre vulgar- sentándose junto a aquella mujer, escuchándola, preocupándose de su aguinaldo de Navidad, no por tonterías del qué dirán provinciano, sino por un impulso de su espíritu, esa idea la reconciliaba con Julio, le hacía ver en él algo muy distinto, quizá aquella persona que pudo enamorar a Margarita hasta el punto de casarse y enterrarse en aquel pequeño y aburrido lugar del mundo.

     Estaba nevando. El automóvil iba despacio por las calles entre la nieve. Era un verdadero día de Navidad. El chalé de López-Gay parecía encantado bajo aquella capa de blancura.

     Isabel encontró a la familia reunida en la sala grande, junto al "Nacimiento". Estaban los pequeños, Margarita, las cuñadas y el suegro, todos.

    — ¿Ha vuelto ya del hospital, Isabel?

     Lo preguntaba Julio, que, subido en una silla, tenía aires de chico travieso arreglando las figuras de unos pastores en el risco más alto.

    — Si, querido Julio.... Me ha gustado mucho.

     — ¡No me digas, mamá!

     Margarita le ayudaba a quitarse el abrigo y sonreía absorta mirando la cara de su madre.

     — Aunque, realmente, tienes un aspecto radiante.... ¡Eres extraordinaria! Vas a llevar un aguinaldo y vuelves con cara de haber encontrado la piedra filosofal... ¿No es verdad, Julio?

     — Así es -dijo Julio seriamente, mirando a su suegra-. ¿De modo que le ha gustado?

     ¡Qué cordial la voz de Julio! De nuevo se conmovió Isabel.

     — Sí; creo que, en verdad, he encontrado la piedra filosofal. -. Tengo que pensar ahora en ella para que no se me pierda.... No creáis que es broma.

     Isabel habló jovialmente, ligeramente, mientras se acercaba al fuego encendido y se calentaba las manos. Ni su hija ni los demás le prestaban mucha atención, pero ella sabía que su yerno sí; su yerno la estaba escuchando. Su yerno, que en aquel momento se acercaba y atizaba la lumbre....

     — Me gustaría hablar algún día contigo, Julio.

     -Para eso nos reunimos en estas fiestas, madre, para hablar de todo, para entendernos... - hizo una pausa -. Estoy seguro de que ha hablado con Manuela, ¿no es verdad?

     Isabel asintió en silencio. Como unas horas antes la melancolía, ahora una cálida dicha la llenó en aquella sala confortable, entre aquellas personas dignas de ser queridas.... Porque, por primera vez, quería ella a estos parientes políticos. Era realmente un pequeño milagro el que experimentaba en su espíritu. Hubiera querido recordar las palabras de Manuela para saber si podían tener tanto alcance como para bendecir su propia vida. Pero no eran las palabras, sino quién y cómo las decía. No sabía lo que le pasaba.... Sí, tendría que hablar con Julio, con Margarita, con todos. Quizá con Manuela otra vez.... Quizá sólo un poco con Dios, como la pobre Manuela había hecho tantos años para aprender a vivir su vida.

     — ¡Qué fantástica nevada navideña!

     Eso fue lo que dijo en alta voz al levantar los ojos desde el fuego. Y todos miraron hacia la ventana por donde se veían las blancas maravillas de la nieve.


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