Un filósofo distinguido

Durante varios años,
creí ser dueño de un gato.

El minino,
además de refinado,
era un filósofo distinguido.

Cierta tarde,
mientras yo leía un denso volumen
y él se solazaba al sol,
me interpeló con sorna:
"¿sabes cuál es el problema?".

Y yo, más sorprendido
por el trato con que me igualaba
que porque el animal hablara,
balbuceé:
"¿qué?".

Y lacónico respondió:
"pues que no hay ningún problema".

No paró ahí la cosa.

Contemplaba melancólico un ocaso
cuando el felino, socarrón,
me espetó:
"sobrepasa la sabiduría del gato
a la del hombre grandemente,
porque en vuestras elucubraciones
como máximo a creer en Dios habéis llegado,
cuando desde antaño todo gato sabe
que es Dios quien en nosotros cree".

Terminado su monólogo,
el muy canalla se fue por los tejados.

Al cabo de un tiempo, con total descaro
el animal regresó a mi domicilio.
Con vehemente interés solapado,
yo esperaba que retornase a la palabra,
pero el bribón se mantenía reservado.

Mas cierto día con semblante compungido
me comenzó a referir:
"lástima y dolor provoca al gato
en la noche
oír el gemido de culpabilidad
que brota del pecho
durante el sueño de los hombres".
Entristecido también yo,
le pregunté:
"¿acaso el gato desconoce la culpa?".
Y él muy despacio me respondió:
"el felino conoce que sus actos a él son imputables,
pero en modo alguno se reconoce culpable.
El gato gato es y el perro,
por poner un ejemplo para nosotros nefasto,
perro es.
De cada ser proviene su hacer,
y nunca al revés.
Uno consigo se encuentra,
sin que nada esto a él le cueste,
consistiendo este regalo
en una fuente de placeres algunas veces
y otras en un manantial de penitencias.
Pero, en el fondo, a sí mismo con diferencia
cada cual se prefiere".

Llegado a aquel punto,
tajante le corté preguntando:
"¿dónde queda la libertad entonces?".

Y él, más lento si cabe todavía,
me respondió con lo que sigue:
"para el gato tal palabra
no significa otra cosa
que la propia facultad
de estirar sus patas,
y su contenido no alcanza
sino hasta dónde con éstas toca.

Ebrio el hombre en su desvarío y presunción,
libertad e indeterminación confunde;
sin caer en la cuenta de que sólo
lo que siendo todo es nada
puede elegir ser algo.
Mas en esta orilla del mundo
no corre moneda sin labrar,
y, amigo, aquí nadie escapa,
o somos cruz o somos cara".

Y, abruptamente,
dimos por concluido el coloquio.

Como de costumbre,
llegó el último acto.

Por mí,
ni remotamente presentido;
por él,
completamente asumido.

"He de partir",
me dijo.
Yo, confundido,
sólo atiné a decir:
"¿por qué marcharte deseas?".

El animal,
con amable sarcasmo,
replicó:
"aunque dudo de que alguna vez
de intelectual a inteligente saltes,
quiero que sepas que nunca
a parte alguna he ido,
que a todas llevado he sido".

Y aquella noche todo acabó.

El craso error de referir lo anterior
a uno que íntimo creía cometí
en una tarde melancólica de café.

Arrogándose aires de paternidad,
me reconvino con severidad:
"ten cuidado con lo que tomas;
los gatos, Carmelo, no hablan".

Disimulado el furor primero,
mantenida la compostura,
compasivamente le contesté:
"¡hombre, qué es literatura!".

Al abandonar el establecimiento
comprobé con recóndita alegría
que en mi sombra
algo ya de gatuno había.