Premio
Punto de
Excelencia

 

¿QUÉ CONOCE USTED DE ALBANIA?

Por Antonio José Quesada Sánchez

     No se me asuste, lector, al enfrentarse a este título, que no pretendo poner en evidencia a lector alguno ni descubrir lagunas de nadie en ningún sentido, no soy el más apropiado (nadie, nada, qué palabras más terribles, vino a decir en clase Juan de Mairena alguna vez). No es eso lo que pretendo. "No es eso, no es eso", como comentó Ortega y Gasset cuando comprobó que con la República las hordas canallas pretendían cerrar los Círculos Mercantiles de las ciudades españolas, y así no había quien leyera el ABC como Dios manda.

     Pues no es eso lo que pretendo, ya digo. Pero sí que nos miremos un poco el ombligo del alma y, con el corazón en la mano, intentemos reconocer qué sabemos realmente de Albania. Lo que sea, me vale cualquier cosa. En cualquier caso será poco, ya verán.

     En mi todavía no lejana infancia me obligaron, en aras de mi formación integral, a ubicarla en un mapa, y quedaba allá por los Balcanes, en esa Europa que considerábamos menos europea (porque Europa era Inglaterra, Francia y Alemania, y de ahí para arriba también, porque eran rubios, pero de ahí para abajo no, que sólo se dedicaban a promocionar la dieta mediterránea y a matar archiduques). Me obligaron, además, a saber que la capital era Tirana, que en español sonaba a algo así como a dictadora pero en más fino. Y bueno, la Madre Teresa de Calcuta había nacido allí aunque Calcuta no lindara con Yugoslavia (q.e.p.d). También nos sonaba, a los más despiertos, que venían a ser musulmanes en líneas generales, que además había un régimen comunista y malvado, que su líder se llamaba Enver Hoxha y que le plantó cara a los rusos por algo y se acercó entonces a los chinos (y el albanés de la calle no sabía quién mandaba en Italia pero conocía de memoria párrafos enteros del Libro Rojo del Gran Timonel). ¡Ah, y Kosovo estaba lleno de albaneses, a saber por qué!.

     Y ya he dicho mucho, creo yo. A mi, personalmente, Albania me atrajo desde hace tiempo, y he profundizado algo más en ella como sólo se profundiza en esas cosas que te interesan. Sabía que era una tierra montañosa y que eso había forjado el carácter del albanés, porque el hombre de montaña es hijo de la piedra, para bien y para mal. Muchos ni conocían siquiera el mar: el albanés sabe que sus peligros llegaban siempre por mar, como en su día llegaron los italianos a conquistar sus montes. Que era un pueblo pobre, no cabe duda, pero digno. Algunos albaneses sólo poseían en propiedad el turbante que llevaban, cuya misión no era otra que servir de sudario para el caso de que su propietario muriera en alguna cuneta (así no volvía desnudo a la tierra).

     Y sobre todo, y es lo que me atrajo de Albania, estamos ante un pueblo muy apegado a viejas tradiciones y a cuentos que se transmitían oralmente. Un pueblo que cuenta cosas es un pueblo interesante, pues tiene algo que contar, y eso ya es algo hoy día. A falta de pan, se regalaban historias. Incluso cuando hacían la guerra, y en los Balcanes eso no era infrecuente, llevaban sus trovadores para cantar las gestas. ¿Imaginan al Ministerio de Defensa español publicando en el BOE una oferta de empleo público para cubrir las plazas de trovadores del Ejército de Tierra, del Ejército del Aire o de la Marina? Exámenes teóricos de Derecho Constitucional, Administrativo y otras ramas jurídico-plúmbeas y examen práctico de canto y bandurria, así como grado de oficial para el trovador jefe... Los trovadores narraban y alertaban de los peligros: "albaneses, que el eslavo se lanza sobre Kosova, debemos defenderla", cantaban los trovadores albaneses, mientras sus homólogos serbios cambiaban la letra, claro, y llamaban a los "eslavos, venid, que los albaneses quieren quedarse nuestro Kosovo". Y mientras, el turco enfrente, ganando terreno.

     Es riquísima la tradición oral en Albania. Un pueblo pobre, que no puede escribir sus cosas porque no tiene papel ni bolígrafo, las dice sin más. El albanés es hombre de leyendas, algunas preciosas. El propio habitante del país, dice una leyenda, desciende de ese águila bicéfala de la bandera, roja de sangre balcánica. No podía ser de otra forma: el albanés es montañero, no amigo de la costa, y en el monte hay ovejas, cabras y águilas. Campo abonado para relatos de soledad, tinieblas, montes y rebaños de algo. Y para ejemplificar acerca de los efectos de la besa, la palabra dada, algo sagrado entre albaneses.

     Además, y esto me sedujo poderosamente, los muertos y los vivos desempeñaban su papel en las leyendas con total normalidad, mucho antes de que supiéramos la existencia de Juan Rulfo o de Gabriel García Márquez. No en vano, conforme a la tradición albanesa, una noche en el mundo de los muertos equivale a un siglo en el de los vivos (así se comprueba en un cuento popular titulado "El huésped del muerto").

     No es infrecuente encontrar leyendas en las que un águila comparte vuelo con un muerto, o baste recordar la famosa narración del muerto y la viva a caballo. Es bonita: viene a decir algo así como que una señora era madre de once hijos y una hija, y ésta fue pretendida por un hombre de otras tierras. La madre era reticente a ese matrimonio, pues si en algún momento necesitaba de su hija, ella estaría lejos, en la tierra de su marido. Uno de sus hermanos, que veía con muy buenos ojos la boda, prometió a su madre que si en algún momento tenía necesidad de ella, él personalmente acudiría en su busca. Dio, por tanto, su palabra, y nos topamos con la besa. La madre accedió, y hubo boda y partida del matrimonio a tierras lejanas. Una epidemia se llevó a los once hijos y esa madre, sola ahora, acudía al cementerio y maldecía al hijo que dio su palabra y no la cumplió, pues ella ahora tenía necesidad de su hija y él no estaba ahí para cumplir con la palabra dada. Tanta fue la humillación que el hijo sintió desde su tumba que salió de ella, tomó un caballo y galopó hasta encontrar a su hermana, muy lejos. Le dijo que su madre la necesitaba, y partieron ambos a caballo, de vuelta. Ella se alegraba de verle, pero le encontraba muy pálido y así se lo hizo saber. "Es porque estoy enfermo", contestó él, escuetamente. Cuando llegaron a la ciudad, se detuvo junto al cementerio y le dijo a su hermana "anda tú con madre, que yo tengo que solucionar un problema y voy para allá en cuanto termine". Ella partió para su casa a cuidar a su madre y él volvió a su tumba para no salir más. Quienes les vieron aseguraban haber visto "a un muerto y a una viva" cabalgando juntos.

     Y pude saciar recientemente, de alguna forma, mi curiosidad por Albania, leyendo a Ismaíl Kadaré. El cronista de la Albania eterna y actual, perseguido, censurado y voz de este pueblo sin voz pero con voces. Algún día le darán el Nobel de literatura, y será como si también lo recibieran esos montañeses que hablan con las águilas, temen al mar o se transmiten historias de vivos y muertos de generación en generación.

     Y allá donde un albanés sea silenciado, muchos otros más susurrarán su historia de hambre, dolor y muerte. Y allá donde un albanés sea perseguido, porque emigran para poder comer (Italia, Kosovo, ... ¡qué se yo!), habrá un águila bicéfala que llora por sus hijos con sus cuatro ojos, hijos que a veces no vuelven y mueren lejos, incluso sin turbante (porque en el fondo no hay ningún Dios que proteja a los emigrantes).

     Era previsible que no volvieran: muchos se lanzaron al mar para buscar fortuna, y el mar es el enemigo natural del albanés. En las montañas se sabe esto, no es ningún secreto.

Antonio José Quesada Sánchez


Revista literaria Katharsis. 2003

 


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