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Excelencia

 

EL MUÑECO DE NIEVE

Carmelo Abadía


El Muñeco de nieve una prosa poética de Carmelo Abadía

EL MUÑECO DE NIEVE

Prosa poética

Existe un viejo refrán español que augura un mal futuro para aquello que se comienza o se emprende en un día que se corresponda con un martes de la semana; exactamente, y como resulta de casi todos los hispano-hablantes conocido, dice el proverbio que en martes ni te cases ni te embarques. Faltando a tan elemental regla de precaución, me decido a escribir esta brevísima historia repleta de hondos sentimientos, tan sólo espero que los hados me sean propicios y desmientan la máxima antigua por mi citada.

Raramente nieva en mi pueblo. Aunque los inviernos suelen ser largos y fríos, el blanco meteoro constituye algo extraño, como un inopinado e inesperado milagro. Cuando el hecho sucede, suele tratarse de unos cuantos copos perdidos y huérfanos, a los que el viento y el sol enseguida barren y expulsan de mis lares. Este año, por el contrario, se produjo una excepción en semejante inveterada costumbre. Cierto día de marzo, y casi sin venir a cuento, el cielo nos inundó los campos, las calles, las almas y los tejados del níveo elemento. Y no fue parco en su regalo, pues alcanzaría su altura medida sobre el suelo un espesor cercano a los dos palmos de una buena mano. Con gozo, con alegría y júbilo, así es cómo los habitantes de mi entorno recibimos semejante hermosa precipitación donada por generosas y fugitivas nubes cargadas de agua casi congelada. La mañana resultó para todos exultante. La tarde ya sería otra cosa. Al mediodía, más o menos, comenzaron los recelos, los problemas. Los conductores de vehículos se quejaban por lo peligroso que pudiera ponerse el firme de las carreteras si aquella noche la nieve se helaba. Los transeúntes se inquietaban ante la previsión de posibles deslizamientos, caídas y torceduras de piernas y tobillos. Enseguida se puso de manifiesto que somos un lugar ajeno por completo al elemento que aquel día nos había visitado. Tan sólo los niños en su candorosa inconsciencia permanecieron fieles toda la jornada al desconocido y entrañable visitante. En resumidas cuentas, que bien pronto nos mostramos como pésimos anfitriones de este huésped que tan sólo estaba de paso.

A eso de media tarde, y todavía no sé bien el porqué, me dio por salir al patio trasero de la casa que habito, a un espacio que se extiende entre el inmueble que propiamente utilizo como vivienda y el pequeño cobertizo donde se aloja mi coche. Miré el cielo, una luz tenue y dulce se iba apoderando del blanco mundo y lo dirigía lentamente hacia el reino del ocaso. Los tejados rebosaban de nieve, y al fondo también ésta engalanaba las cumbres de las solitarias y olvidadas colinas. Observé atento lo que había al lado de mis pies y entonces me decidí, iba a construir un muñeco de nieve, un silencioso y rudimentario tótem, al cual, como absoluto desconocedor de cualquier arte o ciencia mágica o cabalística, me resultaría imposible dotarlo de vida, ¡qué más hubiera querido yo en mi pobreza que saber conseguir esto¡. Me puse manos a la obra y en un periquete ahí se encontraba frente a mí mi recién nacida criatura. He de confesar que soy torpe en grado extremo en lo referente a los trabajos manuales, quizás también en los otros, pero, bueno, ¿qué se le va a hacer?. El resultado a mí me pareció agradable, y eso es lo que importa. Su estatura era verdaderamente pequeña, tan sólo andaría sobre el medio metro, y esto siendo magnánimos en el conteo. Las facciones de su rostro, para las cuales no pude utilizar sino algunos desperdicios abandonados e innobles, como una colilla de tabaco para la nariz, nada pues de la consabida zanahoria, o unas piedras pulidas y planas de río para los ojos o un gorrito con estructura idéntica a un barco hecho de papel rosa de hoja de escribir como tocado de su pelada cabeza; como decía, aquellos rasgos me salieron un tanto ingenuos e imprecisos, estoy tentado de decir que resultaban en conjunto algo así como naïf . Mas, cuando di unos pasos hacia detrás y lo miré en silencio, me sobresalté pues me di cuenta de la cantidad de alma que habitaba en aquel menudo y menguado cuerpo, no sé bien cómo, pero aquélla salía a raudales de su figura como un río o un torrente de vida. Una vez que se me pasó el pasmo volví a guarecerme en mi vivienda y lo dejé allí solo, a su suerte. La verdad es que me daba miedo contemplarlo en exceso, pues ya entonces conocía en secreto que lo amaba y que entre él y yo existía una sutil cadena y también que una profunda relación nos ligaba. De todos modos, traté de evitar el dolor que me esperaba agazapado y cruel a la vuelta de la esquina.

Antes de irme a la cama lo visité de nuevo. Seguía igual, imperturbable e ilusionado ante todo. Me acosté tranquilo. La noche fue fría, profunda y oscura, y, aunque esto parezca absurdo, semejante cosa le infundió nuevos ánimos a mi criatura. Al día siguiente, el sol salió en el horizonte, mas todavía durante aquella nueva jornada se mostró tímido y pacato, mi muñeco resistió ayudado por la umbría del escenario que yo le había elegido, pero no podría decirse lo mismo de su congénere nieve de las crestas de los edificios, las riberas de los caminos y los inhóspitos espíritus de las gentes. Poco a poco la blancura iba cediendo su sitio por todas partes y se convertía sin descanso en la más habitual y prosaica agua que forma charcos. Paulatinamente, y mientras las horas iban pasando, mi muñeco comenzó su lenta agonía. Curiosamente su figura y forma iban a mantenerse incólumes e incorruptas durante todo el rato que duró el deshielo, mas principió un extraño proceso de recogimiento, de disminución, de replegarse en sí mismo, hasta que al final, pasados dos días, y allí solo, sin ninguna blanca compañía en su entorno, varado como una isla en el vacío, desapareció del todo, tras ir reduciéndose una tras otra vez su escala. Justo a su lado quedaron como restos mudos y húmedos las piedras, la colilla y el gorrito de papel rosa con apariencia de barquito velero. Casi lloro. Pensé que igual debía haberle ayudado en su tránsito acelerando el desarrollo de su calvario, pero no hice nada. Cómo lo había creado, podría haberlo destruido, con la misma irresponsabilidad en los actos que la de un dios tonante y todopoderoso.

Cuando el dolor de mi corazón amainó un tanto, vi claro que en aquel lento extinguirse no había habido sufrimiento alguno, pues cada hora y cada minuto que mi muñeco había resistido constituían una victoria sobre el mundo, un triunfo sobre la inanidad de este Universo que habitamos y que, indiferente a todo, nos sostiene en su callado regazo. Y tampoco su muerte había sido una derrota, pues , al fin y al cabo, tan sólo se trataba de un retorno a su lugar de inicio, a sus remotos orígenes, a ese sitio donde se engendran en silencio los sueños. Lo tuve claro, era yo, éramos nosotros todos, los que nos habíamos quedado huérfanos, extraviados y efímeros en medio del Tiempo. Cualquier pena resultaba entonces ociosa, simplemente recé una plegaria que rauda y extraña vino a mi boca y que acababa con esta singular jaculatoria: "Que la paz y la gloria sean siempre contigo, mi adorado muñeco". Finalizado lo cual, me entregué al olvido; más tarde me encendí un cigarrillo y me puse a trabajar, como suelo hacer todos los días, eso sí, todavía pensé otra cosa: quizás también sea éste el mismo dichoso destino que la Providencia otorgue a los poetas y a los amantes de la belleza, y entonces mi alma se hinchó de alegría y de esperanza.

Fin del Muñeco de nieve.

 

Carmelo Abadía
Licenciado en Derecho
Alfajarín.
Zaragoza, [España].

Copyright ©2005 Carmelo Abadía.


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