El nacimiento del teatro español moderno
El teatro español anterior a 1936
INTRODUCCIÓN.
EL NACIMIENTO DEL TEATRO ESPAÑOL MODERNO
Teniendo presente la delimitación establecida entre teatro
y texto dramático, puede abordarse una valoración
de la contribución española al conjunto de la cultura
escénica europea en el siglo XX. La tarea es todavía
arriesgada debido a la escasez de estudios críticos. Parece
incontestable, sin embargo, que la situación de lo que estrictamente
denominamos "teatro" es extraordinariamente precaria en
España a lo largo del presente siglo. Ajena a las importantes
y numerosas innovaciones que se producen fuera de nuestras fronteras
(durante la primera mitad del siglo, sobre todo), la escena española
se mantiene en una posición inmovilista, persistentemente
reacia respecto a cualquier intento renovador o experimental. Se
acomoda más que ninguna otra a las exigencias y limitaciones
de la burguesía, que, por razones socio históricas,
constituye su público exclusivo durante la casi totalidad
del siglo.
Los dos momentos teatralmente más interesantes coinciden
con periodos que favorecen una crisis de este monopolio del teatro
por la burguesía: los años de la Segunda República
(de una manera más abierta) y la última década,
con la descomposición del régimen surgido de la guerra
civil (de una forma más "subterránea").
En ninguno de estos momentos se consiguen, sin embargo, niveles
que resistan la comparación con los modelos extranjeros precedentes.
Centrándonos ya en el periodo objeto de estudio, es decir,
de comienzos de siglo a la guerra civil, notamos que la producción
dramática merece una valoración muy diferente. La
aportación dramática española es indiscutible
y valiosa (frente a la teatral, nula) en esta época. A nivel
anecdótico podrían recordarse los estrenos de El
señor de Pigmalión (1921) de Jacinto Grau, en
el Atelier de París, bajo la dirección de Charles
Dullin y con Artaud como protagonista en 1923; en Praga, dirigida
por Karel Capek en 1925 y en Roma a raíz del interés
que suscitó la obra en Pirandello (significativamente, el
estreno español no se producirá hasta 1928). Desde
luego no se puede concebir una historia del drama europeo de la
primera mitad del siglo en que la obra de Valle-Inclán y
de García Lorca, por lo menos, no ocupen un lugar destacado.
El teatro, por ser espectáculo de actuación, es decir,
algo "vivo", proporciona un criterio implacable de selección
dramatúrgica: la confrontación con el público.
Un clásico de la literatura teatral será el que se
muestre eficaz (es decir, vivo) en esa confrontación. No
se ocultan las dificultades que se derivan de la intervención
en el procedimiento de elementos ajenos a la obra (actores, director,
públicos), pero que no anulan su validez. A nadie se le puede
ocurrir hoy, por ejemplo, poner en escena (a no ser parodiándolo)
un drama de Echegaray. Sometiendo a esta exigente prueba la producción
dramática del periodo que estudiamos, destaca, en primer
lugar la obra de Valle-Inclán con un máximo de "vitalidad
teatral", certificada por sus repetidas puestas en escena a
lo largo de los últimos años, primero a cargo del
"teatro independiente" (como en el excelente montaje de
Las galas del difunto por el Teatro Universitario de Murcia)
y después también sobre escenarios comerciales (como
el estreno de Luces de Bohemia, dirigida por José
Tamayo, en 1971, o la puesta en escena de Victor García para
Divinas palabras). En segundo lugar, otra obra dramática,
la de Federico García Lorca, resiste indiscutiblemente la
confrontación escénica y contiene virtualidades sobradas
para desencadenar "hechos teatrales" auténticamente
vivos (lejos de las reconstrucciones arqueológicas a que
resultan condenadas las obras incapaces de "revivir" en
la escena y que, aun cargadas de significación histórica
o literaria, pasan, por tanto, a ocupar un lugar en el museo de
fósiles del teatro). El montaje de Yerma a cargo de
Víctor García y Nuria Espert en 1971, independientemente
de su valoración, constituye un testimonio (casi una prueba)
en favor de la vigencia teatral de la dramaturgia lorquiana.
De las consideraciones anteriores se siguen como consecuencias:
primero, que el panorama del teatro español hasta 1936, anunciado
en el título, se quede reducido al de la creación
dramática de ese mismo período; segundo, que debe
centrarse la atención sobre las obras de Valle-Inclán
y García Lorca. No quiere decir esto último que se
niegue vigencia teatral a la obra de otros autores (aunque ciertamente
parece menos clara o más limitada que la de aquellos) ni,
menos aún, que se ponga en duda el valor literario de creaciones
como la benaventina, por ejemplo.
Las primeras manifestaciones en la escena española de un
movimiento de renovación teatral en la línea del naturalismo
escénico europeo y de autores como Ibsen, Hauptmann o Strindberg,
se producirán en la última década del siglo
xix. El escenario del Teatro de la Comedia de Madrid, bajo la inteligente
dirección del actor Emilio Mario, acogerá los más
destacados productos de esta nueva dramaturgia que acabarán
con el convencionalismo teatral neorromántico y melodramático
representado en España principalmente por Echegaray. Tres
estrenos se pueden destacar atendiendo a su significación
en el proceso de liquidación del teatro decimonónico
y nacimiento del teatro moderno, todos ellos en el escenario de
la Comedia (donde se dieron a conocer también las obras de
Ibsen El enemigo del pueblo y Espectros). Se trata
de las primeras piezas dramáticas de Galdós (Realidad,
1892) y Benavente (El nido ajeno, 1894) y de la obra de Joaquín
Dicenta Juan José (1895).
Joaquín Dicenta
(1863-1917), después de una producción en la línea
de la caduca dramaturgia "a lo Echegaray" representa el
intento frustrado (por él mismo) de abrir un nuevo camino,
el del "drama social", con sus obras Juan José,
El señor feudal (1897) y Daniel (1906). Lo nuevo
que en ellas aparece es el reflejo de los enfrentamientos de clase,
pero sin conseguir que el conflicto social alcance rango temático
en ningún caso. La carga, tanto dramática como ideológica,
de la tradición individualista y postromántica pesa
demasiado sobre Dicenta. La problemática de sus obras cristaliza
siempre en dramas de conciencia individual, no de clase, localizados,
eso sí, en personajes y ambientes proletarios. A pesar de
que la intención social se va intensificando de la primera
a las sucesivas obras, es aquélla, Juan José,
la que siguió gozando del favor preferente del público,
suscitando verdadero entusiasmo popular todavía las representaciones
que en tiempos de la Segunda República se ofrecían
de ella en los centros obreros el primero de mayo. La acción
gira en torno a la honra personal, el amor y los celos. El conflicto
se produce al entrar Paco, maestro de la obra donde trabaja Juan
José como albañil, en competencia con éste
por Rosa, la mujer que vive con él. Una escena de celos en
la taberna le vale a Juan José quedarse sin trabajo. Ante
las quejas de Rosa por la situación de miseria en que viven,
Juan José se decide a conseguir dinero de la única
manera que le queda. Roba, es detenido y condenado a ocho años
de trabajos forzados. En la cárcel se entera de que Rosa
vive ahora holgadamente como amante de Paco; cree volverse loco,
se escapa y mata a su rival (sólo en segundo término
su patrono también) y a la mujer infiel; se niega, además,
a huir, pues una vez muerta Rosa, la vida no tiene ya sentido para
él. Los elementos sociales se encuentran, por tanto, al servicio
de los conflictos dramáticos personales y no al contrario.
Benito Pérez Galdós
(1840-1920) comienza su carrera dramática tardíamente,
cuando ya era novelista consagrado y muy famoso. Según él
mismo declara en sus memorias, su primer estreno llegó a
producirse gracias a una propuesta del director de la Comedia, Emilio
Mario. La veintena de dramas que, a partir de ese momento, dará
Galdós al teatro se pueden considerar agrupados cronológicamente
en tres etapas. En la primera (que va de 1892 a 1896) estrena ocho
piezas entre las que destacan junto a la primera, Realidad, La
loca de la casa (1893) y Doña Perfecta (1896),
todas ellas adaptaciones de novelas. En la segunda etapa (del año
1901 al 1910) se estrenan las obras que suele considerar la crítica
como más valiosas, sobre todo Electra (1901) y las
que, según Ruiz Ramón, "son como teatro, las
dos mejores creaciones galdosianas": El abuelo (1904)
y Casandra (1910). La última fase de su creación
dramática se abre en 1913 con el estreno de Celia en los
infiernos y se cierra con el de Santa Juana de Castilla
en 1918. Todavía en 1921 se estrenaría Antón
Caballero, retocada por los hermanos Alvarez Quintero.
Recientemente
se ha producido un significativo intento, por parte de la crítica
literaria y teatral, de "recobrar" al Galdós dramaturgo.
Como síntoma de su vigencia en el ámbito del espectáculo
se pueden aducir la puesta en escena de Misericordia por
Alfredo Mañas y José Luis Alonso y las versiones cinematográficas
que de Nazarín y Tristana ha realizado el excelente
director Luis Buñuel.
Ninguna figura estuvo tan próxima
como la de Galdós a realizar, dentro del drama español,
una labor renovadora similar a la de Ibsen. Atendiendo a esta significación,
interesa detenerse precisamente en la consideración de su
primera pieza, Realidad, que Gonzalo Sobejano considera "la
más valiosa de las obras dramáticas de Galdós"
y que seguramente es la más ibseniana de ellas. El tema es
el descubrimiento de la verdad moral profunda que enfrenta a la
persona con el medio social engañoso de la "opinión"
y la conduce hacia su propia identidad a través del apartamiento
y la soledad. En cada personaje del triángulo se advierte
un conflicto entre lo que verdaderamente es y lo que aparenta ser
ante los demás: Tomás Orozco entre el santo o el hipócrita
por el que le toman y el constructor de una moral autónoma
propia que es en realidad; Augusta, su mujer, entre la dama virtuosa
que parece y la autora de adulterio que es; Federico Viera, el amante
de Augusta, entre los principios morales y sociales que sostiene
teóricamente y su incumplimiento en la práctica. A
su vez cada personaje se debate en un conflicto interior respecto
a cada uno de los restantes: en Federico luchan amistad y deslealtad
respecto a Orozco, amor y ausencia de confianza respecto a Augusta;
en ésta, la admiración profunda, sin amor, a su marido
y el amor a Federico, pero sin admiración; Orozco, el personaje
de mayor talla moral, en fin, se desgarra entre su amistad hacia
Federico y la traición que descubre en él, entre su
amor "santo" a Augusta y la pérdida personal y
moral de ésta. Cada personaje es inocente, pero la relación
entre ellos provoca la tragedia que desemboca en el suicidio de
Federico y la irremediable soledad de marido y mujer.
La solución anticalderoniana del tema del honor con el perdón
a la esposa, el espíritu de análisis opuesto al patetismo
convencional y la profundidad moral del drama fueron señalados
ya por la crítica contemporánea como valiosas aportaciones
de Galdós a la escena española en esta su primera
aparición. Azorín escribió de esta obra:
"es para mí una de las mejores obras de nuestro teatro
contemporáneo [...] Realidad merece ser conocida del
público europeo. ¿Por qué no se representa
en París, donde con tanto aplauso se ha acogido a Ibsen,
a Strindberg, a Hauptmann?"
La valoración de la dramaturgia
galdosiana ha abierto una polémica crítica entre la
afirmación de que "la estructura de la pieza teatral
es en Galdós una estructura esencialmente novelesca [...]
su escritura de dramaturgo está siempre interferida
por su escritura de novelista" (Ruiz Ramón)
y la de que, a la inversa, no es novela dialogada lo que Galdós
lleva al teatro sino estructura dramática lo que había
llevado a la novela (Alvar).
El camino que iba a seguir
el teatro español del nuevo siglo se abría, sin embargo,
con el estreno de otra primera obra, El nido ajeno, a la
que seguirá Gente conocida (1896) y toda la abundantísima
producción del autor que va a dominar la escena española
durante más de medio siglo: don Jacinto Benavente.
J.J. Amate et al., Literatura española, Madrid,
1985.
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