ESTACIÓN PUERTA DE ATOCHA
Carmelo Abadía
ESTACIÓN PUERTA DE ATOCHA No hará ni tan siquiera tres meses que tuve que viajar a Madrid. La verdad era que desde casi mi infancia no había vuelto a visitar la ciudad. El motivo de mi desplazamiento, al igual que otros extremos, aunque no vienen al caso, aparecen fielmente reflejados en el poema que acompaña a este texto y que constituye el eje central de este escrito. Así pues, como decía, cogí un tren AVE en Zaragoza sobre las once de la mañana, y tras hora y tres cuartos de viaje llegué a Madrid, a la estación Puerta de Atocha. Mis gestiones en la capital de España fueron breves y muy temprano regresé a la estación; comí en ella y pasé la tarde, pues el billete de vuelta a Zaragoza correspondía a un tren que partía a las siete; durante todo aquel tiempo paseé por la estación, medité, me tomé algún que otro café, e incluso soñé. Recuerdo que no llevaba bolígrafo ni papel, cosa impensable en un aprendiz de escritor, pero hubiera sido fácil adquirirlos en cualquier tienda abierta al público. Lo más seguro es que no lo hice simplemente por pereza, pues me encontraba allí tan bien, tan plácido y en tal dulce descanso que ignoré cualquier veleidad relacionada con la literatura. Unas cuantas semanas más tarde, y porque aquella experiencia en Atocha me azuzaba, decidí escribir un poema dedicado a ella. Una vez la tarea fue acabada, más mal que bien, dicho sea de paso, lo guardé junto a algún otro, pensando que quizás algún día vieran la luz en forma de futuro libro, lo cual en cierta manera hoy considero bastante improbable. Y llegamos a un día horrible, nefasto, el jueves negro de fecha once de marzo. ¿Qué decir?, ¿qué podremos contraponer frente a la barbarie?; quizás nada baste, pero yo, como poeta, no puedo hacer otra cosa que dedicar a todas las víctimas de la brutalidad humana el pobre lenitivo que la poesía, muestra de la bondad humana, pone a nuestro alcance. DEDICADO A TODAS LA VÍCTIMAS DE LA BARBARIE TERRORISTA:
Estación Puerta de Atocha
Llegué hasta ti
por primera vez
una mañana gris. La hora,
la verdad,
no era
muy temprana.
Sería casi
el mediodía. Recuerdo
que tenía prisa,
así es que casi
no reparé
en nada. Salí corriendo
y cogí
un taxi.
Alguien
me estaba
esperando
allí
en el centro,
para ser exactos
en un número
de la calle
de Leganitos. En juego creía
estaba
mi futuro:
ser escritor
o ser nada,
aunque quizás
ambas cosas
sean lo mismo. La entrevista
no fue larga,
aunque sí
bastante provechosa.
Al final,
una promesa. Recuerdo que cuando acabó ésta,
salí a la calle
y caminé por Madrid
como un fantasma.
Cuando al fin desperté,
me di cuenta
de que estaba perdido
en medio de esta ciudad
que se lo traga todo
y a la cual
es imposible
no amar.
Levanté la mano
y dócil
se detuvo un taxi. Regresé hasta ti,
Estación Puerta de Atocha,
como si hubiera sido
un náufrago. Todavía era
tan temprano ...
Mi tren salía
a las siete,
a última hora
de la tarde. Me detuve un rato
y te estuve contemplando.
Creo que fue
nuestro primer
arrullo.
En verdad,
me dije,
qué eres
hermosa,
Estación Puerta de Atocha. Tu gran nave
decimonónica
y modernista
se alzaba
frente a mi vista.
Dicen los libros
que fue el mismísimo
Eiffel
quien te concibió.
El mismo
que le robó
el nombre
a esa torre
que hay
en Paris. La verdad
es que eso
entonces
ni siquiera
me importó.
Sólo pensaba
en lo bien
que se estaba
allí. De aquel éxtasis primerizo
sin ningún miramiento
me sacó mi cuerpo.
Eran las tres de la tarde
y tenía hambre.
Como no podía ser
de otra manera,
recuerdo
que comí
en el restaurante
más barato.
Plato combinado de pollo,
de postre un yogurt,
después un café
y dos o tres cigarros,
entiéndase bien,
que no fueron habanos
o puros,
sino para ser exactos
cigarrillos de ésos
rubios emboquillados. No habría
pasado
ni una hora
y ya estaba allí,
junto a ti,
otra vez,
contemplando tu jardín.
Recuerdo que estaba cerrado,
pues a esa hora
lo estaban
regando. Algunas de aquéllas
diminutas gotas
debieron de ser
las que embriagaron
mi pecho. Mi mirada se perdía
por instantes
entre las copas
de tus árboles
tropicales
y los nenúfares
de tu estanque. Cada cierto tiempo
una oleada salvaje
de viajeros
nos invadía.
Pero eso a nosotros dos
nos resultaba indiferente,
tan lejanos nos hallábamos...
Casi estoy tentado
de decir
que en el tiempo. Aunque para ser honestos diré
que no estábamos
en absoluto solos.
Toda una multitud
de mendigos y clochards,
de espíritus fugitivos
y almas en pena
se avecindaban
en los bancos
que circundan
la ordenada
maraña
de tu selva
bajo techo
domesticada,
hecha ciudadana
por decreto. Aún siendo así,
y éste es el milagro,
todo allí
aquella tarde
era equilibrio
y armonía.
Casi te diría
que en ninguna parte
como en aquélla
podría oírse
la lejana música
de las esferas. ¿Cuántas fueron
las horas que pasaron?,
¿cuántos trenes
mientras tanto
llegaron a tu vientre
y después
olvidados
partieron
dejando su mercancía humana
en los andenes?,
¿cuántas páginas
de su novela del oeste
había leído
aquel mendigo
de la breve
barba blanca?,
¿cuántos besos
se dieron
entretanto
aquella pareja
de enamorados
sentados
en el último banco?. Poco a poco,
la tarde
fue pasando.
Y yo allí,
a tu lado,
recogido en tu seno,
quieto,
absorto,
contemplando tu todo
y comparándolo
con mi nada:
porque ¿qué es un poeta
frente al mundo?. Cuando mi tren
por fin
abandonaba tus andenes,
cerré los ojos
y te volví a ver.
¡ Qué hermosa eres,
Estación Puerta de Atocha!. Lo único que había olvidado,
pensé,
era
el haberte dado
el homenaje
que toda doncella
se merece:
haberte besado
la boca,
Estación Puerta de Atocha. Carmelo Abadía
Licenciado en Derecho
Alfajarín.
Zaragoza, [España]. Copyright ©2005 Carmelo Abadía.
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