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Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica
Cuatrimestral.
Velázquez en Sevilla
por
Vicente Lleó Cañal
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VICENTE LLEÓ CAÑAL
Catedrático de Historia del Arte.
Universidad de Sevilla
El AÑO 1599, EN EL QUE NACE
el pintor Diegc Velázquez (es bautizado el 6 de junio en
la parroquia de San Pedro) fue un año cargado de acontecimientos.
Meses antes el 4 de enero, había sido proclamado el nuevo
rey Felipe III, quien en la historiografía convencional inicia
un nuevo ciclo, el de los llamados Austrias "menores".
Para la ocasión, el cabildo
sevillano acuñó una medalla en cuyo reverso se proclamaba
al monarca Spes salutis nostrae, lo que parece indicar que
los sevillanos presentían ya ciertos nubarrones en su futuro.
Por otro lado, el tragicómico espectáculo acontecido
el año anterior en las exequias de Felipe II, con la Audiencia
y la Inquisición llegando casi a las manos por nimias cuestiones
de protocolo suceso al que aluden los irónicos versos
cervantinos que empiezan "Voto a Dios que me espanta tal grandeza..."
marca una nota de despropósito que nos anuncia la llegada
del más fiero Barroco.
En realidad, Velázquez nace
en una ciudad en plena transición, una ciudad que por estas
techas pasa del ideal de ser una Nueva Roma, tal como se
autoproclamaba en 1526 durante la boda del Emperador, a ser Una
Nínive, otra Babilonia, como la define el anónimo
autor del Entremés de los mirones. Pero también
podríamos calificarla como una Nueva Jerusalén,
pues la huella de lo sagrado se ha ido superponiendo progresivamente
sobre todo su caserío, que llega a contar en esas fechas
con 28 parroquias, 6 monasterios, 36 conventos de frailes y clérigos
regulares y 28 de monjas, sin mencionar una multitud de oratorios,
beaterios e incluso hospitales, igualmente dotados de capillas.
Una ciudad, la Sevilla de principios del siglo XVII, que es la más
populosa de España (cerca de 150.000 habitantes) exótica
y cosmopolita, como consecuencia de su carácter de "puerto
y puerta de Indias" pero también patria de una multitud
de pícaros y maleantes, que se arremolinan en la Mancebía
(monopolio municipal), la Alameda, la Cárcel Real o las "casas
de gula" como se denominan entonces a los bodegones o tabernas.
Los testimonios de los cronistas,
desde Ariño al anónimo compilador de los Sucesos
de Sevilla, 1600-1678, revelan cuán precario era el control
que las autoridades mantenían sobre este hervidero humano,
en el que incluso dentro del Palacio Arzobispal llegaban a dirimirse
las cuestiones a cuchilladas, o donde las tripulaciones de las galeras,
amotinadas, obligaban a los alguaciles a prudentes retiradas.
Sevilla, ciudad lunática.
Y, sin embargo, esta ciudad caótica
(lunática llega a denominarla el poeta Bartolomé
del Alcázar) es también una ciudad dotada de una brillante
vida cultural y artística, con una fuerte impronta italiana
que le viene desde el siglo anterior.
Dentro de la multitud de manitestaciones
que en arte, literatura o música dan lustre a ese "siglo
de oro" sevillano, destacan sus academias que fueron elogiadas
ya entonces; pero se trata de un término que requiere ciertas
matizaciones. La evidencia sugiere sobre todo la existencia de reuniones
informales de espíritus afines, atraídos por las mismas
inclinaciones culturales, más que instituciones reguladas
a la italiana. Pero su carácter informal no excluye el rigor:
empresas realiza-das en colaboración académica como
las Anotaciones de Fernando de Herrera a Garcilaso (1580),
o el programa decorativo trazado para la Galera Real de Don Juan
de Austria (1569), revelan el alto nivel de las mismas. Lo que nos
interesa aún más: en estas "academias" se
reunían en pie de igualdad poetas, teólogos, aristócratas
y arqueólogos con artistas (al menos con pintores "eruditos")
subrayando implícitamente el carácter creativo, "ingenuo",
de la pintura.
Este es el medio en el que va a
crecer y donde se va a formar Diego de Silva y Velázquez;
un medio que será fundamental para entender su evolución
posterior y hasta donde seguramente hay que remontarse para comprender
ciertas actitudes suyas.
En el taller de Pa checo.
En efecto, en 1611, con tan sólo
doce años, Velázquez entra como aprendiz con Francisco
Pacheco. Este artista, sin duda mediocre, era, sin embargo, el elemento
conector de las diversas "academias" o grupos a los que
antes nos hemos referido; se trata de un papel en parte heredado
de su tío, el canónigo del mismo nombre, quien había
gozado de un enorme prestigio cultural en la ciudad, pero, en cualquier
caso, el taller de Pacheco, como escribió el poeta Rioja,
se había convertido para entonces en "academia ordinaria
de los más cultos ingenios de Sevilla y forasteros".
Pacheco persiguió toda su
vida, con el mayor ahínco, el ideal de pintor erudito a la
italiana y también el reconocimiento social de su arte. Sus
trabajos teóricos, como el Arte de la Pintura (publicado
póstumamente en 1649) o el Libro de Retratos (que
nos ha llegado incompleto y manuscrito) atestiguan claramente cuáles
fueron sus esperanzas e ilusiones que sólo muy parcialmente
se vieron cumplidas, no obteniendo siquiera la plaza de pintor real,
casi honorífica, que Velázquez solicitó para
él en 1626.
Pero si la trayectoria vital y profesional
de Pacheco puede entenderse hasta cierto punto como un fracaso,
tuvo por otro lado la generosidad de reconocer el extraordinario
talento de su jovencisimo discípulo y, de alguna manera,
leyendo los textos, tenemos la impresión de que Pacheco llegó
a verse realizado en él.
En efecto, examinado como pintor
en 1617, al ano siguiente, Pacheco lo casaba con su hija Juana,
movido "de su virtud, limpieza y buenas partes y de las esperanzas
de su natural y grande ingenio". De esta boda conocemos la
partida de casamiento e, incluso, un romance dedicado al evento
por el licenciado Baltasar de Cepeda (contertulio de Pacheco). Pero
desde esa fecha, 1618, hasta su instalación en Madrid, en
1623, cinco años en los que debió pintar la inmensa
mayoría de su obra sevillana, el silencio documental sobre
Velázquez es prácticamente absoluto, al menos en lo
que se refiere a documentos que tengan que ver con su actividad
artística, siendo la excepción la carta de aprendizaje
de Alonso Melgar, de
1620.
Este silencio resulta tanto más
intrigante cuanto que en la Sevilla de la época era habitual
protocolizar hasta las más insignificantes transacciones.
De hecho, el Archivo de Protocolos Notariales guarda literalmente
miles de documentos referentes a oficios artísticos, gran
parte de ellos signados por artistas que hoy son meros nombres.
Es posible que algún día aparezcan nuevos documentos,
pero después de años de intensa búsqueda resulta
poco probable. Todo parece indicar, pues, que Velázquez,
con licencia para practicar su arte desde 1617 y. desde 1620, con
un aprendiz al menos, eludió las salidas profesionales más
comunes en la Sevilla de la época: ni compitió, al
parecer, en la realización de los grandes retablos o de las
series pictóricas para conventos y monasterios que no sólo
eran altamente lucrativas sino que, además, otorgaban a los
artistas un gran prestigio, ni tampoco participó en el envío
de obras de arte a Indias, una actividad de carácter semi-industrial
pero que mantenía activos multitud de talleres.
Los bodegones
Esta ausencia de documentos, de contratos
sobre todo, nos impide saber quienes fueron los clientes del joven
Velázquez, al contrario de lo que sucede con la mayoría
de sus contemporáneos. Pero si el "para quién"
pintó Velázquez sus cuadros juveniles, sin que por
lo visto mediara contrato, es una pregunta que debe permanecer provisionalmente
sin respuesta, debemos formulamos ahora otra pregunta aún
más acuciante: ¿por qué pintó lo que
pintó? Es decir, ¿por qué, con la excepción
de unos pocos retratos y obras religiosas, se lanzó a explorar
un género sin precedentes en la ciudad como son sus famosos
"bodegones"?
Hay que tener presente que dentro
de la teoría académica de la pintura, de la que el
propio Pacheco era un fiel exponente, los bodegones constituían
el escalón más bajo de los "géneros".
Y, en realidad, si leemos con detenimiento las páginas del
Arte de la Pintura resultan evidentes los esfuerzos de Pacheco
por justificarla, para él, sin duda extravagante inclinación
de su yerno y discipulo, bien recurriendo a precedentes clásicos,
sacados de Plinio, bien excusándolos por su extraordinaria
calidad.
Las razones para el rechazo académico
de los bodegones, que entonces significaba justamente una escena
de bodega o taberna, hay que buscarlas en el crudo realismo con
que se representaban a sus protagonistas, lo que chocaba con las
nociones contemporáneas de decoro o de naturaleza "mejorada".
En realidad, un naturalismo radical era sólo posible con
los tipos humildes que acudían a las "casas de gula"
justamente porque su baja condición social les excluía
de las normas convencionales del decoro.
Velázquez debe haber conocido
muy pronto bodegones italianos del tipo de los de Vicenzo Campi
y flamencos como los de Aertsen o Beuckelaer, pues ambos tipos aparecen
ocasionalmente citados en inventarios artísticos contemporáneos,
y estos debieron causarle una profunda impresión. En efecto,
el contraste entre el rudo realismo de los bodegones y la estereotipada
pintura "tardomanierista" sevillana (como la del propio
Pacheco) no podía ser mayor. En el caso de Velázquez,
además, este impacto se uniría a una inclinación
natural al realismo, como nos revela la anécdota contada
por su maestro en el Arte de la Pintura, de que, siendo todavía
aprendiz, tenía contratado a un "aldeanillo" al
que dibujaba incansablemente en todas sus expresiones. Pero no se
trata solamente de expresiones anímicas; Velázquez
parece haberse sentido fascinado por la capacidad para reproducir
con virtuosismo ilusionista brillos, sombras, texturas: la clara
del huevo que se condensa ante nuestros ojos en el aceite hirviendo
del bodegón de Edimburgo o la magistral gota de agua que
resbala por la panza del cántaro en el Aguador de
Londres son sólo dos aunque significativos eemplos.
Pero si son relativamente fáciles
de detectar las influencias foráneas en los bodegones del
joven Velázquez, es preciso subrayar que con ellas el artista
supo elaborar su propio y personalísimo mundo: nada hay de
burlesco o ridículo en ellos, como si acontece, en cambio,
con los ejemplos italianos, ni tampoco de la desbordante exuberancia
que caracteriza a los flamencos. Las figuras, aunque humildes, aparecen
tratadas con respeto y, en ocasiones, las escenas, como en el Aguador,
adquieren una solemnidad casi litúrgica.
Pero debemos volver a preguntarnos
ahora para quién pintó Velázquez estas enigmáticas
composiciones. En los últimos años se han ido publicando
algunos inventarios que nos proporcionan alguna pista al menos.
Sorprendentemente, por lo que sabemos, sus dueños fueron
todos personas "de calidad". Así, por ejemplo,
el tercer Duque de Alcalá, el más importante coleccionista
de la ciudad, poseyó dos, uno de los cuales quizá
sea el titulado Dos hombres a la mesa, de Apsley House (Londres).
Este dato es revelador, pues Alcalá era el dueño de
la Casa de Pilatos, escenario de frecuentes reuniones "académicas"
de las que Pacheco era asiduo contertulio; quizás el discipulo
acompañó al maestro en alguna ocasión y fue
descubierto allí por el mecenas sevillano. Si esta hipótesis
fuera cierta, ello significaría, además, que Velázquez
hubo de tener acceso a la espléndida colección de
escultura clásica de Alcalá, lo que quizás
ayudaría a explicar esa reticencia formal tan característica
del pintor.
Don Juan de Fonseca y Figueroa,
canónigo de la Catedral sevillana y más tarde Sumiller
de Cortina de Felipe IV, además de autor de un tratado de
pintura hoy desgraciadamente perdido fue por su parte el dueño
del soberbio Aguador, actualmente también en Apsley
House, Londres. Don Luis de Medina, Caballero Veinticuatro y, por
tanto, miembro de la aristocracia local, poseyó, según
el inventario de sus bienes, otros dos bodegones más, que
desgraciadamente no se describen. Finalmente, hay que señalar
que la Vieja friendo huevos de Edimburgo perteneció
a otro gran coleccionista sevillano: el que fuera intimo amigo y
protector de Murillo, el rico comerciante flamenco Nicolás
de Omazur.
Clientela ilustrada
Estos datos, junto con la ausencia
de documentos en el Archivo de Protocolos, sugieren que el joven
Velázquez debió beneficiarse de una clientela "ilustrada",
seguramente al tanto de las novedades que se estaban produciendo
casi contemporáneamente en Flandes e Italia y capaz de apreciar
el significado de las innovaciones de esta especie de "niño
prodigio" (recordemos que la Vieja friendo huevos de
Edimburgo la pintó con sólo diecinueve años
de edad). Estos connoisseurs probablemente prescindirían
de los contratos notariales y comprarían las obras directamente
en el taller del artista, lo que justificaría el silencio
documental a que hemos hecho alusión. Por otro lado, esta
misma circunstancia haría más fáciles las piadosas
mentiras de sus amigos sevillanos que testificaron en la prueba
de nobleza de Velázquez que nunca pintó por dinero,
sino por afición, al no quedar constancia escrita de sus
transacciones.
Nos hemos detenido especialmente
en el tema de los bodegones porque sin duda constituyen lo más
novedoso en la etapa sevillana del artista. Pero eso no quiere decir
que su pintura de asunto religioso fuera en absoluto convencional.
De hecho, hay composiciones en las que el carácter religioso
o profano parece depender de un mero signo, como sucede con las
dos Mulatas, la de la Galería Nacional de Dublin y
la del Art mstitute de Chicago. Pero, incluso, en aquellas composiciones
donde Velázquez usó una iconografía más
tradicional, como en la Imposición de la casulla a San
Ildefonso, del Ayuntamiento de Sevilla, encontramos elementos
desconcertantes, como es el hecho de que ni la Virgen ni los seres
que la rodean ¿ángeles femeninos, santas?
lleven el menor distintivo de su condición, como halos o
aureolas.
De nuevo, cabria pensar para su
pintura de temática religiosa en una clientela, quizás
eclesiástica, pero también "ilustrada",
dispuesta a aceptar en el joven genio una libertad artística
que por esas fechas resultaba insólita no ya en Sevilla,
sino en toda España.
Establecido definitivamente en Madrid
desde 1623, Velázquez iba a encontrar igualmente rendido
a su genio, al más poderoso mecenas posible, el rey Felipe
IV.
Fuente: Descurbrir el Arte, Año I, Número
4.
Copyright ©2003 Vicente Lleó Cañal
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«Sólo el que sabe es libre, y mas libre el que
más sabe... Sólo la cultura da libertad... No
proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no
la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que
dar al pueblo es la cultura»
Miguel de Unamuno (1864-1936)
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