La Cajita de Música
Por: Don Carlos
A inicios de la última década del siglo XX, un hombre
viejo trabajaba. Era un hombre callado, de mediana estatura, ojos
claros y mirada apacible que dejaba entrever una solitaria bondad.
Cuidaba él un almacén de materiales y desechos eléctricos.
Un día, como siempre, se sentó sobre un banquillo
por fuera de su caseta, con su radio de baterías encendido
y empapado de su lejana tristeza, clavó sus ojos claros sobre
el sol que a la tarde vestía de amarilleados collares; contemplando
así, quien iba y quien venía abajo por la calle.
Fumando despacio un cigarrillo, esperaba las sombras de la noche,
que no tardaban en traerle a sus amigas las estrellas; pero algo
en ese atardecer le atrajo profundamente: frente a él, se
encontraba de nuevo, otra vez, muy inquieta y preocupada, la misma
niña adolescente que a la misma hora llegaba como a esperar
a alguien que nunca llegaba. Ella lo miraba temerosa e infantilmente,
de reojo le mostraba signos de amistad.
El hombre viejo, mordido por la curiosidad de saber a qué
venía ella siempre al oscurecer a esa esquina del pueblo,
se adelantó la noche siguiente, cruzó la calle y esperó;
cuando la vio venir se apartó un poco. La joven niña
le miró desconfiada, pero él la saludó con
respeto al mismo tiempo que le dijo:
- Te he visto llegar a la misma hora a este lugar, ¿a quién
vienes a esperar? Porque nadie llega y te devuelves sola. Eso si
se puede saber,
por supuesto.
La niña de ojos tiernos y cabello castaño, parpadeó
una y otra vez bajando sus ojos de caramelo hacia el polvo que sacudía
con su pie derecho, como mostrándole a él, el candor
de su inocencia y con la timidez de su encanto, pausada, muy pausada,
le dijo:
- Es que yo vengo a esperar a mi papá; pero como el trabaja
en el O.I.J., seguro anda en una comisión y por eso, supongo,
no ha podido venir
debe ser por eso- repitió la niña.
- Lo quiere usted mucho- le comentó el hombre viejo; a lo
que ella mirándolo con ternura y mintiéndole en su
fondo le dijo - Sí
mucho-
Pero el viejo queriendo alargar el diálogo con la niña
ingenua de seguido le lanzó otra pregunta.
- ¿Dónde vives y cómo te llamas?
- Vivo allá adentro- señalando un pequeño tugurio
que estaba al final del camino polvoriento- y me llamo Marcela.-
- Bueno niña, eres muy linda; cuídate mucho y no tengas
miedo de mí! Debo irme y otro día hablamos más.
Y ella se marchó de nuevo a su banquillo, llevando en su
corazón un sentimiento que no había sentido antes.
Así, todas las noches y tardes de marzo y abril, al viejo
y la niña la gente miraba en el mismo lugar. Elle le dio
un nombre falso y él le entregó su corazón
verdadero. Ella en todo le mentía y él era feliz con
sus mentiras, Pero un día, el hombre de ojos claros y mirada
apacible la tomó de la mano, y con toda ternura, mirando
sus ojos castaños que brillaban como lumbreras encendidas,
le preguntó:
-¿Qué cosa que no hayas tenido de niña te gustaría
tener?
Ella, pensando un poco le contestó llena de emoción
- sí
me gustaría tener una cajita de música,
de esas que tiene adentro una bailarina
¡Eso sí
me gustaría!-
-¿Cuándo cumples años?- le preguntó
el viejo.
- El 16 de junio
- Y ¿cuántos vas a cumplir?
- Quince
- ¿Te harán alguna fiesta?
-Sí, donde mi abuelita. (una más de sus mentiras)
-Bueno Marcela, cuando quieras o necesites algo llámame-
le extendió un papel- este es mi número; no te olvides
de mi nombre; ¡Ah! Y por cierto, no dejes nunca de estudiar
La niña se marchó dejando en los ojos del viejo
la extraña magia de un beso en la mejilla, como si tratase
de otra hija que no conociera.
Pasaron los meses y no tardó en llegar la víspera
de su cumpleaños; a lo que él, trabajando ya de día,
cuando la joven niña regresaba del colegio, le propuso ese
día invitarla a comer a un buen restaurante de la ciudad.
La niña aceptó; y poniéndose de acuerdo se
citaron en un determinado lugar, al que más adelante llamarían
"el lugar de siempre". Finalmente se encontraron; él
de apariencia amable y agradable caminaba junto a ella, se dirigieron
a un restaurante llamado "El gran papá", como si
este nombre marcara un sentir para siempre en su corazón.
La joven ante la elegancia del lugar, le sonrió nerviosa,
mostrando unas perlas blancas que escondía tras sus pequeños
labios. Mientras seleccionaba su comida, el hombre viejo, de mirada
apacible, sacó de su bolsa un regalo, y se lo entregó
a la niña adolescente; ella conmovida lo abrió en
el acto y muy emocionada exclamó:
-¡Ay qué bello eres, qué bueno; mi cajita
de música! No creí que te acordarías de mí-
- Bueno, te la doy con mucho cariño y por darme tu amistad..
Enternecida le miró y le dio las gracias. Por muchos años
desde entonces y aunque sus prendas de vestir cargaban aquel olor
a humo del anafre en que cocinaban lo poco en que a diario tenían
en su ranchito de latas viejas y piso de tierra desordenado por
la miseria; ella crecía llena de encanto y olvidando sus
penas, siguió saliendo a diario, ocultándole su amor
callado y eterno al hombre de ojos claros; y así, hasta hoy,
ya viviendo en una casa grande y Licenciada en Educación,
con mil recuerdos desde aquellos encuentros en "el lugar de
siempre".
Aún guarda en su mesita de noche la cajita de música
que todas las noches antes de dormir deleita sus oídos.
Mientras allá, inseparable de ella, meciéndose en
su hamaca del jardín, el viejo apacible con su boina gris,
sonríe y sonríe recordando todas las mentiras que
le dijo aquella niña adolescente. Y todavía se les
puede ver por alguna avenida abrazados; ella a su amor callado y
él a su Marcela, la hija que nunca tuvo
llamada "Michelle".
«Sólo el que sabe es libre, y mas libre el
que más sabe... Sólo la cultura da libertad... No
proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de
pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo
es la cultura»
Miguel de Unamuno (1864-1936)
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