PASOS HACIA LA PAZ
Discurso de Bertrand Russell,
leído en su ausencia, en el Congreso
Mundial de la Paz, de Helsinki
Desearía transmitir a este
Congreso mi pesar, por no estar presente, y mi esperanza de que
se llegue a resultados fructíferos.
La humanidad se enfrenta con una alternativa que no ha surgido
nunca, antes de ahora, en la historia humana: o se renuncia a la
guerra o se va al aniquilamiento de la raza humana. Eminentes hombres
de ciencia y autoridades en estrategia militar han hecho muchas
y serias advertencias. Ninguno de ellos dice que los peores resultados
son inevitables.
Lo que creo que sí se puede tener por seguro es que ya no
existe ninguna posibilidad de victoria para ningún bando,
de victoria como se ha entendido ésta hasta ahora, y, casi
seguro que, seguimos sin poner restricciones a los instrumentos
científicos, de guerra, la próxima contienda no dejará
ningún superviviente.
La serie de pasos que yo pretendo sugerir me parece que nos ayudarán
a conseguir la alternativa más feliz. Sin duda, existen otras
formas de alcanzar el mismo objetivo; pero, si queremos que no paralice
nuestras actividades una desesperación apática, nos
importa mucho pensar en un método, por lo menos bien definido,
para llegar a una paz segura.
Antes de entrar en lo que se refiere a esos pasos, me gustaría
discutir un punto de vista que han sostenido, erróneamente
en mi opinión, verdaderos amigos de la paz que aseguran que
lo que hace falta es un acuerdo entre las grandes potencias dc no
utilizar nunca las armas nucleares. Me parece que el esfuerzo por
conseguir semejante acuerdo lleva a un callejón sin salida,
por dos razones. Una de ellas es que tales armas pueden ser ahora
fabricadas con tal secreto, que puede ser eludida la inspección.
De ello se sigue que, aunque se hubiese llegado a un acuerdo sobre
la prohibición de tales armas, cada uno de los bandos pensaría
que el otro las estaba fabricando secretamente y la desconfianza
mutua haría que las relaciones fuesen aún más
tirantes que ahora.
La otra razón es que, incluso si cada uno de los bandos
renunciase a la fabricación de esas armas mientras durase
la paz nominal, ninguno de ellos se considerarla ligado por el compromiso
si la guerra estallase en realidad, y los dos bandos podrían
fabricar muchas bombas H después de empezada la lucha.
Hay muchas personas que se engañan
a sí mismas diciéndose que, en la guerra, no se emplearían
realmente las bombas de hidrógeno. Esta convicción
se basa en que los gases no fueron empleados durante la segunda
guerra mundial. Temo que esto sea una completa ilusión. El
gas no se empleó porque se suponía que las máscaras
antigás servirían de protección. Las bombas
H, por el contrario, son un arma decisiva contra la cual, hasta
ahora, no se ha descubierto ninguna defensa. Si una de las partes
emplease la bomba y otra no, la que la utilizase reduciría
probablemente a la otra a la impotencia, sirviéndose solamente
de un pequeño número dc bombas, de tal manera que,
con alguna suerte, no se perjudicaría mucho a sí misma;
pues los danos más terribles que hay que temer están
determinados por la explosión de un gran número de
bombas. Por lo tanto, creo que una guerra, en la que sólo
un bando empleara las bombas H, podría terminar en algo que
mereciese el nombre de victoria. No creo y, en esto, estoy
de acuerdo con todas las autoridades militares que exista
la más mínima probabilidad de que las bombas de hidrógeno
no sean usadas en una guerra mundial. De ello, se sigue que debemos
impedir la guerra en gran escala o perecer. Hacer que los gobiernos
del mundo admitan esto, es un paso necesario, en el camino de la
paz. En resumen: la abolición de las bombas de hidrógeno,
que es algo que todos debemos desear, sólo puede llegar a
ser provechosa después de que ambos bloques se hayan encontrado
en el sincero esfuerzo de poner fin a las hostiles relaciones que
existen entre los dos. ¿Cómo puede conseguirse esto?
Antes de que llegue a ser posible ninguna medida universal de acuerdo
deben conseguirse dos cosas: primera, los Estados poderosos deben
darse cuenta de que sus objetivos, de cualquier clase que sean,
no pueden alcanzarse con la guerra; segunda, como consecuencia de
la universalidad de. esa comprobación, la sospecha que cada
bando tiene de que el otro prepara la guerra, debe aminorarse. A
continuación se ofrecen algunas sugerencias a la consideración
de ustedes, acerca de las medidas que se pueden tomar para llegar
a esos dos objetivos.
La primera medida podría ser una declaración hecha
por un reducido número de científicos eminentes en
la que se expusiesen los efectos que resultarían de una guerra
nuclear.
De esta declaración no debería desprenderse la existencia
de ningún prejuicio, ni siquiera en forma velada, a favor
de cualquiera de los dos bandos. Es de gran importancia que las
autoridades científicas nos dijeran lo que nos puede ocurrir
en un lenguaje sencillo y en varias formas: ofreciéndonos
una información completamente definitiva, siempre que esto
sea posible; y, en los casos para los que no existan aún
conclusiones seguras, ofreciéndonos las hipótesis
de mayor probabilidad La mayoría de los hechos pueden ya
ser establecidos, en la medida en que los cono-cimientos existentes
nos lo permiten, por los que deseen tomarse la gran molestia de
reunir la necesaria información. Pero sería conveniente
que los hechos se presentaran con la mayor sencillez posible, que
fueran fácilmente accesibles y ampliamente publicados, y
que se dispusiese de una declaración categórica, que
pudieran alegar los que se encuentran empeñados en la tarea
de. propagar los hechos.
Esa declaración aclararla, indudablemente, que una guerra
nuclear no proporcionaría la victoria a ningún campo
contendiente y que, de esa guerra, no saldría la clase de
mundo que desean los comunistas, ni la clase de mundo que desean
sus adversarios, ni la clase de mundo que desean las naciones independientes
ambos bloques.
Los científicos de todo el mundo deberían ser invitados
a firmar la declaración técnica, y confío que,
como paso siguiente, dicho informe constituiría la base de
acción de algún gobierno al margen de los dos bloques,
o de varios. Dichos gobiernos podrían presentar el informe,
o, silo preferían así, otro informe redactado por
sus propios especialistas científicos, a todos los gobiernos
de las grandes potencias mundiales, invitándoles a que dieran
su opinión sobre él. El informe estaría cargado
con un peso tal de autoridad científica, que le sería
muy difícil a cualquier gobierno el atacar sus conclusiones.
Los gobiernos situados a cada lado del telón de acero podrían,
sin perder la cara, simultáneamente, admitir, frente a los
gobiernos independientes, que la guerra ya no puede ser utilizada
como una prolongación de la política. Entre los neutrales,
la India se encuentra en una posición especialmente favorable
debido a sus amistosas relaciones con los dos bandos, y, asimismo,
a su experiencia en las mediaciones con resultado positivo de Corea
e Indochina. Me gustaría ver a la India presentando la declaración
a todas las grandes potencias, invitándolas a que manifestasen
su opinión sobre ella. Confío en que todas ellas llegarían
a comprender, de esa manera, que no tienen nada que ganar en una
guerra nuclear.
Hasta que eso llegue, es necesario cierto reajuste de ideas en
los que, hasta ahora, han sido vehementes partidarios del comunismo
o del anticomunismo. Deben darse cuenta de que no sirve de nada
el burdo engaño referente al enemigo, ni el insistir sobre
los pecados que éste cometió en el pasado, ni el desconfiar
de sus intenciones. No tienen por qué abandonar sus opiniones
acerca del sistema que les parezca mejor, como no tienen por qué
abandonar sus preferencias sobre la política de los partidos
en su propio país. Lo que todos deben hacer es llegar a admitir
que la propagación de las ideas que prefieren debe ser realizada
mediante la persuasión, no mediante la fuerza.
Supongamos que las grandes potencias, gracias a los procedimientos
que acabamos de sugerir, han llegado a admitir que ninguno de ellos
puede conseguir sus pretensiones por medio de la guerra. Este es
el paso más difícil. Consideremos ahora cuáles
serían los pasos siguientes, una vez que se hubiese dado
ése.
El paso siguiente, que debería
darse en seguida, sería conseguir el cese temporal de todos
los conflictos, fríos o calientes, hasta tanto se ideasen
otras medidas más permanentes. Hasta que llegasen estas otras
medidas, el armisticio temporal habría de llevarse a cabo
sobre la base del statu quo, ya que no existe ninguna otra
base que no lleve consigo complicadas negociaciones. Dichas negociaciones
deberían llegar en el momento oportuno; pero, si se desea
que sean fructíferas, no deben celebrarse en la atmósfera
de hostilidad y desconfianza que existe en estos momentos. Por cierto
período, durante el cual el odio y d miedo fueran aminorándose,
debería existir un amortiguamiento de las invectivas periodísticas
e, incluso las críticas que cada campo haga merecidamente
al otro, deberían ser hechas con sordina. Se deberían
facilitar los intercambios comerciales, y las visitas mutuas de
delegaciones, especialmente de tipo cultural y educativo. Todo esto
serviría para preparar el terreno propicio para una conferencia
mundial y haría posible que esa conferencia fuera algo más
que una áspera disputa de poder a poder.
Cuando, gracias a esos procedimientos, se hubiera creado una atmósfera
relativamente amistosa, tendría lugar una conferencia mundial,
con la finalidad de elaborar medios que sustituyesen a la guerra
en la resolución de las discrepancias entre los Estados.
Ésta es una enorme labor, no sólo por su amplitud
y su dificultad, sino también por los mismos conflictos reales
de intereses que puede hacer surgir. Yo no creo que se consiga,
si no se prepara antes a la opinión de modo adecuado. Los
delegados a la conferencia tendrán que estar convencidos
de lo siguiente: en primer lugar, que la guerra significa el desastre
total; en segundo, que la solución de una disputa, por medio
de un acuerdo, es más ventajosa para los contendientes que
la continuación de la disputa, incluso si la solución
no es completamente satisfactoria para ninguna de las dos partes.
Si los asistentes a la conferencia están imbuidos de ese
espíritu, podrán dedicarse, con esperanza de éxito,
a abordar los enormes problemas con que han de enfrentarse.
El primero de los problemas que es necesario afrontar debería
ser la reducción de los armamentos nacionales. Mientras que
éstos se mantengan en su nivel actual, resultará evidente
que la renuncia a la guerra no es sincera.
Deberían restaurarse las libertades que existían
antes de 1914, especialmente la libertad de viajar y la libertad
de circulación de libros y periódicos, así
como la desaparición de obstáculos a la libre propagación
de las ideas a través de las fronteras nacionales. Estas
diversas restauraciones de las antiguas libertades son pasos necesarios
hacia el establecimiento de la convicción de que la humanidad
forma una sola familia y de que las diferencias entre los gobiernos,
cuando llegan a hacerse tan agudas como lo son en la actualidad,
son difíciles obstáculos para llegar a la paz.
Si se llegase a conseguir lo que precede, la conferencia tendría
que pasar a la creación de una Autoridad Mundial, lo cual
ha sido ya intentado dos veces, primero, con la Sociedad de Naciones,
y, después, con la O.N.U. No pretendo ahora entrar en ese
problema; 'pero si diré que, a menos que sea resuelto, el
resto de las medidas que se tomen carecerá de valor permanente.
Desde 1914, el mundo ha estado siempre sometido a un terror cada
vez más intenso. Un número inmenso de hombres, mujeres
y niños ha perecido y los supervivientes, en una gran proporción,
han experimentado el terror de la muerte inminente. Cuando la gente
de Occidente piensa en los rusos y en los chinos y cuando los rusos
y los chinos piensan en Occidente, lo hacen, principalmente, imaginándose
el punto de partida de la destrucción y del desastre, no
a seres normales, con su capacidad corriente y humana para el placer
y el sufrimiento. Las apariencias indican que la frivolidad constituye,
cada vez más, el único escape para la desesperación.
La solución, que puede conseguirse a través de una
firme confianza y de una política constructiva, ha llegado
a parecer inalcanzable. Pero la desesperanza apática no es
el único estado de ánimo racional del mundo en el
que nos encontramos. En todo el mundo, casi todas las personas serían
más felices y más prósperas si el Este y el
Oeste abandonaran su querella. A nadie hay que pedirle que renuncie
a nada, a no ser al sueño de la dominación mundial,
que se ha convertido, en la actualidad, en algo mucho más
imposible que la más descabellada de las utopías.
Tenemos, como nunca hemos tenido antes, los medios de poseer la
abundancia de bienes y comodidades que son necesarias para hacer
la vida agradable. Rusia y China, si se asegurara la paz, podrían
dedicar a la producción de bienes de consumo todas las energías
dedicadas ahora al rearme. El inmenso saber científico que
ha llegado a la producción de las armas nucleares podría
fertilizar los desiertos y hacer que lloviese en el Sahara y en
el Gobi. Con la desaparición del miedo, surgirían
nuevas energías, el espíritu humano remontaría
el vuelo para hacerse renovadamente creador y los viejos terrores
sombríos que se ocultan en las profundidades de la conciencia
de los hombres se desvanecerían.
En una guerra en la que se empleen las bombas de hidrógeno
no puede haber nadie victorioso. Podemos vivir juntos o morir juntos.
Estoy firmemente persuadido de que si los que nos damos cuenta de
esto nos consagramos, con la suficiente energía, a la empresa,
conseguiremos que también se dé cuenta el mundo de
ello. Los comunistas y los anticomunistas prefieren, igualmente,
la vida a la muerte y, si se les explica con claridad la alternativa,
elegirán la adopción de las medidas necesarias para
la conservación de la vida. Esta confianza requiere un ánimo
esforzado, pues exige, de los que comprendemos el problema en toda
su crudeza, el empleo de una energía inmensa en la labor
de persuadir, teniendo siempre presentes el hecho negativo de que
el tiempo es corto y la tentación permanente del histerismo
que ocasiona la contemplación de los posibles abismos. Pero,
a pesar de que esa esperanza implique una labor ardua, debe mantenerse
viva. Debe ser mantenida firmemente, frente a cualquier desaliento.
Debe inspirar las vidas, a lo primero, quizá, de un número
relativamente escaso de personas, pero, poco a poco, de más,
hasta que los hombres se congreguen, con un inmenso grito de alegría,
para celebrar el fin de la muerte organizada y la inauguración
de una era más feliz que cualquier otra que haya entrado
nunca en el destino del hombre.
[Bertrand Russell, Retratos de memoria y otros ensayos,
Traducción del inglés por Manuel Suárez, Aguilar,
colección Literaria, Madrid, 1960, pp. 209-215]
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