Nº 1. noviembre 2003/Revista Electrónica
cuatrimestral.
Cuentos de Navidad:
Benito
Pérez Galdós (1843-1920)
LA MULA Y EL BUEY
I
Cesó de quejarse la pobrecita,
movió la cabeza, fijando los tristes ojos en las personas
que rodeaban su lecho, extinguióse poco a poco su aliento,
y expiró. El ángel de la guarda, dando un suspiro,
alzó el vuelo y se fue.
La infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo
rostro de Celinina se fue poniendo amarillo y diáfano como
cera; enfriáronse sus miembros y quedó rígida
y dura como el cuerpo de una muñeca. Entonces llevaron fuera
de la alcoba a la madre, al padre y a los más inmediatos
parientes, y dos o tres amigas y criadas se ocuparon en cumplir
el último deber con la pobre niña muerta.
La vistieron con riquísimo traje de batista, la falda blanca
y ligera como una nube, toda llena de encajes y rizos que la asemejaban
a espuma. Pusiéronle los zapatos, blancos también,
y apenas ligeramente gastada la suela, señal de haber dado
pocos pasos, y después tejieron, con sus admirables cabellos
de color castaño oscuro, graciosas trenzas enlazadas con
cintas azules. Buscaron flores naturales, mas no hallándolas,
por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una linda
corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las
que más se parecían a verdaderas rosas frescas traídas
del jardín.
Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de
un violín, forrada de seda azul con galones de plata, y por
dentro guarnecida de raso blanco. Colocaron dentro a Celinina, sosteniendo
su cabeza en preciosa y blanda almohada, para que no estuviese en
postura violenta, y después que la acomodaron bien en su
fúnebre lecho, cruzaron sus manecitas, atándolas con
una cinta, y entre ellas pusiéronle un ramo de rosas blancas,
tan hábilmente hechas por el artista, que parecían
hijas del mismo abril.
Luego las mujeres aquellas cubrieron de vistosos paños una
mesa, arreglándola como un altar, y sobre ella fue colocada
la caja. En breve tiempo armaron unos al modo de doseles de iglesia,
con ricas cortinas blancas que se recogían gallardamente
a un lado y otro; trajeron de otras piezas cantidad de santos e
imágenes que ordenadamente distribuyeron sobre el altar,
como formando la corte funeraria del ángel difunto, y sin
pérdida de tiempo encendieron algunas docenas de luces en
los grandes candelabros de la sala, los cuales en torno a Celinina
derramaban tristísimas claridades.
Después de besar repetidas veces las heladas mejillas de
la pobre niña, dieron por terminada su piadosa obra.
II
Allá en lo más hondo de la casa sonaban gemidos de
hombres y mujeres. Era el triste lamentar de los padres, que no
podían convencerse de la verdad del aforismo angelitos al
cielo que los amigos administran como calmante moral en tales trances.
Los padres creían entonces que la verdadera y más
propia morada de los angelitos es la tierra; y tampoco podían
admitir la teoría de que es mucho más lamentable y
desastrosa la muerte de los grandes que la de los pequeños.
Sentían, mezclada a su dolor, la profundísima lástima
que inspira la agonía de un niño, y no comprendían
que ninguna pena superase a aquella que destrozaba sus entrañas.
Mil recuerdos e imágenes dolorosas les herían, tomando
forma de agudísimos puñales que les traspasaban el
corazón. La madre oía sin cesar la encantadora media
lengua de Celinina, diciendo las cosas al revés, y haciendo
de las palabras de nuestro idioma graciosas caricaturas filológicas
que afluían de su linda boca como la música más
tierna que puede conmover el corazón de una madre.
Nada caracteriza a un niño como su estilo, aquel genuino
modo de expresarse y decirlo todo con cuatro letras, y aquella gramática
prehistórica, como los primeros vagidos de la palabra en
los albores de la humanidad, y su sencillo arte de declinar y conjugar,
que parece la rectificación inocente de los idiomas regularizados
por el uso. El vocabulario de un niño de tres años,
como Celinina, constituye el verdadero tesoro literario de las familias.
¿Cómo había de olvidar la madre aquella lengüecita
de trapo que llamaba al sombrero tumeyo y al garbanzo babancho?
Para colmo de aflicción, vio la buena señora por
todas partes los objetos con que Celinina había alborozado
sus últimos días, y como éstos eran los que
preceden a navidad rodaban por el suelo pavos de barro con patas
de alambre, un san José sin manos, un pesebre con el Niño
Dios, semejante a una bolita de color de rosa, un rey mago montado
en arrogante camello sin cabeza. Lo que habían padecido aquellas
pobres figuras en los últimos días, arrastrados de
aquí para allí, puestas en esta o en la otra forma,
sólo Dios, la mamá y el purísimo espíritu
que había volado al cielo lo sabían.
Estaban las rotas esculturas impregnadas, digámoslo así,
del alma de Celinina, o vestidas, si se quiere, de una singular
claridad muy triste, que era la claridad de ella. La pobre madre,
al mirarlas, temblaba toda, sintiéndose herida en lo más
delicado y sensible de su íntimo ser. ¡Extraña
alianza de las cosas! ¡Cómo lloraban aquellos pedazos
de barro! ¡Llenos parecían de una aflicción
intensa y tan doloridos que su vista sola producía tanta
amargura como el espectáculo de la misma criatura moribunda,
cuando miraba con suplicantes ojos a sus padres y les pedía
que le quitasen aquel horrible dolor de su frente abrasada! La más
triste cosa del mundo era para la madre aquel pavo con patas de
alambre clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes cambios
de postura había perdido el pico y el moco.
III
Pero si era aflictiva la situación de espíritu de
la madre, éralo mucho más la del padre. Aquélla
estaba traspasada de dolor; en éste el dolor se agravaba
con un remordimiento agudísimo. Contaremos brevemente el
peregrino caso, advirtiendo que esto quizá parecerá
en extremo pueril a algunos; pero a los que tal crean les recordaremos
que nada es tan ocasionado a puerilidades como un íntimo
y puro dolor, de ésos en que no existe mezcla alguna de intereses
de la tierra, ni el desconsuelo secundario del egoísmo no
satisfecho.
Desde que Celinina cayó enferma, sintió el afán
de las poéticas fiestas que más alegran a los niños,
las fiestas de navidad. Ya se sabe con cuánta ansia desean
la llegada de estos risueños días y cómo les
trastorna el febril anhelo de los regalitos, de los nacimientos
y las esperanzas del mucho comer y del atracarse de pavo, mazapán,
peladillas y turrón. Algunos se creen capaces, con la mayor
ingenuidad, de embuchar en sus estómagos cuanto ostentan
la Plaza Mayor y calles adyacentes.
Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la boca
el tema de la pascua y como sus primitos, que iban a acompañarla,
eran de más edad y sabían cuanto hay que saber en
punto a regalos y nacimientos, se alborotaba más la fantasía
de la pobre niña oyéndoles, y más se encendían
sus afanes de poseer golosinas y juguetes. Delirando, cuando la
metía en su horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar
lo que de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era golpear
tambores, tañer zambombas, cantar villancicos. En la esfera
tenebrosa que rodeaba su mente no había sino pavos haciendo
clau clau; pollos que gritaban pío pío; montones de
turrón que llegaban al cielo formando un Guadarrama de almendras;
nacimientos llenos de luces y que tenían lo menos cincuenta
mil millones de figuras; ramos de dulce; árboles cargados
de cuantos juguetes puede idear la más fecunda imaginación
tirolesa; el estanque del Retiro lleno de sopa de almendras; besugos
que miraban a las cocineras con sus ojos cuajados; naranjas que
llovían del cielo, cayendo en más abundancia que las
gotas de agua en día de temporal, y otros mil prodigios que
no tienen número ni medida.
IV
El padre, por no tener más chicos que Celinina, no cabía
en sí de inquieto y desasosegado. Sus negocios le llamaban
fuera de la casa; pero muy a menudo entraba en ella para ver cómo
iba la enfermita. El mal seguía su marcha con alternativas
traidoras; unas veces dando esperanzas de remedio, otras quitándolas.
El buen hombre tenía presentimientos tristes. El lecho de
Celinina, con la tierna persona agobiada en él por la fiebre
y los dolores, no se apartaba de su imaginación. Atento a
lo que pudiera contribuir a regocijar el espíritu de la niña,
todas las noches, cuando regresaba a la casa, le traía algún
regalito de pascua, variando siempre de objeto y especie; pero prescindiendo
siempre de toda golosina. Trájole un día una manada
de pavos, tan al vivo hechos, que no les faltaba más que
graznar; otro día sacó de sus bolsillos la mitad de
la sacra familia, y al siguiente a san José con el pesebre
y portal de Belén. Después vino con unas preciosas
ovejas a quienes conducían gallardos pastores, y luego se
hizo acompañar de unas lavanderas que lavaban, y de un choricero
que vendía chorizos, y de un rey mago negro, al cual sucedió
otro de barba blanca y corona de oro. Por traer, hasta trajo una
vieja que daba azotes en cierta parte a un chico por no saber la
lección.
Conocedora Celinina, por lo que charlaban sus primos, de todo lo
necesario a la buena composición de un nacimiento, conoció
que aquella obra estaba incompleta por la falta de dos figuras muy
principales, la mula y el buey. Ella no sabía lo que significaban
la tal mula ni el tal buey; pero atenta a que todas las cosas fuesen
perfectas, reclamó una y otra vez del solícito padre
el par de animales que se había quedado en Santa Cruz.
Él prometió traerlos y en su corazón hizo
propósito firmísimo de no volver sin ambas bestias;
pero aquel día, que era el 23, los asuntos y quehaceres se
le aumentaron de tal modo que no tuvo un punto de reposo. Además
de esto, quiso el cielo que se sacase la lotería, que tuviera
noticia de haber ganado un pleito, que dos amigos cariñosos
le embarazaran toda la mañana..., en fin, el padre entró
en la casa sin la mula, pero también sin el buey.
Gran desconsuelo mostró Celinina al ver que no venían
a completar su tesoro las dos únicas joyas que en él
faltaban. El padre quiso al punto remediar su falta; mas la nena
se había agravado considerablemente durante el día;
vino el médico, y como sus palabras no eran tranquilizadoras,
nadie pensó en bueyes, más tampoco en mulas.
El 24 resolvió el pobre señor no moverse de la casa.
Celinina tuvo por breve rato un alivio tan patente que todos concibieron
esperanzas, y lleno de alegría dijo el padre: "Voy al
punto a buscar eso".
Pero como cae rápidamente un ave, herida al remontar el
vuelo a lo más alto, así cayó Celinina en las
honduras de una fiebre muy intensa. Se agitaba trémula y
sofocada en los brazos ardientes de la enfermedad, que la constreñía
sacudiéndola para expulsar la vida. En la confusión
de su delirio, y sobre el revuelto oleaje de su pensamiento, flotaba,
como el único objeto salvado de un cataclismo, la idea fija
del deseo que no había sido satisfecho, de aquella codiciada
mula y de aquel suspirado buey, que aún proseguían
en estado de esperanza.
El papá salió medio loco, corrió por las calles;
pero en mitad de una de ellas se detuvo y dijo: "¿Quién
piensa ahora en figuras de nacimiento?".
Y corriendo de aquí para allí, subió escaleras,
y tocó campanillas, y abrió puertas sin reposar un
instante hasta que hubo juntado a siete u ocho médicos, y
les llevó a su casa. Era preciso salvar a Celinina.
V
Pero Dios no quiso que los siete u ocho (pues la cifra no se sabe
a punto fijo) alumnos de Esculapio contraviniesen la sentencia que
él había dado, y Celinina fue cayendo, cayendo más
a cada hora, y llegó a estar abatida, abrasada, luchando
con indescriptibles congojas, como la mariposa que ha sido golpeada
y tiembla sobre el suelo con las alas rotas. Los padres se inclinaban
junto a ella con afán insensato, cual si quisieran con la
sola fuerza del mirar detener aquella existencia que se iba, suspender
la rápida desorganización humana, y con su aliento
renovar el aliento de la pobre mártir que se desvanecía
en un suspiro.
Sonaron en la calle tambores y zambombas y alegres chasquidos de
panderos. Celinina abrió los ojos, que ya parecían
cerrados para siempre, miró a sus padres, y con la mirada
tan sólo y un grave murmullo que no parecía venir
ya de lenguas de este mundo, pidió a su padre lo que éste
no había querido traerle. Traspasados de dolor padre y madre
quisieron engañarla, para que tuviese una alegría
en aquel instante de suprema aflicción y, presentándole
los pavos, le dijeron: "Mira, hija de mi alma, aquí
tienes la mulita y el bueyecito".
Pero Celinina, aun acabándose, tuvo suficiente claridad
en su entendimiento para ver que los pavos no eran otra cosa que
pavos, y los rechazó con agraciado gesto. Después
siguió con la vista fija en sus padres y ambas manos en la
cabeza señalando sus agudos dolores. Poco a poco fue extinguiéndose
en ella aquel acompasado son, que es el último vibrar de
la vida, y al fin todo calló, como calla la máquina
del reloj que se para; y la linda Celinina fue un gracioso bulto,
inerte y frío como mármol, blanco y trasparente como
la purificada cera que arde en los altares.
¿Se comprende ahora el remordimiento del padre? Porque Celinina
tornara a la vida, hubiera él recorrido la tierra entera
para recoger todos los bueyes y todas, absolutamente todas las mulas
que en ella hay. La idea de no haber satisfecho aquel inocente deseo
era la espada más aguda y fría que traspasaba su corazón.
En vano con el raciocinio quería arrancársela, pero
¿de qué servía la razón, si era tan
niño entonces como la que dormía en el ataúd,
y daba más importancia a un juguete que a todas las cosas
de la tierra y del cielo?
VI
En la casa se apagaron al fin los rumores de la desesperación
como si el dolor, internándose en el alma, que es su morada
propia, cerrara las puertas de los sentidos para estar más
solo y recrearse en sí mismo.
Era nochebuena, y si todo callaba en la triste vivienda recién
visitada de la muerte, fuera, en las calles de la ciudad, y en todas
las demás casas, resonaban placenteras bullangas de groseros
instrumentos músicos, y vocería de chiquillos y adultos
cantando la venida del Mesías. Desde la sala donde estaba
la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían
compañía oyeron espantosa algazara, que a través
del pavimento del piso superior llegaba hasta ellas, conturbándolas
en su pena y devoto recogimiento. Allá arriba, muchos niños
chicos, congregados con mayor número de niños grandes
y felices papás y alborozados tíos y tías,
celebraban la pascua, locos de alegría ante el más
admirable nacimiento que era dado imaginar, y atentos al fruto de
juguetes y dulces que en sus ramas llevaba un frondoso árbol
con mil vistosas candilejas alumbrado.
Hubo momentos en que con el grande estrépito de arriba parecía
que retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía
en su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, a su
manera, quisieran dar a entender también que estaban algo
peneques. De las tres mujeres que velaban se retiraron dos; quedó
una sola, y ésta, sintiendo en su cabeza grandísimo
peso, a causa sin duda del cansancio producido por tantas vigilias,
tocó el pecho con la barba y se durmió.
Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho, a pesar
de que no entraba aire en la habitación. Creeríase
que invisibles alas se agitaban en el espacio ocupado por el altar.
Los encajes del vestido de Celinina se movieron también,
y las hojas de sus flores de trapo anunciaban el paso de una brisa
juguetona o de manos muy suaves. Entonces Celinina abrió
los ojos.
Sus ojos negros llenaron la sala con una mirada viva y afanosa
que echaron en derredor y de arriba abajo. Inmediatamente después,
separó las manos sin que opusiera resistencia la cinta que
las ataba, y cerrando ambos puños se frotó con ellos
los ojos, como es costumbre en los niños al despertarse.
Luego se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo
alguno, y mirando al techo, se echó a reír; pero su
risa, sensible a la vista, no podía oírse. El único
rumor que fácilmente se percibió era una bullanga
de alas vivamente agitadas, cual si todas las palomas del mundo
estuvieran entrando y saliendo en la sala mortuoria y rozaran con
sus plumas el techo y las paredes.
Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia arriba,
y al punto le nacieron unas alitas cortas y blancas. Batiendo con
ellas el aire, levantó el vuelo y desapareció.
Todo continuaba lo mismo; las luces ardiendo, derramando en copiosos
chorros la blanca cera sobre las arandelas; las imágenes
en el propio sitio, sin mover brazo ni pierna ni desplegar sus austeros
labios; la mujer sumida plácidamente en su sueño que
debía saberle a gloria; todo seguía lo mismo, menos
la caja azul, que se había quedado vacía.
VII
!Hermosa fiesta la de esta noche en casa de los señores
de ***! Los tambores atruenan la sala. No hay quien haga comprender
a esos endiablados chicos que se divertirán más renunciando
a la infernal bulla de aquel instrumento de guerra. Para que ningún
humano oído quede en estado de funcionar al día siguiente,
añaden al tambor esa invención del Averno llamada
zambomba, cuyo ruido semeja a gruñidos de Satanás.
Completa la sinfonía el pandero, cuyo atroz chirrido de calderetería
vieja alborota los nervios más tranquilos. Y sin embargo,
esta discorde algazara sin melodía y sin ritmo, más
primitiva que la música de los salvajes, es alegre en aquesta
singular noche, y tiene cierto sonsonete lejano de coro celestial.
El nacimiento no es una obra de arte a los ojos de los adultos;
pero los chicos encuentran tanta belleza en las figuras, expresión
tan mística en el semblante de todas ellas, y propiedad tanta
en sus trajes, que no creen haya salido de manos de los hombres
obra más perfecta, y la atribuyen a la industria peculiar
de ciertos ángeles dedicados a ganarse la vida trabajando
en barro. El portal de corcho, imitando un arco romano en ruinas,
es monísimo y el riachuelo representado por un espejillo
con manchas verdes que remedan acuáticas hierbas y el musgo
de las márgenes, parece que corre por la mesa adelante con
plácido murmurio. El puente por donde pasan los pastores
es tal, que nunca se ha visto el cartón tan semejante a la
piedra, al contrario de lo que pasa en muchas obras de nuestros
ingenieros modernos, los cuales hacen puentes de piedra que parecen
de cartón. El monte que ocupa el centro se confundiría
con un pedazo de los Pirineos, y sus lindas casitas, más
pequeñas que las figuras, y sus árboles figurados
con ramitas de evónimus, dejan atrás a la misma naturaleza.
En el llano es donde está lo más bello y las figuras
más características: las lavanderas que lavan en el
arroyo; los paveros y polleros conduciendo sus manadas; un guardia
civil que lleva dos granujas presos; caballeros que pasean en lujosas
carretelas junto al camello de un rey mago, y Perico el ciego tocando
la guitarra en un corrillo donde curiosean los pastores que han
vuelto del portal. Por medio a medio, pasa un tranvía lo
mismito que el del barrio Salamanca, y como tiene dos rails y sus
ruedas, a cada instante le hacen correr de oriente a occidente con
gran asombro del rey negro, que no sabe qué endiablada máquina
es aquélla.
Delante del portal hay una lindísima plazoleta, cuyo centro
lo ocupa una redoma de peces, y no lejos de allí vende un
chico La correspondencia, y bailan gentilmente dos majos. La vieja
que vende buñuelos y la castañera de la esquina son
las piezas más graciosas de este maravilloso pueblo de barro,
y ellas solas atraen con preferencia las miradas de la infantil
muchedumbre. Sobre todo, aquel chicuelo andrajoso que en una mano
tiene un billete de lotería y con la otra le roba bonitamente
las castañas del cesto a la tía Lambrijas, hace desternillar
de risa a todos.
En suma, el nacimiento número uno de Madrid es el de aquella
casa, una de las más principales, y ha reunido en sus salones
a los niños más lindos y más juiciosos de veinte
calles a la redonda.
VIII
Pues, ¿y el árbol? Está formado de ramas de
encina y cedro. El solícito amigo de la casa que lo ha compuesto
con gran trabajo, declara que jamás salió de sus manos
obra tan acabada y perfecta. No se pueden contar los regalos pendientes
de sus hojas. Son, según la suposición de un chiquitín
allí presente, en mayor número que las arenas del
mar. Dulces envueltos en cáscaras de papel rizado; mandarinas,
que son los niños de pecho de las naranjas; castañas
arropadas en mantillas de papel de plata; cajitas que contienen
glóbulos de confitería homeopática; figurillas
diversas a pie y a caballo, cuanto Dios crió para que lo
perfeccionase luego la Mahonesa o lo vendiese Scropp, ha sido puesto
allí por una mano tan generosa como hábil. Alumbran
aquel árbol de la vida candilejas en tal abundancia que,
según la relación de un convidado de cuatro años,
hay allí más lucecitas que estrellas en el cielo.
El gozo de la caterva infantil no puede compararse a ningún
sentimiento humano: es el gozo inefable de los coros celestiales
en presencia del sumo bien y de la belleza suma. La superabundancia
de satisfacción casi les hace juiciosos, y están como
perplejos, en seráfico arrobamiento, con toda el alma en
los ojos, saboreando de antemano lo que han de comer, y nadando,
como los ángeles bienaventurados, en éter puro de
cosas dulces y deliciosas, en olor de flores y de canela, en la
esencia increada del juego y de la golosina.
IX
Mas de repente sintieron un rumor que no provenía de ellos.
Todos miraron al techo y, como no veían nada, se contemplaban
los unos a los otros, riendo. Oíase gran murmullo de alas
rozando contra la pared y chocando en el techo. Si estuvieran ciegos,
habrían creído que todas las palomas de todos los
palomares del universo se habían metido en la sala. Pero
no veían nada, absolutamente nada.
Notaron, sí, de súbito, una cosa inexplicable y fenomenal.
Todas las figurillas del nacimiento se movieron, todas variaron
de sitio sin ruido. El coche del tranvía subió a lo
alto de los montes y los reyes se metieron de patas en el arroyo.
Los pavos se colaron sin permiso dentro del portal, y san José
salió todo turbado, cual si quisiera saber el origen de tan
rara confusión. Después, muchas figuras quedaron tendidas
en el suelo. Si al principio las traslaciones se hicieron sin desorden,
después se armó una baraúnda tal que parecían
andar por allí cien mil manos afanosas de revolverlo todo.
Era un cataclismo universal en miniatura. El monte se venía
abajo, faltándole sus cimientos seculares; el riachuelo variaba
de curso y, echando fuera del cauce sus espejillos, inundaba espantosamente
la llanura; las casas hundían el tejado en la arena; el portal
se estremecía cual si fuera combatido de horribles vientos,
y como se apagaron muchas luces, resultó nublado el sol y
oscurecidas las luminarias del día y de la noche.
Entre el estupor que tal fenómeno producía, algunos
pequeñuelos reían locamente y otros lloraban. Una
vieja supersticiosa les dijo:
¿No sabéis quién
hace este trastorno? Hácenlo los niños muertos que
están en el cielo, y a los cuales permite Padre Dios, esta
noche, que vengan a jugar con los nacimientos.
Todo aquello tuvo fin y se sintió otra vez el batir de alas
alejándose.
Acudieron muchos de los presentes a examinar los estragos y un
señor dijo:
Es que se ha hundido la mesa
y todas las figuras se han revuelto.
Empezaron a recoger las figuras y ponerlas en orden. Después
del minucioso recuento y de reconocer una por una todas las piezas,
se echó de menos algo. Buscaron y rebuscaron; pero sin resultado.
Faltaban la mula y el buey.
X
Ya cercano el día, iban los alborotadores camino del cielo,
más contentos que unas pascuas, dando brincos por esas nubes,
y eran millones de millones, todos preciosos, puros, divinos, con
alas blancas y cortas que batían más rápidamente
que los más veloces pájaros de la tierra. La bandada
que formaban era más grande que cuanto pueden abarcar los
ojos en el espacio visible, y cubría la luna y las estrellas,
como cuando el firmamento se llena de nubes.
A prisa, a prisa, caballeritos,
que va a ser de día -dijo uno-, y el abuelo nos va a reñir
si llegamos tarde. No valen nada los nacimientos de este año...
¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos!...
Celinina iba con ellos y, como por primera vez andaba en aquellas
altitudes, se atolondraba un poco.
Ven acá -le dijo uno-,
dame la mano y volarás más derecha... Pero ¿qué
llevas ahí?
Esto -repuso Celinina oprimiendo
contra su pecho dos groseros animales de barro-. Son pa mí,
pa mí.
Mira, chiquilla, tira esos
muñecos. Bien se conoce que sales ahora de la tierra. Has
de saber que, aunque en el cielo tenemos juegos eternos y siempre
deliciosos, el abuelo nos manda al mundo esta noche para que enredemos
un poco en los nacimientos. Allá arriba se divierten también
esta noche y yo creo que nos mandan abajo porque los mareamos con
el gran ruido que metemos... Pero si Padre Dios nos deja bajar y
andar por las casas es a condición de que no hemos de coger
nada; y tú has afanado eso.
Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones y,
apretando más contra su pecho los dos animales, repitió:
Pa mí, pa mí.
Mira, tonta -añadió
el otro-, que si no haces caso nos vas a dar un disgusto. Baja en
un vuelo y deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar.
En un momento vas y vuelves, tonta. Yo te espero en esta nube.
Al fin Celinina cedió y, bajando, entregó a la tierra
su hurto.
XI
Por eso observaron que el precioso cadáver de Celinina,
aquello que fue su persona visible, tenía en las manos, en
vez del ramo de flores, dos animalillos de barro. Ni las mujeres
que la velaron, ni el padre, ni la madre, supieron explicarse esto;
pero la linda niña, tan llorada de todos, entró en
la tierra apretando en sus frías manecillas la mula y el
buey.
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