Premio
Punto de
Excelencia

 

 

Nº 1. Diciembre 2003/Revista Electrónica Cuatrimestral.

Velázquez en Sevilla

por

Vicente Lleó Cañal

   
 
Autorretrato de Velázquez, 1643, óleo sobre lienzo, Galleria degli Uffizi, Florencia.
   
VICENTE LLEÓ CAÑAL
Catedrático de Historia del Arte.
Universidad de Sevilla


     El AÑO 1599, EN EL QUE NACE el pintor Diegc Velázquez (es bautizado el 6 de junio en la parroquia de San Pedro) fue un año cargado de acontecimientos. Meses antes el 4 de enero, había sido proclamado el nuevo rey Felipe III, quien en la historiografía convencional inicia un nuevo ciclo, el de los llamados Austrias "menores". Para la ocasión, el cabildo
sevillano acuñó una medalla en cuyo reverso se proclamaba al monarca Spes salutis nostrae, lo que parece indicar que los sevillanos presentían ya ciertos nubarrones en su futuro. Por otro lado, el tragicómico espectáculo acontecido el año anterior en las exequias de Felipe II, con la Audiencia y la Inquisición llegando casi a las manos por nimias cuestiones de protocolo –suceso al que aluden los irónicos versos cervantinos que empiezan "Voto a Dios que me espanta tal grandeza..."– marca una nota de despropósito que nos anuncia la llegada del más fiero Barroco.

     En realidad, Velázquez nace en una ciudad en plena transición, una ciudad que por estas techas pasa del ideal de ser una Nueva Roma, tal como se autoproclamaba en 1526 durante la boda del Emperador, a ser Una Nínive, otra Babilonia, como la define el anónimo autor del Entremés de los mirones. Pero también podríamos calificarla como una Nueva Jerusalén, pues la huella de lo sagrado se ha ido superponiendo progresivamente sobre todo su caserío, que llega a contar en esas fechas con 28 parroquias, 6 monasterios, 36 conventos de frailes y clérigos regulares y 28 de monjas, sin mencionar una multitud de oratorios, beaterios e incluso hospitales, igualmente dotados de capillas. Una ciudad, la Sevilla de principios del siglo XVII, que es la más populosa de España (cerca de 150.000 habitantes) exótica y cosmopolita, como consecuencia de su carácter de "puerto y puerta de Indias" pero también patria de una multitud de pícaros y maleantes, que se arremolinan en la Mancebía (monopolio municipal), la Alameda, la Cárcel Real o las "casas de gula" como se denominan entonces a los bodegones o tabernas.

     Los testimonios de los cronistas, desde Ariño al anónimo compilador de los Sucesos de Sevilla, 1600-1678, revelan cuán precario era el control que las autoridades mantenían sobre este hervidero humano, en el que incluso dentro del Palacio Arzobispal llegaban a dirimirse las cuestiones a cuchilladas, o donde las tripulaciones de las galeras, amotinadas, obligaban a los alguaciles a prudentes retiradas.

Sevilla, ciudad lunática.

     Y, sin embargo, esta ciudad caótica (lunática llega a denominarla el poeta Bartolomé del Alcázar) es también una ciudad dotada de una brillante vida cultural y artística, con una fuerte impronta italiana que le viene desde el siglo anterior.

      Dentro de la multitud de manitestaciones que en arte, literatura o música dan lustre a ese "siglo de oro" sevillano, destacan sus academias que fueron elogiadas ya entonces; pero se trata de un término que requiere ciertas matizaciones. La evidencia sugiere sobre todo la existencia de reuniones informales de espíritus afines, atraídos por las mismas inclinaciones culturales, más que instituciones reguladas a la italiana. Pero su carácter informal no excluye el rigor: empresas realiza-das en colaboración académica como las Anotaciones de Fernando de Herrera a Garcilaso (1580), o el programa decorativo trazado para la Galera Real de Don Juan de Austria (1569), revelan el alto nivel de las mismas. Lo que nos interesa aún más: en estas "academias" se reunían en pie de igualdad poetas, teólogos, aristócratas y arqueólogos con artistas (al menos con pintores "eruditos") subrayando implícitamente el carácter creativo, "ingenuo", de la pintura.

     Este es el medio en el que va a crecer y donde se va a formar Diego de Silva y Velázquez; un medio que será fundamental para entender su evolución posterior y hasta donde seguramente hay que remontarse para comprender ciertas actitudes suyas.

En el taller de Pa checo.

     En efecto, en 1611, con tan sólo doce años, Velázquez entra como aprendiz con Francisco Pacheco. Este artista, sin duda mediocre, era, sin embargo, el elemento conector de las diversas "academias" o grupos a los que antes nos hemos referido; se trata de un papel en parte heredado de su tío, el canónigo del mismo nombre, quien había gozado de un enorme prestigio cultural en la ciudad, pero, en cualquier caso, el taller de Pacheco, como escribió el poeta Rioja, se había convertido para entonces en "academia ordinaria de los más cultos ingenios de Sevilla y forasteros".

     Pacheco persiguió toda su vida, con el mayor ahínco, el ideal de pintor erudito a la italiana y también el reconocimiento social de su arte. Sus trabajos teóricos, como el Arte de la Pintura (publicado póstumamente en 1649) o el Libro de Retratos (que nos ha llegado incompleto y manuscrito) atestiguan claramente cuáles fueron sus esperanzas e ilusiones que sólo muy parcialmente se vieron cumplidas, no obteniendo siquiera la plaza de pintor real, casi honorífica, que Velázquez solicitó para él en 1626.

     Pero si la trayectoria vital y profesional de Pacheco puede entenderse hasta cierto punto como un fracaso, tuvo por otro lado la generosidad de reconocer el extraordinario talento de su jovencisimo discípulo y, de alguna manera, leyendo los textos, tenemos la impresión de que Pacheco llegó a verse realizado en él.

     En efecto, examinado como pintor en 1617, al ano siguiente, Pacheco lo casaba con su hija Juana, movido "de su virtud, limpieza y buenas partes y de las esperanzas de su natural y grande ingenio". De esta boda conocemos la partida de casamiento e, incluso, un romance dedicado al evento por el licenciado Baltasar de Cepeda (contertulio de Pacheco). Pero desde esa fecha, 1618, hasta su instalación en Madrid, en 1623, cinco años en los que debió pintar la inmensa mayoría de su obra sevillana, el silencio documental sobre Velázquez es prácticamente absoluto, al menos en lo que se refiere a documentos que tengan que ver con su actividad artística, siendo la excepción la carta de aprendizaje de Alonso Melgar, de
1620.

      Este silencio resulta tanto más intrigante cuanto que en la Sevilla de la época era habitual protocolizar hasta las más insignificantes transacciones. De hecho, el Archivo de Protocolos Notariales guarda literalmente miles de documentos referentes a oficios artísticos, gran parte de ellos signados por artistas que hoy son meros nombres. Es posible que algún día aparezcan nuevos documentos, pero después de años de intensa búsqueda resulta poco probable. Todo parece indicar, pues, que Velázquez, con licencia para practicar su arte desde 1617 y. desde 1620, con un aprendiz al menos, eludió las salidas profesionales más comunes en la Sevilla de la época: ni compitió, al parecer, en la realización de los grandes retablos o de las series pictóricas para conventos y monasterios que no sólo eran altamente lucrativas sino que, además, otorgaban a los artistas un gran prestigio, ni tampoco participó en el envío de obras de arte a Indias, una actividad de carácter semi-industrial pero que mantenía activos multitud de talleres.

Los bodegones

     Esta ausencia de documentos, de contratos sobre todo, nos impide saber quienes fueron los clientes del joven Velázquez, al contrario de lo que sucede con la mayoría de sus contemporáneos. Pero si el "para quién" pintó Velázquez sus cuadros juveniles, sin que por lo visto mediara contrato, es una pregunta que debe permanecer provisionalmente sin respuesta, debemos formulamos ahora otra pregunta aún más acuciante: ¿por qué pintó lo que pintó? Es decir, ¿por qué, con la excepción de unos pocos retratos y obras religiosas, se lanzó a explorar un género sin precedentes en la ciudad como son sus famosos "bodegones"?

     Hay que tener presente que dentro de la teoría académica de la pintura, de la que el propio Pacheco era un fiel exponente, los bodegones constituían el escalón más bajo de los "géneros". Y, en realidad, si leemos con detenimiento las páginas del Arte de la Pintura resultan evidentes los esfuerzos de Pacheco por justificarla, para él, sin duda extravagante inclinación de su yerno y discipulo, bien recurriendo a precedentes clásicos, sacados de Plinio, bien excusándolos por su extraordinaria calidad.

     Las razones para el rechazo académico de los bodegones, que entonces significaba justamente una escena de bodega o taberna, hay que buscarlas en el crudo realismo con que se representaban a sus protagonistas, lo que chocaba con las nociones contemporáneas de decoro o de naturaleza "mejorada". En realidad, un naturalismo radical era sólo posible con los tipos humildes que acudían a las "casas de gula" justamente porque su baja condición social les excluía de las normas convencionales del decoro.

     Velázquez debe haber conocido muy pronto bodegones italianos del tipo de los de Vicenzo Campi y flamencos como los de Aertsen o Beuckelaer, pues ambos tipos aparecen ocasionalmente citados en inventarios artísticos contemporáneos, y estos debieron causarle una profunda impresión. En efecto, el contraste entre el rudo realismo de los bodegones y la estereotipada pintura "tardomanierista" sevillana (como la del propio Pacheco) no podía ser mayor. En el caso de Velázquez, además, este impacto se uniría a una inclinación natural al realismo, como nos revela la anécdota contada por su maestro en el Arte de la Pintura, de que, siendo todavía aprendiz, tenía contratado a un "aldeanillo" al que dibujaba incansablemente en todas sus expresiones. Pero no se trata solamente de expresiones anímicas; Velázquez parece haberse sentido fascinado por la capacidad para reproducir con virtuosismo ilusionista brillos, sombras, texturas: la clara del huevo que se condensa ante nuestros ojos en el aceite hirviendo del bodegón de Edimburgo o la magistral gota de agua que resbala por la panza del cántaro en el Aguador de Londres son sólo dos aunque significativos eemplos.

     Pero si son relativamente fáciles de detectar las influencias foráneas en los bodegones del joven Velázquez, es preciso subrayar que con ellas el artista supo elaborar su propio y personalísimo mundo: nada hay de burlesco o ridículo en ellos, como si acontece, en cambio, con los ejemplos italianos, ni tampoco de la desbordante exuberancia que caracteriza a los flamencos. Las figuras, aunque humildes, aparecen tratadas con respeto y, en ocasiones, las escenas, como en el Aguador, adquieren una solemnidad casi litúrgica.

     Pero debemos volver a preguntarnos ahora para quién pintó Velázquez estas enigmáticas composiciones. En los últimos años se han ido publicando algunos inventarios que nos proporcionan alguna pista al menos. Sorprendentemente, por lo que sabemos, sus dueños fueron todos personas "de calidad". Así, por ejemplo, el tercer Duque de Alcalá, el más importante coleccionista de la ciudad, poseyó dos, uno de los cuales quizá sea el titulado Dos hombres a la mesa, de Apsley House (Londres). Este dato es revelador, pues Alcalá era el dueño de la Casa de Pilatos, escenario de frecuentes reuniones "académicas" de las que Pacheco era asiduo contertulio; quizás el discipulo acompañó al maestro en alguna ocasión y fue descubierto allí por el mecenas sevillano. Si esta hipótesis fuera cierta, ello significaría, además, que Velázquez hubo de tener acceso a la espléndida colección de escultura clásica de Alcalá, lo que quizás ayudaría a explicar esa reticencia formal tan característica del pintor.

     Don Juan de Fonseca y Figueroa, canónigo de la Catedral sevillana y más tarde Sumiller de Cortina de Felipe IV, además de autor de un tratado de pintura hoy desgraciadamente perdido fue por su parte el dueño del soberbio Aguador, actualmente también en Apsley House, Londres. Don Luis de Medina, Caballero Veinticuatro y, por tanto, miembro de la aristocracia local, poseyó, según el inventario de sus bienes, otros dos bodegones más, que desgraciadamente no se describen. Finalmente, hay que señalar que la Vieja friendo huevos de Edimburgo perteneció a otro gran coleccionista sevillano: el que fuera intimo amigo y protector de Murillo, el rico comerciante flamenco Nicolás de Omazur.

Clientela ilustrada

     Estos datos, junto con la ausencia de documentos en el Archivo de Protocolos, sugieren que el joven Velázquez debió beneficiarse de una clientela "ilustrada", seguramente al tanto de las novedades que se estaban produciendo casi contemporáneamente en Flandes e Italia y capaz de apreciar el significado de las innovaciones de esta especie de "niño prodigio" (recordemos que la Vieja friendo huevos de Edimburgo la pintó con sólo diecinueve años de edad). Estos connoisseurs probablemente prescindirían de los contratos notariales y comprarían las obras directamente en el taller del artista, lo que justificaría el silencio documental a que hemos hecho alusión. Por otro lado, esta misma circunstancia haría más fáciles las piadosas mentiras de sus amigos sevillanos que testificaron en la prueba de nobleza de Velázquez que nunca pintó por dinero, sino por afición, al no quedar constancia escrita de sus transacciones.

     Nos hemos detenido especialmente en el tema de los bodegones porque sin duda constituyen lo más novedoso en la etapa sevillana del artista. Pero eso no quiere decir que su pintura de asunto religioso fuera en absoluto convencional. De hecho, hay composiciones en las que el carácter religioso o profano parece depender de un mero signo, como sucede con las dos Mulatas, la de la Galería Nacional de Dublin y la del Art mstitute de Chicago. Pero, incluso, en aquellas composiciones donde Velázquez usó una iconografía más tradicional, como en la Imposición de la casulla a San Ildefonso, del Ayuntamiento de Sevilla, encontramos elementos desconcertantes, como es el hecho de que ni la Virgen ni los seres que la rodean –¿ángeles femeninos, santas?– lleven el menor distintivo de su condición, como halos o aureolas.

     De nuevo, cabria pensar para su pintura de temática religiosa en una clientela, quizás eclesiástica, pero también "ilustrada", dispuesta a aceptar en el joven genio una libertad artística que por esas fechas resultaba insólita no ya en Sevilla, sino en toda España.

     Establecido definitivamente en Madrid desde 1623, Velázquez iba a encontrar igualmente rendido a su genio, al más poderoso mecenas posible, el rey Felipe IV.

 

Fuente: Descurbrir el Arte, Año I, Número 4.

Copyright ©2003 Vicente Lleó Cañal

 
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