Jacinto Benavente
Benavente (1866-1954) es el
autor de más larga y continuada presencia en el teatro español
de la primera mitad del siglo. En 1922 le fue concedido el premio
Nobel de Literatura. Sin embargo, su obra dramática aparece
limitada por lo que se adivina como una opción conscientemente
asumida: la de acceder al teatro (ya calificado) de su época,
es decir, la del éxito. Su importancia histórica es
indudable, ya que proporcionó un drama "a la medida"
del teatro existente. El problema fundamental de su valoración
es el de la supervivencia o no de su obra. Valle-Inclán,
por ejemplo, se aseguró esa supervivencia tomando la opción
contraria. Se enfrentó al teatro que tachaba su obra como
"irrepresentable" y apostó por el futuro, a la
vez que protestaba: "Yo creo que mi teatro es perfectamente
representable [...] Ya llegará nuestro día".
Y, efectivamente, está llegando, mientras el de Benavente
parece haber pasado. Tiene razón Sáinz de Robles al
afirmar:
Diríase de su producción [de Benavente] que, habiéndose
apartado con decisión y audacia del camino general y vetusto
del teatro español de fines de siglo, se apartó
en una dirección diagonal; es decir, que con los
años, prolongado el caminar, la dirección benaventina
fue alejándose más y más de la carretera
ortodoxa utilizada por la mayoría.
El afán de Benavente por reflejar
la "actualidad" (de los distintos momentos) se revela
así, no sólo como característica determinante
de su dramaturgia, sino también como raíz de su caducidad.
Y no por el envejecimiento de los contenidos sino por el desgaste
de la estructura dramática (única, conservada a lo
largo de los años) que este "actualismo" configura.
Significativamente, las dos obras que permanecen hoy como lo más
valioso de su producción, Los intereses creados (1907)
y La malquerida (1913), son de las que más se alejan
de aquella pretensión.
La obra dramática de Benavente
se caracteriza, además de por su abundancia, por la diversidad
que, dentro de una fórmula unitaria, presenta. La etapa inicial
de su creación es, desde luego, la más interesante
y en la que alcanza Benavente las cotas más altas de calidad.
Tras El nido ajeno, su primera y fracasada confrontación
con el público donde hacía un planteamiento serio
del papel de la mujer casada en la clase media, ya se percibe una
suavización de los perfiles críticos o simplemente
profundos, en busca del compromiso con un público que no
estaba dispuesto a ver sobre la escena amenazada su "posición"
ni siquiera a implicarse en una discusión demasiado "seria".
Gente conocida (18%) es un paso adelante en esta línea,
seguido del primer gran éxito, La comida de las fieras
(1898). El compromiso estaba conseguido; sólo faltaba ir
decantando la fórmula de esta crítica elegante e inocua
a la misma sociedad que aplaudía con creciente complacencia
los productos que le van siendo ofrecidos por su autor.
Ruiz Ramón ha clasificado
la obra de Benavente atendiendo a los diferentes lugares escénicos
en que se desarrolla principalmente la acción y se mueven
los personajes. En el primero y más característico
de estos ámbitos, los "interiores burgueses ciudadanos"
se encuadran, además de las primeras piezas, ya citadas,
otras como Lo cursi (1901), Rosas de otoño
(1905), Campo de armiño (1916) o Titania (1945).
Con La noche del sábado (1903) se inicia una serie
de dramas de cariz exótico que presentan un mundo brillante,
decadente, sentimental y exquisito de príncipes y princesas,
con matices que recuerdan el modernismo y localizado en los "interiores
cosmopolitas" (palacios, yates, etc.) de una aristocracia vista
desde la fantasía, evocada con melancolía y acaso
con un punto de esa crítica inofensiva que Benavente dominó
como nadie. La mariposa que voló sobre el mar (1926)
es, con la ya citada, la obra de esta serie que obtuvo mayor éxito.
En un tercer grupo se pueden considerar los dramas que tienen por
marco los "interiores provincianos", amables sátiras
costumbristas de la sociedad burguesa de provincias, como Los
malhechores del bien (1905), que se cuenta entre los cuatro
o cinco éxitos más clamorosos de su autor, y Pepa
Doncel (1928). Habría que mencionar, por último,
los tres dramas que Benavente localiza en "interiores rurales",
Señora Ama (1908), La Jnfanzona (1945) y, sobre
todo, La malquerida (1913). En esta obra consigue Benavente
crear el conflicto dramático más intenso y profundo,
sometiendo como en ninguna otra el diálogo al servicio de
la acción, pero sin conseguir eliminar del todo el recurso
al efecto melodramático. La pasión que Esteban siente
por su hijastra Acacia y que le mueve a matar a quien pretenda casarse
con ella se irá revelando al hilo de la investigación
que del crimen de Faustino, prometido de Acacia, lleva a cabo la
madre de ésta y mujer de Esteban, Raimunda. Cuando esta "mujer
fuerte" conoce la verdad sobre el crimen y el sentimiento que
lo inspiró e intenta resolver la situación por el
perdón y el arrepentimiento, se produce la segunda revelación:
Acacia descubre en sí misma y al público una recíproca
pasión por Esteban. Muriendo a manos de su marido consigue,
en fin, Raimunda salvar a su hija de la pasión culpable.
Es significativo que el mejor drama
de Benavente, el único suyo quizá que permanecerá
como un clásico en el repertorio del teatro español,
Los intereses creados, además de escapar al afán
"actualista" de su obra, no se deje clasificar en las
categorías que se acaban de considerar. Es, ciertamente,
un drama singular, construido con elementos, hábilmente combinados,
de dos tradiciones teatrales: la comedia dell'arte y la comedia
española del Siglo de Oro. Una cierta "distancia"
irónica de efecto antiilusionista, se instala en escena ya
desde el prólogo en que Crispín, dirigiéndose
al público, define así la obra:
Es una farsa guiñolesca, de asunto disparatado,
sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en
ella sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni
semejan hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de
cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz
y al más corto de vista. Son las mismas grotescas máscaras
de aquella comedia del arte italiano, no tan regocijadas como
solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo.
El escepticismo y la moral flexible,
un punto cínica, de Benavente alcanzan en esta obra su expresión
más acabada. Leandro y Crispín, amo y criado, señor
y pícaro, cargados de evocaciones a la literatura española
clásica, son la encarnación, respectivamente, del
mundo del ideal y de la práctica materialista, gracias a
la cual se mantiene y actúa aquél. Es más,
se explicita que en realidad ambas cosas son inseparables y sólo
por artificio se muestran desdobladas: "Habilidad es mostrar
separado en dos sujetos lo que suele andar en uno sólo. Mi
señor y yo, con ser uno mismo, somos cada uno parte del otro",
dice Crispín. Un claro desequilibrio en favor de lo que este
personaje representa, cuyo planteamiento hace Benavente con complacencia
y eficacia, frente a la caracterización somera y fría
que nos ofrece del componente idealista, constituye quizás
la limitación estética más grave de la obra.
Queda excesivamente patente en ella que, como dice Crispín,
"para salir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear
intereses... " y que, en definitiva, los hilos que mueven a
los hombres "son los intereses, las pasioncillas, los engaños
y todas las miserias de su condición". Frente a esta
idea, la protesta de Leandro en nombre del amor ("Te engañas,
sin el amor de Silvia, nunca me hubiera salvado") no resulta
excesivamente convincente. Esta impresión se confirma en
la obra, agresivamente reaccionaria, que escribió Benavente
como continuación de ésta, La ciudad alegre y confiada
(1916), y que, naturalmente, se cuenta entre sus más rotundos
éxitos. En ella descubrimos que aquel "amor" no
ha logrado sobrevivir al hastío matrimonial.
Benavente se mantuvo ajeno a los movimientos teatrales que se produjeron
en Europa antes y después de la guerra mundial y su estética
permaneció a través de los años anclada en
los principios del naturalismo escénico. Tampoco los movimientos
literarios e intelectuales que se desarrollan en España coetáneos
a su producción influyeron de una manera significativa en
ella: la nueva problemática suscitada por la generación
del 98 (entre cuyos componentes se le suele citar) ni la estética
modernista (de la que encontramos esporádicos reflejos en
su obra); menos aún las corrientes vanguardistas posteriores.
Este divorcio entre Benavente y la intelectualidad española
se adivina ya en su negativa a firmar el manifiesto contra Echegaray
en 1905, y se hace patente en el debate ideológico que suscitó
en España la primera gran guerra y en el que Benavente, consecuente
con su conservadurismo, asumió una postura germanófila
que le separaba definitivamente de la mayoría de los escritores
españoles de importancia.
Dentro de esta corriente del drama realista burgués, de
la que Benavente es el maestro indiscutible, se inscriben otros
autores, hoy considerados con justicia "menores", pero
que gozaron en su época de considerable prestigio. Así,
Manuel Linares Rivas y Gregorio Martínez Sierra.
J.J. Amate et al., Literatura española, Madrid,
1985.
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