Premio
Punto de
Excelencia

 

 

Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica Cuatrimestral.

Pintor del Rey

por

Fernando Marías

 

   
 
Autorretrato de Velázquez.
   

FERNANDO MARÍAS
Catedrático de Historia del Arte.
Universidad Autónoma de Madrid


     POR ENCIMA DEL CÚMULO DE DATOS, interpretaciones variadas y contradictorias penetrantes y agudas ideas que sobre su personalidad y su pintura se han escrito Diego Velázquez de Silva o Diego de Silva Veíazquez se nos presenta todavía –a cuatrocientos años de distancia del nacimiento de este "pintor de los pintores" y del autor de esa "teología de la pintura" que son Las Meninas– como una especie de esquiva "figura velada", cambiante, a la postre enigmática.

     No deja de ser sintomático el hecho de que el propio pintor, conocido como Diego Velazquez, comenzara a denominarse, hacia 1634, Diego de Silva Velázquez, una fórmula que incorporaba el supuesto "lustre" hidalgo de la rama portuguesa de la familia materna del artista. Tal práctica tendría como resultado la coexistencia de ambas fórmulas en la documentación oficial: se le pagaba a Diego Velázquez pero firmaba los recibos y algunos cuadros Diego de Silva Velázquez.

     El mito. Al hacerse de él, en apariencia tan si-lente en vida, un mito para los pintores desde el propio siglo XVII que cerrara Antonio Acisclo Palomino y Velasco en 1724, esa fuente todavía insustituible para nuestro conocimiento, su figura fue cincelada sobre el modelo de lo que debía ser para entonces un artista mítico, y por ello conscientemente "construida". Desde finales del siglo pasado, el de su "redescubrimiento" artístico, Velázquez se convirtió en otro tipo de mito, de carácter nacional, en un extraño ídolo cultural que ha provocado que algunos de esos rasgos se hayan mantenido intactos –como si su "carácter sacro" impidiera tocar su imagen– mientras que otros, en cambio, se abandonaran. Si en su época, la culminación de la carrera social de Velázquez llegó con la concesión regia, en 1659, de la hidalguía y de la cruz y la venera de un hábito de la Orden de Santiago, estas prendas se han transformado metafóricamente, hoy en día, en la suposición de que hubiera sido honrado con la amistad del rey y hubiera sido, más que un criado regio de humildes orígenes y un funcionario palaciego, un cortesano desde su ingreso en palacio y un hidalgo desde su nacimiento.

     Si en el siglo XVII el arte de "El Sevillano" –como se conocía en Madrid a este flemático y melancólico según sus propios contemporáneos– había seguido un "rumbo semejante a[l de] su humor, por lo extraño del pensar, y viveza de los conceptos", y la culminación de su pintura había alcanzado la categoría de culta teología pictórica, desde el siglo XIX se ha visto como una manifestación de un realismo ilusionista y espontáneo, aplicado tanto a lo sacro como a lo más intrascendente, a lo más puramente anecdótico; o, por contra, como una escritura literariamente erudita e incluso de marcado carácter jeroglífico, simbólico, hermético; como un texto envuelto en el manto de un naturalismo visual, del que se había de prescindir incluso para poder extraer su más oculto e importante mensaje.

     Mecido en el vaivén de los intereses artísticos e historiográficos de nuestra época, Velázquez ha permanecido sólo desde el siglo XX en el imaginario colectivo occidental como uno de los más grandes pintores de su historia moderna. Por una parte, porque la pintura de Velázquez fue un misterio, si no un secreto, para casi todo el mundo durante su propia época, encerrada básicamente entre los muros privados del Alcázar real de Madrid hasta su desaparición. Las Meninas, por ejemplo, permanecieron prácticamente escondidas e invisibles hasta 1764, cuando el cuadro fue trasladado, por iniciativa del pintor Antón Rafael Mengs, para decorar por vez primera una sala de representación del Palacio Real Nuevo que inauguró Carlos III entonces, la Sala de Conversacián del Rey; y tuvieron todavía que esperar, para que realmente pudieran ser públicas, a la inauguración del Museo del Prado en 1819, de forma que su difusión pudiera alcanzar las cotas de celebridad de las que hoy pensamos tendría que haber disfrutado desde su creación.

     Pintor naturalista. Aún así, para aquellos que pudieron conocer su obra, su valoración artística no fue dogma de fe. El propio Mengs, en 1776, elogiaba a Velázquez como el más alto representante de la categoría de los pintores naturalistas, una de las que merecían menor estima, pues "el efecto que causa la imitación del Natural es el que suele contentar a toda clase de gentes, particularmente donde no se hace el principal aprecio de la Belleza". Sólo por aquellos mismos años del siglo XVIII, fuera de España, otro retratista como el sevillano, el inglés Joshua Reynoíds, podía ponderar excepcionalmente el retrato de Inocencio X como la mejor pintura que se podía contemplar en Roma. Velázquez tendría todavía que esperar casi cien años para ser saludado como "el pintor de los pintores", al decir del "impresionista", o más bien del naturalista a la moderna, Edouard Manet en 1865.

     Me he detenido un instante en semejante reflexión, porque quizá hubiera que repíantearse, ya a cuatrocientos años de la fecha de su nacimiento, las razones para que se hayan dado –y, probablemente, todavía hayan de darse– semejantes vaivenes, y podamos justificar no sólo las razones actuales de su indiscutible atractivo artístico, cuando no pensamos como Lucas Jordán, Reynolds, Manet o Jhéophile Gautier, sino también si realmente su arte alcanza un valor universal cuando para que su atractivo fuera en el pasado en muchos casos discutido.

     Si en términos de gusto las cosas han cambiado mucho desde su propia época, no ocurre lo mismo con nuestro conocimiento de Velázquez y su arte. Todavía le seguimos debiendo demasia das cosas a Palomino y continuamos organizando nuestro saber sobre el modelo narrativo de su biografía, de su secuencia vital, como un artista casi completamente aislado de su propio contexto, cualquiera que éste hubiera sido: Sevilla, Madrid y dos cortos períodos de correrías italianas.

     Sabemos con bastante certidumbre lo que le dio Sevilla a Velázquez: un maestro, una formación académica y erudita que no llegaría a compartir por completo a causa de la nueva senda por él entreabierta, unos modelos estilísticos (del caravaggismo al Greco) y de artista (Diego de Rómulo Cincinato), una clientela minoritaria, una mujer y una incipiente familia. También lo que perdió, por voluntad propia, al abandonar definitivamente la ciudad en 1623: una carrera de pintor de retablos e imaginería de devoción –género que, pese a ser el más cultivado en la España de la época, Velázquez parece haber siempre rehuido– y, secundariamente, de retratista.

     Velázquez y Madrid. Pero ¿qué le dio Madrid? ¿Mejor patria, como para su admirado Greco cantara Fray Hortensio Félix de Paravicino y Arteaga (1580-1633), el poeta trinitario que llegara a ser capellán real y predicador de gran fama de la corte en que vivió Velázquez? De haber fallecido Velázquez en 1623, como incluso en 1629, antes de su primer viaje a Italia, a los treinta años de edad, no seria reconocido sino como un artista interesante y malogrado, que brillaba en un ambiente provinciano gracias a obras originales y enérgicas pero de limitado alcance. En ningún caso habría llegado a ser tenido como uno de los grandes pintores de todos los tiempos. Es más que probable que el definitivo e internacional Velázquez se lo debamos indirectamente a Pedro Pablo Rubens, a Italia, a Felipe IV y, sobre todo, a la corte real de Madrid, más que a la propia villa.

     Naturalmente, la villa de Madrid le proporcionó un nuevo espacio para su vida, primero en una casa de la calle de Convalecientes, en la parroquia de San Martin y, de inmediato, una casa de aposento situada en la calle de la Concepción Jerónima, en la parroquia de Santa Cruz, aunque es posible que nunca llegara a ocuparla. Después de su primer regreso de Italia, Velázquez se mudó con la familia a otra nueva casa, sita en la calle de los Señores de Luzón, en la parroquia de Santiago, más próxima al Alcázar real, y donde debió residir hasta 1655, fecha en que recibió la orden real de trasladarse a un apartamento de la Casa del Tesoro, al lado de palacio, donde murió el 6 de agosto de 1660.

     También un espacio final para el honor, el convento del Corpus Christi donde se le revistió con el hábito militar, y un espacio definitivo para la muerte, la bovedilla funeral del grefier del rey y testamentario del pintor, don Gaspar de Fuensalida, en la parroquia de San Juan, donde el 7 de agosto su cuerpo recibió una sepultura –que todavía andamos buscando– y donde siete días después se depositó también el cadáver de su viuda doña Juana de Miranda Pacheco. En cambio, Madrid –si no confundimos con sus limites los muros del Alcázar y otros sitios reales como el Buen Retiro– no existió como espacio pictórico para Velázquez, pues pocos cuadros salieron de su minerva y de sus manos que no quedaran encerrados entre aquéllos u otros muros, quizá más lejanos, incluso extranjeros, pero no por ello menos reclusos por también palaciegos.

     A la corte de Felipe IV, Velázquez le debió sus cargos artísticos, sus cargos y cargas palaciegas, con sus correspondientes salarios, a los que añadiría diferentes ayudas, pensiones, prebendas y recompensas –o pagos– por sus obras pictóricas. Pintor del Rey desde 1623, pintor de cámara desde 1626, ujier de cámara desde 1627, ayuda de guardarropa o furriera desde 1636, ayuda de cámara desde 1643 otorgándosele al siguiente la llave de la cámara real y superintendente de obras esoeciales o particulares también desde 1643, aposentador mayor de palacio desde 1652. Con este cargo Velázquez alcanzó la enorme suma de unos 5.000 ducados de ingresos, aunque fuera al final de su carrera de funcionario y pintor. Con este nombramiento culminaba su cursus honorum como funcionario, como criado del rey, aunque conílevara después de su muerte para sus herederos, sinsabores y una herencia embargada por un lustro, a la espera de que 51 nombre fuera exonerado de las acusaciones de malversación de fondos, aparentemente sólo pro ducto de la envidia. Y sólo entre 1658 y 1659 cuí minarían sus pretensiones nobiliarias, con la concesión real de la cruz de caballero de la Orden de Santiago y la concesión de una hidalguía y la imposición del hábito militar.

     A la corte de Felipe IV Isabel de Borbón y el conde-duque de Olivares, más tarde también de doña Mariana de Austria, le debió Velázquez el espacio de un taller en el Alcázar real, primero en el extremo oriental de la Galería del Cierzo, en el piso principal del edificio y con numerosas ventanas abiertas al norte; más tarde, en la galería del antiguo Cuarto del príncipe Baltasar Carlos, situada en el piso bajo, con las ventanas vueltas a mediodía, dando al Jardín de Emperadores, pues, tras la muerte del joven heredero, esta sala le había sido cedida como nuevo obrador, más próximo a las habitaciones del rey y de otros miembros de la familia real. Así se identificaba este espacio en el inventario de 1660 de los bienes que el pintor tenía en su obrador palaciego, y como tal taller del pintor de cámara permaneció durante el reinado de Carlos II, hasta 1700.

     Espacío artistíco. En este espacio vital, Velázquez creó su espacio artístico de pintor, en el que don Diego pintó tanto por oficio como por delectación, "por distracción personal y para contentar el gusto del monarca", la piadosa y un tanto mendaz fórmula que emplearon los valedores de su candidatura a hidalgo y caballero, y en el que vivió, según la definición de José Ortega y Gasset, ese "gentilhombre que, de cuando en cuando, da[ba] unas pinceladas" al servicio de su monarca y sus propias ambiciones.

     Es cierto que no sólo hoy nos quejamos de todo lo que Velázquez pudo haber pintado durante su vida, en un tiempo que tuvo que dedicar a otros menesteres menos memorables, pero no por ello, quizá incluso para él mismo, menos importantes y, probablemente, trascendentes para su propia carrera, para su propia vida y para su propia pintura. Ya Palomino dedicó todo un capítulo de su biografía velazqueña "pues recayendo estos [premios con servicios] en hombres desocupados, el darles en que servir, es aumentarles el mérito con el premio; pero en los hombres de profesión, es defraudarles con el premio el mérito; porque si éste se fundó en el ejercicio de su facultad, mal podrá continuarle, quien no tiene ocasión de ejercerle; y así los premios de los artífices parece debían ser puramente honoríficos, y pecuniarios (cuando son precisamente personales) honoríficos, para estimulo, y premio de la virtud; y pecuniarios, para que puedan lisonjear con el descanso los primores más ocultos del arte, atendiendo sólo a el interés de la fama de la posteridad, dándoles más, y más ocasiones en que contribuyan a el honor con los primores de su estudio; que éste es el premio, que más acredita la excelencia del artífice; porque suspender el uso de su facultad, aunque con empleos honoríficos, es un linaje de premio que parece viste disfraces de castigo; porque a el que ha delinquido en la administración de su oficio, le suspenden el uso; pues ¿cómo para unos ha de ser premio, lo que para otros es castigo?".

     No sabemos si este largo lamento responde realmente a la historia del sevillano o si se trataba de una invención de Palomino. Es posible que la plaza de aposentador mayor fuera "de tanto embarazo" que requiriera "un hombre entero", y que terminara por consumir la otra mitad de don Diego de Silva y Velázquez. Pero tales premios, servicios y oficios debieron de haber sido trascendentes para su propia carrera, para su propia vida y para su propia pintura para que el flemático, si no melancólico, Diego Velázquez de Silva viviera y pintara en tensión, en un intercambio constante entre mercedes y lienzos, honores y envidias, entre aspiraciones sociales y artísticas, probablemente más interdependientes de lo que hoy cabria esperarse para un pintor de la Época Moderna que ya no es, sin embargo, la nuestra. Y Velázquez parece haber necesitado, en una jaula de oro en la que no encontraría demasiados estímulos, al menos retos, y esas escapadas que supusieron sus estancias italianas y las que intentó y no consiguió.

Pintor de retratos. Un tópico de la historia artística de Velázquez es el de las envidias que suscitó su capacidad de retratista –que le valió sus títulos de pintor real– y el desprecio hacia sus limitadas dotes como compositor de historias, con que sus rivales se resarcieron de sus propias frustraciones. A pesar de que esta situación ha dado origen a algunas de las pocas anécdotas que nos han llegado del lacónico sevillano, sólo en contadas ocasiones chispeante, no deja de presentar anomalías. ¿Alguien criticó por ello a Juan Pantoja de la Cruz, Rodrigo de Villandrando, Bartolomé González Serrano, Pedro Antonio Vidal o Santiago Morán? Durante los reinados de Felipe II y Felipe III a un retratista regio, como Velázquez, en el del rey Felipe IV se les pedía retratos. Ese reto que Velázquez parece haberse autoimpuesto, y que tanto molestaba a sus contemporáneos como Carducho y Caxés, sería invadir con el retrato el resto de los géneros de la pintura, haciendo de esta fórmula método, y practicándola con los altibajos y cambios lógicos de una meta presente a lo largo de todas su carrera, y al final de ella de manera más consciente, más sabia y por lo tanto más rotunda y no menos evanescente.

     La lucha artística de Diego Velázquez consistió en hacer del retrato" un método pictórico que no encontrara límites, que pudiera abarcar lo retratable, visual por real, y lo no retratable; que diera naturaleza y visualidad natural a la realidad y a la ficción, a lo visible y a lo imaginario, a lo posible o lo imposible, a las narraciones de la fábula o de la historia religiosa: dándoles la apariencia de realidad, de verdad, de vida natural que podían faltarle. Apariencia porque Velázquez era muy consciente del artificio de su profesión, la de creador de imágenes de una nueva realidad que se basaba en la apariencia de las manchas, de la luz y el color, y que podía disolverse –cuando el espectador se acercara– y demostrar que lo que se tenía delante era la verdad del artista, no la verdad de la naturaleza.

     Realidad y ficción. Por ello tuvo que plantearse una reflexión, no tanto teórica como visual, de lo que eran la realidad y la ficción pictórica, y jugar, incluso entremezclándolas, con sus equivocas fronteras, como las de los diferentes géneros, entre el engaño y el desengaño, entre lo figurativo y lo verdadero, entre la vida y la pintura, dejándonos en muchas ocasiones desconcertados, sin saber ante qué nos encontramos.

     ¿Cuál es el protagonista de La túnica de José? ¿Quién es el vencedor en Las Lanzas? ¿Qué son Las Meninas? ¿Son en verdad solamente una mitología Las hilanderas? Es esa "nueva vida" de la pintura, de la realidad pintada "al vivo", "del natural" la que posibilitaba este arte de lo elusivo y lo enigmático, que igualaba lo vivo y lo inerte, vivificando la materia, incluso la del medio de la visión, el aire, a través de la luz y el color; pero, sobre todo, es el misterio de esa nueva realidad creada por la pintura, que parece exigir que la tratemos como seres reales, vivos, que mantengamos con ellos una relación dialogal, personal, lo que nos sigue fascinando de su arte, y la que hace que sus figuras no sólo hayan poblado sus lienzos sino vivan desde su desvelamiento en nuestra imaginación.

Fuente: Descurbrir el Arte, Año I, Número 4.

Copyright ©2003 Fernando Marías.

 
bullet

«Sólo el que sabe es libre, y mas libre el que más sabe... Sólo la cultura da libertad... No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura»

Miguel de Unamuno (1864-1936)

Para cualquier comentario, consulta o sugerencia, pueden dirigirse a la Redacción de la revista enviando un e-mail a nuestra dirección electrónica:

Revista literaria Katharsis.com

 


kATHARSIS convoca sus "PREMIOS LITERARIOS" 2008 de Poesía y Narrativa corta.
The Duchess of Malfi, página del Director de cine Benjamin Capps
Estamos preparando un especial sobre la película de La Duquesa de Malfi y sobre la obra de teatro en España
4 de marzo de 2004, 7h25. Fallece el lingüista y académico Fernando Lázaro Carreter. Ver su biografía. Entrevista del académico en El País, En portada, Sábado 13 de octubre de 2001. EL ESPAÑOL, UNA LENGUA DIVERSA
Nuestros números:
Nº 1, Diciembre
Nº 2, Abril
Nº 3, Agosto
Nº 4, Enero
Nº 5, Mayo
Nº 6, Marzo
Nº 7, Septiembre

Estamos en el Itinerario, directorio cultural de Hispanoamérica

 
 
 

Algunos de nuestros textos están en formato PDF y Microsoft Reader y necesitaréis estos programas para leerlos. Aquí os doy los enlaces para que los podáis bajar gratuitamente pinchando en los iconos:

Pincha en el icono y descargate el programa gratis

 

Pincha en el icono y descargate el programa gratis

Home | Biblioteca Virtual Katharsis | Revista | Miscelánea | Biblioteca | Equipo Redactor
 

Revista Literaria Katharsis